Las narrativas del true crime: ¿cómo contar las historias de asesinos seriales?
El fenómeno de los asesinos seriales se ha convertido en uno de los hitos de la narrativa criminal desde los años 80, década en la que no solo estos criminales aparecieron como preocupación esencial de las fuerzas policiales en los Estados Unidos sino que también fueron el centro del espectáculo de los juicios televisados, protagonizaron las crónicas sensacionalistas y permearon la cultura popular con una extraña mezcla de terror y fascinación. El éxito del cine slasher en Hollywood, las canciones del punk o el death metal, la literatura sobre crímenes seriales son pruebas de ello. Pero con el correr de los años esa tentación de convertir a brutales criminales en una especie de estrellas de rock fue dando paso a la curiosidad por explorar los contornos de aquel fenómeno, el interés por las víctimas y los investigadores, la vocación de desnudar patologías y perversiones más allá de una mirada morbosa o azorada. ¿Qué historia contar si los asesinos ya no son los protagonistas?
Las nuevas series del true crime, de moda en este nuevo milenio, intentaron abordar aquellos personajes ya no como un fenómeno de excepción sino como producto de una sociedad cruel y violenta. La construcción de perfiles psicológicos, el establecimiento de modus operandi, el rastreo de entornos familiares y sociales disfuncionales sirvió para pensar la emergencia de criminales seriales como un fenómeno complejo y ya no como un exabrupto aislado. Algo similar a lo que había realizado el cine de gángsters en los años 30 con aquellos criminales de la Prohibición. En los primeros años del género, películas como El enemigo público o la Scarface de Howard Hawks observaban al gánster como una figura anómala, de comportamiento violento y espectacular, romantizada por los finales trágicos pese a las placas que advertían el peligro de elegir esa vía de espurio ascenso social. Con la llegada de Roosevelt a la presidencia el gansterismo se transformó en un fenómeno social atendido por las políticas del New Deal y las películas de la Warner de mediados de los 30 construían personajes enraizados en una comunidad, asediados por la pobreza y la desocupación, volcados al crimen por necesidad o desesperación. Algo de ello aparece en Ángeles con caras sucias o Héroes olvidados. El gánster no dejaba de ser un delincuente pero su construcción buscaba ampliar el espectro, mirar más allá de la retórica de su violencia.
En el caso de los asesinos seriales, muchas narrativas contemporáneas intentaron despojarlos de ese halo de fascinación que el público de los 80 le había atribuido. La mirada de David Fincher fue quizás la más ejemplar en este sentido, tanto en Zodíaco como en la serie Mindhunter el foco de atención pasó a los investigadores, figuras grisáceas que ejercen una labor minuciosa en el aprendizaje de conductas brutales y macabras, que por momentos bordean esa misma locura que persiguen. Así, para perfilar a un asesino es necesario pensar como él, tratar de seguir sus pasos, prever su accionar para detenerlo. Lo que revelan estas ficciones es que, para las policías de aquel tiempo, descubrir a estos criminales que mataban sin aparente motivación, que escogían víctimas al azar, que patrullaban las calles como cazadores, era una tarea casi imposible. Definir un perfil criminal afina la investigación y para ello se requiere de la intervención de disciplinas como la psicología o la sociología, una minuciosa exploración de la escena del crimen, un detallado interrogatorio a testigos y posibles sospechosos. Esa estructura que partía de los investigadores y dejaba al criminal en el misterio del final del relato, como un hueco destinado a llenarse en colaboración con el espectador, determinó también cómo pensar las narrativas del true crime en este nuevo milenio.
En estos últimos dos años Netflix estrenó varias docuseries que exploran casos emblemáticos de asesinos seriales. Algunas de ellas, como Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy (2019), creada por Joe Berlinger sobre su libro de entrevistas con el asesino, están afirmadas en la figura del criminal ya no como figura enigmática e inaccesible sino como representación de una clara patología. La conversación de Bundy, pieza clave de la fachada que le permitió eludir a la justicia e incluso fugarse de juzgados y detenciones, es el discurso del psicópata, deconstruido en su operatoria y revelado en el artilugio de sus procedimientos. Lo que Berlinger se propone es sacar a Bundy del enigma, mostrarlo sin glamour ni distinción, como el exponente de una sociedad que crea y luego desatiende estas individualidades. En este sentido, los años 70 en los Estados Unidos resultaron el perfecto caldo de cultivo para estos criminales, como revelan las ficciones de Fincher y cómo puede incluso rastrearse en películas como Taxi Driver de Scorsese. Los asesinatos políticos de los Kennedy, la derrota en Vietnam, el fracaso del flower power en los 60, el Watergate, el fenómeno de las megalópolis peligrosas como Nueva York o Los Ángeles. Sin servir de justificación para la emergencia de los criminales seriales, este contexto permite explorar sus peculiaridades y, por su puesto, prevenir su accionar.
Ted Bundy aparecía entonces como una figura atractiva, en parte por la apariencia construida en los medios, en parte por las peculiaridades de su operatoria. Algunos otros criminales como Edmund Kemper, Jerry Brudos o el mismísimo Charles Manson, todas figuras estelares de las dos temporadas de Mindhunter, contaban también con ese halo de extraña fascinación que la serie se encargó de exponer. Sobre todo en el caso de Manson cuya insignificancia va más allá de su menuda estatura y de la vacuidad de su rebeldía, de no haya matado a nadie sino ejercido su influencia sobre su llamada “familia”: lo que hay detrás de su discurso es una necesidad imperiosa de atención que de alguna manera los crímenes de Cielo Drive consagraron. Entonces, al estar cerca de los asesinos, al pensar los relatos con epicentro en su carisma o excepcionalidad, de alguna manera se cae en una trampa. Ahora bien, ¿cómo salir de ella?
Otras miniseries estrenadas por Netflix en estos años ensayaron otras estrategias. Más allá de que todas parecen resueltas a estirar la narrativa a cuatro o cinco episodios cuando podrían resolverse de manera más concisa, la clave de muchas de ellas supone alterar el punto de vista del relato. Un caso interesante es el de Asesino confeso (2019), producida por Robert Kenner, que sigue la pública confesión de Henry Lee Lucas de su participación en más de 300 asesinatos. A comienzos de los 80, Lucas fue detenido en Texas por dos asesinatos, el de una joven de 15 años y el de una mujer de más 80, y el día de su presentación en el tribunal anunció casi al pasar: “¿Y qué van a hacer con los otros 100 cadáveres?”. A partir de allí el frenesí de las fuerzas policiales de los Estados Unidos impulsó una catarata de confesiones que convirtieron a Lucas en el criminal estrella del país. Todo expediente parado terminaba con una firma del detenido. La figura de Lucas, su crianza en la pobreza de Virginia, su paso por la cárcel por el asesinato de su madre, su aspecto extraño y desaliñado, resultan el mejor camino para desentrañar el interés de la policía y la justicia por convertirlo en la llave para su eficiencia.
Asesino confeso se corre de la operatoria del criminal para centrarse en la funcionalidad de la confesión como fórmula para atribuir crímenes y cerrar casos pendientes. Lo que la miniserie devela es cómo ese vagabundo con un discurso errático y repetitivo, que padece problemas neurológicos desde su infancia debido a golpizas y maltratos, se transforma en una celebridad en tanto resulta útil para las fuerzas policiales y el entramado judicial. A partir de sus meteóricas confesiones, entabla amistad en la cárcel con una confesora religiosa, pide batidos de frutilla al comisario que oficia casi como un representante, viaja por todo los Estados Unidos para esclarecer delitos. Su memoria se organiza según las necesidades de los expedientes y la construcción de ese despiadado asesino serial comienza a despertar sospechas en fiscales, periodistas que siguen el caso y otros investigadores que perciben ciertas oscuridades en sus testimonios. De alguna manera no solo el criminal resulta despojado de toda excepcionalidad, sino que la exégesis de la investigación permite poner en cuestión el pretendido profesionalismo para exponer los intereses que muchas veces se dirimen detrás de detenciones y enjuiciamientos.
Otro abordaje interesante fue el que ofreció la británica El destripador de Yorkshire (2020) sobre el caso de un famoso asesino serial que aterrorizó al norte de Inglaterra a comienzos de los 80. Allí la identidad del asesino se preserva hasta el episodio final, como si fuera una trama de ficción, un exponente de la novela negra. Y el relato se concentra en las víctimas de un femicida que inicialmente es considerado un émulo de Jack El Destripador, de allí su bautismo mediático. Lo que va desovillando el relato son los supuestos detrás de la construcción del caso, las pistas que la policía desatendió por sus propios prejuicios y la indefensión de las mujeres frente al accionar del criminal pero también frente a la negligencia de las fuerzas del orden. La primera de las víctimas que no es una prostituta se considera “inocente” por la prensa y la policía, y es la que finalmente impulsa el interés de los medios porque hasta entonces las mujeres asesinadas no parecían merecer atención. La docuserie también expone cómo jugó para la policía el imaginario decimonónico de Jack El Destripador, la poca preparación para analizar las escenas de los crímenes y el perfil del atacante, y finalmente la intervención de la casualidad en la resolución. Ya no es la condición de genio del crimen del asesino serial lo que garantiza su impunidad sino las falencias de un sistema que no puede o no quiere detenerlo.
El último estreno del true crime de serial killers es el de Acosador nocturno (2021), docuserie que sigue los pasos del célebre “Night Stalker” que aterrorizó a la ciudad de Los Ángeles y sus alrededores a mediados de los 80. La estrategia aquí es nuevamente guardarse en la manga la identidad del criminal como si no existiera la historia para ir a buscarlo. Y el punto de partida es la pareja de policías que integran Gil Carrillo y Frank Salerno, especie de compañeros de una buddy movie encargados de investigar el caso. Carrillo es el policía de origen latino, joven y con iniciativa, aquel cuyas intuiciones parecen abrir posibilidades para la investigación pese a quedar empantanadas por la burocracia o la desidia de otros sectores de la fuerza. Salerno es una celebridad policial, famoso por haber atrapado a los “Estranguladores de la Colina” unos años antes. Ambos funcionan como una dupla que enhebra el relato a partir de la investigación de los sucesivos crímenes y apoyados en la dificultad de descifrar quién está detrás de ellos.
Lo que de alguna manera condiciona a Acosador nocturno es esta idea de sostener el misterio del criminal hasta el final, guardarlo como una revelación, como si ningún espectador conociera el caso, y de alguna manera presentarlo de manera elíptica, en sus apariciones en el tribunal, con sus signos satánicos, mediado por esa fascinación que despertó en sus admiradores. Richard Ramírez tuvo tal impacto en la comunidad de California porque sus crímenes escapaban a cualquier patrón de edad o sexo, porque ingresaba en viviendas por la noche, y ese azaroso comportamiento suponía un peligro extendido. La miniserie no visibiliza a las víctimas porque no pertenecen a un grupo definido, hay niños, varones adultos, mujeres, ancianos, blancos, asiáticos. Tampoco deconstruye al personaje, lo deja para el final, apenas lo sobrevuela, sostiene algunas claves de su crianza, la violencia intrafamiliar, el escueto satanismo, como posibles razones a su crueldad.
Estas nuevas narrativas que exploran esas figuras nacidas de la realidad, pero mitificadas por los discursos mediáticos y la penetración en la cultura popular, no siempre encuentran un enfoque atractivo para volver a exponer estas historias. La sensación de que las reconstrucciones ficcionales son pobres y repetitivas, de que las tomas aéreas con drones son un formulismo ya agotado, de que ciertos testimonios son digresivos y, sobre todo, esa idea de que se pueden construir como si los espectadores desconocieran absolutamente cualquier caso que puede rastrearse en Wikipedia, son los límites que hoy persisten en las docuseries de moda. El streaming facilita y estimula la producción, se convierten en un comodín de las plataformas y muchas veces se hacen sobre fórmulas agotadas y presupuestos inocentes. Si esa narrativa logra ser gravitante es quizás cuando se sale del corsé del asesino como anomalía o excepción, cuando puede enraizarlo en la sociedad que lo engendra, en el tiempo del que emerge. La clave tal vez esté en potenciar lo testimonial a partir de aquello que perdura más allá del efectismo de exhibir la maldad o la violencia como espectáculo.
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