Las cruzadas de Clint Eastwood
"Por esa época, la prensa había puesto demasiada atención en los derechos de los acusados por delitos, y eso no está ni bien ni mal, pero la policía estaba vista poco favorablemente y nadie estaba prestando atención a los derechos del público ni los de las víctimas. Fue entonces que pensé: hagamos una película acerca del sufrimiento de las víctimas; y creo que mucha gente que estaba frustrada por la situación se sintió identificada". Clint Eastwood recordaba así el contexto que en los años 70 lo llevó a filmar –al principio, junto al director Don Siegel– la serie de películas de Harry el Sucio, que fueron tildadas de fascistas por varios de los críticos más prestigiosos de su país, básicamente por la manera en que su protagonista, el detective Harry Callahan, descargaba sobre sus enemigos una violencia que se parecía menos al ímpetu justiciero que a la furia vengativa. Fiel a sí mismo, perfectamente consciente de sus taras, convicciones y prejuicios, y de su edad –como quedó demostrado en las últimas películas que dirigió y protagonizó, las obras maestras Gran Torino, de 2008, y La mula, 2018– sostiene cada uno de sus argumentos políticos e ideológicos, incluso después de haber consolidado una carrera como realizador de films con un punto de vista reflexivo, humanitario, sensible y hasta revisionista de los personajes más salvajes que le dieron buena parte de su popularidad.
Republicano de línea dura, conservador notable en un Hollywood masivamente demócrata, no puede decirse que por contar con casi 90 años Eastwood ya no tiene nada que perder: varias súperestrellas están dispuestas a trabajar con él y cada nueva película suya –ahora que mantiene un ritmo casi woodyallenesco de una por año– es una automática precandidata al Oscar. Y eso parece suceder con El caso de Richard Jewell, que se estrenará a comienzos de enero.
Reconciliados con los aspectos más polémicos de su filmografía –o al menos dispuestos a la discusión– algunos críticos estadounidenses intentaron, ante el estreno de este film, identificar un eje común; Todd McCarthy escribió en The Hollywood Reporter que "sus últimos cinco films –El francotirador, Sully, 15:17 tren a París, La mula y ahora éste– se han enfocado en hombres que hacen cosas extraordinarias, solo para verlas luego, para mejor o peor, sometidas a escrutinio".
El caso de Richard Jewell cuenta la historia real de un guardia de seguridad que fue erigido en héroe, cuando descubrió una mochila-bomba plantada en el Centennial Park de Atlanta durante los Juegos Olímpicos de 1996, para inmediatamente después pasar a ser demonizado apenas la prensa local revelara que el FBI lo había sindicado como sospechoso por ese mismo atentado. Los villanos de la película son la prensa –un periodismo capaz de llevarse puestos el bienestar y hasta la vida de cualquier ciudadano en su búsqueda de una historia vendedora– y los agentes federales que se obsesionaron con su sospechoso sin mayores indicios.
Siguiendo la idea de McCarthy, El caso de Richard Jewell parece superficialmente afín al del protagonista de Sully, el capitán Chesley Sullenberg, que en 2009 consiguió aterrizar su avión sobre el río Hudson con todos sus pasajeros sanos y salvos en una maniobra hábil, a pesar de cuyo heroísmo luego la compañía aérea cargó contra el piloto poniendo en duda la pertinencia de sus acciones.
Sin forzar demasiado el eje, teniendo en cuenta que se trata de un contexto y de detalles bastante diferentes a los de los años en los que Harry el sucio arremetió como un vendaval en la cultura popular norteamericana, las obsesiones de Eastwood parecen ser las mismas de cuatro décadas atrás: la inversión social e institucional de la carga sobre víctimas y culpables. Un mundo que, al menos en la cosmovisión del actor y director, cuestiona sus bases más profundas hasta quedar patas arriba.
Linchamiento mediático
El guion de Billy Ray se basa en el extenso artículo American Nightmare: The Ballad of Richard Jewell, publicado medio año después de los hechos en la revista Vanity Fair y en el que la periodista Marie Brenner indagaba de manera exhaustiva el linchamiento mediático al que había sido expuesto Jewell a partir del momento en que el diario The Atlanta Journal-Constitution puso en primera plana la intención del FBI de investigarlo como principal sospechoso del atentado de Centennial Park.
El caso se había construido según protocolos de la agencia federal de investigaciones: el guardia de seguridad –de por entonces 34 años– se ajustaba a su perfil del héroe-terrorista, o "el ponebombas-solitario" (cinco años antes del 11-S, hay que recordar). Es cierto que Jewell era un personaje por lo menos llamativo: infinitamente amable, servicial y con unas evidentes ganas de complacer a todo el mundo, solía sobreactuar sus tareas como agente de seguridad tratando de equipararlas con las de los del departamento de policía al que ansiaba pertenecer algún día, una actitud que le había costado varios empleos. Vivía con su madre, parecía tener una vida social muy limitada (y varios fracasos en sus relaciones de pareja), coleccionaba armas, salía de cacería y pasaba bastante tiempo en un polígono de tiro y tenía un par de problemas impositivos. Nada –incluso la tenencia de armas, en un país donde es un tema de la agenda diaria– tan fuera de lo común, pero Jewell llenaba todos los casilleros del "perfil" del manual del FBI, cuyos agentes enseguida lo pusieron bajo vigilancia y allanaron su casa, sometiéndolo a múltiples interrogatorios. Su vida y la de su madre se convirtieron en un calvario desde el minuto en que la periodista Kathy Scruggs, decidida a conseguir una exclusiva del que se había convertido en el tema local y nacional del momento, convenció a sus jefes de darle la primera página a una confidencia que acababa de conseguir de fuentes muy cercanas a la investigación.
La primera parte de la película sigue casi al detalle al artículo de Vanity Fair. El actor Paul Walter Hauser aporta tal convicción a este guardia con un notorio sobrepeso, una tendencia a hablar de más (acaso por inseguridad) y cierta solemnidad para tratar sus relativamente modestas tareas profesionales, que puede llegar a resultarnos francamente irritante y generar sentimientos contradictorios en el público. Sin embargo, el punto de vista de Eastwood es explícito desde el comienzo del relato y no hay el menor intento de crear suspenso al respecto: Jewell era totalmente inocente y fue víctima de un accionar irresponsable de parte de la prensa, que pronto cambió de perspectiva tan rápido como lo hizo el FBI, de héroe a principal sospechoso.
Aunque la bomba explotó matando a dos personas e hiriendo a unas cien, la alarma de Jewell impidió que el atentado se cobrara otras decenas de víctimas. "Creo que la de Jewell es una auténtica tragedia americana; cuando entendí cómo fue que ocurrió todo, cómo habían salido a cazar a este hombre, quise contar su historia", dijo Eastwood en una de las primeras proyecciones que tuvo la película, en el marco de un evento del American Film Institute. "Atlanta nunca había tenido un evento tan grande como esos Juegos. Y cuando a los dos, tres días de comenzar ocurrió esta explosión terrible y se sintieron obligados a encontrar a alguien a quien culpar, ocurrió que encontraron a la primera persona, la que más cerca había estado de los hechos. Resultó ser Richard Jewell, y todos simplemente se vendieron y no le ofrecieron las garantías básicas del sistema americano, que indica que toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. El FBI y los medios fueron desconsiderados. Alguna gente buena puede hacer cosas malas y hay que saber lidiar con eso. Pero Richard era una persona amable a la que le dieron un muy mal trato".
Hazme el día
Como Eastwood no juega con ningún factor sorpresa, sino con el interés dramático y los detalles propios de la historia, se puede contar que casi siete años después de los hechos apareció, tras cometer otros atentados, el autor de la bomba de Atlanta. Jewell, que ganó varios juicios casi millonarios a grandes medios –gráficos y televisivos– por difamación, murió en 2007, a los 44, debido a sus problemas cardíacos.
Pero aunque la discusión acerca de la inocencia de Jewell quedó saldada hace rato, y que incluso el documentalista Michael Moore –que se ubica políticamente en las antípodas de Eastwood, al menos en la percepción general del público– hizo un alegato en su favor en su momento, toda declaración que el actor de Harry el sucio haga a través de su palabra o sus films, enciende las alertas de la prensa y los opositores políticos. Después de todo, la frase con la que Harry Callahan invitaba a su enemigo a darle un motivo válido para descerrajarle un tiro ("Vamos, make my day"; hazme el día) fue adoptada públicamente a principios de los 80, un poco como chiste y no tanto, por el entonces presidente Ronald Reagan, y hoy su imagen ha quedado indisolublemente ligada a la derecha republicana.
Incluso antes de su estreno estadounidense, con apenas unas cuantas proyecciones en su haber, El caso de Richard Jewell ya había despertado varias controversias. El retrato de Kathy Scruggs ha sido uno de sus aspectos más cuestionados, no tanto porque se la muestra como una periodista inescrupulosa y hambrienta de fama, sino porque se indica de manera explícita que obtuvo el dato fundamental para su nota de su fuente en el FBI a cambio de sexo. Scruggs no está hoy para defenderse ni acusar a Eastwood, porque murió hace 18 años, pero a pesar de que al principio es efectivamente retratada como un monstruo, eventualmente el guion le dedica una pequeña reinvindicación. Consultado por The Hollywood Reporter, el actual director de The Atlanta Journal-Constitution, Kevin Riley, señaló que "no hay evidencia de que esta transacción (información por sexo) haya ocurrido; nada que pruebe que así fue cómo Kathy consiguió la historia". Y agregó: "ya es una historia suficientemente dramática de por sí. ¿Por qué iba un narrador a querer agregar un detalle que no solo es insultante, sino también innecesario en términos dramáticos? (…) Es alarmante cuando uno ve que esto está ocurriendo en Hollywood. Si hay un lugar en el que debería haber una gran conciencia y sensibilidad acerca de cómo son tratadas las mujeres, ese debería ser Hollywood".
Respecto de su presunta embestida contra el periodismo, muchos la ven alineada con los arrebatos de Donald Trump. "En esta época en que el periodismo todo se encuentra bajo ataque desde muchos flancos –agregó Riley–, que una película caiga en este tipo de discurso y refuerce un estereotipo tan falso, está definitivamente mal".
En The Daily Beast, el periodista Nick Schager traza una línea directa entre las intenciones del director y su relación con el partido republicano (en un artículo titulado: "Eastwood declara la guerra contra los medios ‘corruptos’ y el FBI") y lo acusa de hacer "una denuncia caricaturescamente sesgada contra los agentes federales y la prensa que funciona como una suerte de arremetida políticamente motivada, al estilo del Twitter de Donald Trump, aunque disfrazada de thriller tipo David v. Goliath". El caso de Richard Jewell, prosigue Schager, "ha sido diseñada desde su origen como una campaña en favor del discurso trumpiano acerca de la corrupta villanía del FBI y los medios. No hace el menor esfuerzo por leer esas nociones políticas en el caso real, de tan ocupado que está por echárnoslas en la cara (…). La Historia ha sido pervertida hasta convertirla en propaganda, y por lo tanto es el mismo tipo de fake news que la película –y la audiencia a la que esta apunta– pretende, de manera hipócrita, estar denunciando".
Registrado como republicano desde los 50, Eastwood se autodefine como un "libertario", que ya no presta tanta atención ni a un partido ni a otro, y una gran parte de su obra lo respalda, por lo que ninguna lectura ideológica debería ser automática ni obvia. En los últimos 30 años, esta exestrella del western spaghetti se convirtió en el responsable del que fue considerado el gran film crepuscular y revisionista del cine del Oeste, Los imperdonables; fue capaz de hacernos sufrir junto a un criminal encantador en Un mundo perfecto; reflexionó sobre los enconos más irracionales de varias generaciones de veteranos de guerra –encarnando él mismo esa irracionalidad, en su personaje en Gran Torino– y llegó a plasmar dos caras de la contienda bélica más salvaje del siglo XX, con su díptico Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima.
Pero un póster pegado en la pared de la oficina del abogado Bryant, cuya determinación protegió a Jewell de un destino aun peor, parece encapsular buena parte de lo que Eastwood piensa hoy realmente, en materia de política, a través de sus películas: "Le temo más al gobierno que al terrorismo".