Empezó a pintar después de los 40, y su obra fue mundialmente conocida; siempre polémico, la Tate Modern le ofreció medio millón de dólares por uno de sus clásicos y el Papa Francisco lo llamó blasfemo; adiós a un artista argentino que fue como Benjamin Button: envejeció rejuveneciendo
"¿Hubiera sido posible una muestra como la de León Ferrari en Recoleta en plena Papamanía?" Esa fue la pregunta que hice ante el auditorio que se había reunido en la ex Esma para escuchar una charla a partir de la exposición que reproducía el taller de León en esa antigua casa de torturas devenida centro cultural en los años K. La inauguración de este homenaje se adelantó apenas unos días a la asunción del cardenal Bergoglio al trono del Vaticano y tal coincidencia trajo de regreso la memoria agitada del Centro Cultural Recoleta vallado, los actos de vandalismo contra las obras de Ferrari y la puesta en escena de los derechos de un gobierno laico, el de la ciudad de Buenos Aires, frente al poder aurático de la Iglesia. Todo aquello había pasado en 2004 y el arte no había levantado esa temperatura en Argentina desde los tiempos de Onganía y su cruzada moralizante contra el Di Tella.
León había pasado entonces la barrera de los 80 años y estaba en el momento más radiante de su salud iconoclasta. Me gustaba pensar en él como en el "viejo punk" del arte. No tanto por esos collages con apariencia de flyer donde ridiculizaba la figura de, por caso, George Bush, sino por su vitalidad para seguir chocando donde el arte contemporáneo parecía rendido a un juego de seducción con los sponsors.
Confiábamos en festejar un siglo de León pero no pudo ser. El cuerpo, que aguantó bastante, se clavó en los 92 años que cumplió el 3 de septiembre de 2012. Su presencia pública, cada vez más esporádica, revelaba la fragilidad de su sistema inmunológico. Ferrari había nacido en Buenos Aires y su educación visual fue totalmente religiosa. Su padre Augusto construía y decoraba iglesias mientras León estudiaba en el colegio Guadalupe de Palermo, una escuela que no dudaba en definir como "nazi".
Con aquella muestra antológica en Recoleta, Ferrari puso en órbita problemas que iban más allá de la sensibilidad religiosa. Los sponsors que adoran (y premian) la trasgresión del arte contemporáneo se evaporaron como la espuma del mar cuando la cosa se puso fea. Ninguna marca quería pegarse ya al viejo punk que insistía con sus reproducciones renacentistas ensuciadas con caca de pájaro. La escatología estaba bien como adorno para la imagen pública y el branding pero cuando a la violencia de las imágenes se respondía con la violencia real del vandalismo ultra, el pacto se rompía.
Sin auspicios del mercado, el partido volvía al minuto cero: Estado vs. Iglesia. Esa era la cuestión de fondo y no tanto si lo de León era arte o panfleto, denuncia o blasfemia. Toda la muestra servía para que, con veinte años de democracia ininterrumpida, tuviéramos que preguntarnos si era necesario tener el aval de la iglesia para producir y mirar arte. Algo que parecía irrelevante y superado ya en la modernidad temprana se volvía en este país una cuestión actualísima.
Bergoglio llamó a Ferrari "blasfemo" por sus intervenciones sobre la iconografía religiosa pero ninguna autoridad de la iglesia calificó la potestad del aparato represor sobre su vida cuando desaparecieron a su hijo Ariel. Tal es el poder de las imágenes.
Con esa sonrisa espléndida ("de cura de campo", describió María Moreno) y una inexplicable melena plateada, León parecía Benjamin Button: envejecía rejuveneciendo. Su vida como artista había empezado después de los cuarenta años (nunca pudo explicar por qué pasó tanto tiempo fingiendo a un ingeniero mediocre) y su valoración en el mercado y el canon tardó mucho más. Recién en los años 90 el nombre de Ferrari empezó a integrarse como parte fundamental del arte latinoamericano y las colecciones y, sobre todo, los museos pujaron por sus obras históricas.
En 2003, la galería inglesa Tate Modern quiso comprarle su emblemática "La Civilización Occidental y Cristiana" (la obra que muestra a un Cristo de santería crucificado en un avión de guerra estadounidense). Ni medio millón de dólares en mano sirvieron para convencerlo. Si hubiera que ofertar hoy por esa obra habría que multiplicar por diez o veinte esa cifra.
No lo consagró el establishment sino su persistencia para jugar al arte tres veces por semana. Un poco por su necesidad de "buscar formas nuevas" y otro para decir, una y otra vez, que ningún hombre merece algo tan cruel como ese infierno que nos han pintado y que ningún hombre, como él, debería tener un hijo desaparecido.
Su taller en San Cristóbal era (un taller sin su artista deja de serlo) una explosión de color irredenta. Armarios y estantes rebosantes, una mezcla de santería pagana y bazar demencial. León se movía por entre sus objetos despacio, dosificando la energía. Verlo trabajar en sus notables cuadros escritos, donde por toda imagen había un texto biblíco transcripto a la tela y subvertido, contagiaba una serena intensidad. Nada parecido a la blasfemia en esa casa vieja regada por el sol.
La noticia online de su muerte advertía "nota cerrada por el tenor de los comentarios". Un indicio de que aquella muestra, en este contexto pos-Francisco, no sería posible.
Por Fernando García
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