Lady Di y el príncipe Carlos: el matrimonio que no conoció el amor
La lucha de una mujer que se ganó el corazón de todos, menos el de su propio marido
“No ser amados es una simple desventura; la verdadera desgracia es no amar”, sostuvo Albert Camus. Algo de las ideas del escritor francés definen la tormentosa vida marital de Lady Di, fallecida trágicamente hace 20 años. Un vínculo anómalo solo sostenido por las formalidades protocolares. Un amor que quizás no nació nunca y que solo fue una entelequia con fecha de caducidad.
Diana Frances Spencer solía caminar por el pueblo de Sandringham, en el que había nacido, para evadirse del tormento que se vivía puertas adentro en la magnífica residencia familiar de seis mil hectáreas. Su padre, John Spencer, Vlll Conde Spencer, solía ser violento con su madre, Frances Ruth Burke Roche, hija del lV Barón de Fermoy. La cuna noble y aristocrática no impedía que el matrimonio se enfrentase violentamente y utilizara un lenguaje soez en medio de los gritos y el llanto de sus hijos como espectadores agobiados por el drama familiar.
La joven Diana recorría llorando, a pie o a caballo, los caminos rurales de su tierra. La escasa población del lugar hacía que, casi siempre, no se topase con nadie, lo cual le permitía desahogarse en libertad. La pradera y los animales eran únicos testigos silenciosos de sus lágrimas. En esos recorridos angustiados, Diana rondaba el perímetro de Sandringham House, la casa de campo de la familia real británica de 32 kilómetros cuadrados de terreno. La tercera, de los cuatro hijos de los Spencer, divisaba a lo lejos el castillo e imaginaba que, a pesar de los lujos y privilegios, esa vida era un modo de esclavitud. Se repetía a si misma que sería libre y que jamás se sometería a los designios de nadie para no sufrir como su madre. Es que su imagen del matrimonio era ciertamente disfuncional. El modelo no era el mejor. Con todo, ella no reprimía sus sueños de mujer e imaginaba a un hombre amoroso que la acompañase en su ilusión de la maternidad y de formar una familia muy diferente a la que construyeron sus progenitores. Paradójicamente, fantaseaba con alguien que trabajase en el Estado.
Algo en común
Los Spencer tenían vínculos con la familia real. En noviembre de 1977, el heredero al trono del Reino Unido, Carlos Felipe Arturo Jorge Windsor , hijo mayor de la reina Isabel ll y del príncipe Felipe, Duque de Edimburgo, visitó la casa de los Spencer acompañado de su perro labrador. La apacible jornada en el campo encontró a todos conversando animadamente. El joven, de veintinueve años recién cumplidos, se dejaba cortejar por Sarah, una de las hermanas. Sin embargo, sus miradas estaban centradas en la más chica de los Spencer: Diana, de tan solo 16 años, con algunos kilos de más, sin demasiado cuidado en su vestimenta y siempre con su cara sin maquillar. Cuando Carlos cumplió los 30 años, invitó a su fiesta a Sarah, pero le pidió que fuese acompañado por su hermana. A Sarah no le cayó del todo bien el convite compartido imaginando las intenciones del muchacho.
Luego de aquella velada, Diana y Carlos coincidieron en eventos sociales. Ella era una adolescente virginal que nada quería saber con hombres. Quería ser maestra jardinera debido al amor que siempre sintió por los niños. Por otra parte, su espíritu independiente la llevó a conseguirse empleo desde muy chica. No era de las jóvenes que esperaban manutención de sus padres y luego de su marido.
Las reuniones comunes se sucedieron. Carlos visitaba frecuentemente a los Spencer. De a poco, fue cortejando a Diana con palabras de afecto y signos de un interés especial ante la desazón de Sarah. Los padres de la chica veían con agrado estas insinuaciones, era el yerno perfecto que manejaba muy bien sus palabras y se ajustaba a la sobriedad de su clase y de la idiosincrasia inglesa. Finalmente, aquellas insinuaciones algo juguetonas de Carlos hacia Diana fueron tomando espesura y seriedad. El destino hizo lo suyo, él fue todo lo galante que espera una mujer y ella se dejó seducir.
Diana y Carlos comenzaron su noviazgo a puertas cerradas y bajo la dinámica que imponen determinados condicionantes sociales y políticos. Así fue que, tal como marca la discreción real, la pareja, al comienzo, no se mostraba en público. Pero los paparazzi rápidamente iniciaron las guardias con la intención de retratarlos juntos. La tímida maestra jardinera no entendía demasiado ese mundo de relaciones protocolares y mucho menos el agobio de sentirse perseguida por los reporteros gráficos. Esta invasión a su privacidad comenzó a menoscabar su sentido del humor. Luego, la personalidad de Carlos y la vida en palacio terminarían por dañar su carácter hasta enfermarse con depresión y bulimia.
Diana salía de su trabajo en una guardería y era asediada por los fotógrafos y periodistas. Vivía en Londres con dos amigas y utilizaba un pequeño automóvil con el que escapaba de la prensa con maniobras peligrosas que ponían en riesgo su vida. Uno de sus artilugios libertarios era atravesar semáforos ni bien se ponían en rojo para que, de esta forma, la caravana de vehículos con fotógrafos quedase atrapada ante la señal que impedía el paso. En esos tiempos, Carlos ya era muy amigo de Camilla Parker Bowles, una noble de menor linaje, y hasta se la había presentado a Diana.
En el Palacio de Windsor, en 1981, finalmente Carlos de Gales le propuso casamiento a Diana Spencer. Ella no estaba segura de emprender esa vida tan especial, tan poco frecuente. ¿Acaso la joven maestra estaba dispuesta a perder su libertad para someterse a los protocolos reales y llevar una vida sin anonimato a pesar de ser una mujer sumamente tímida que detestaba hablar en público?
Una boda con brillos opacos
El 24 de febrero de 1981 Diana y Carlos se comprometieron. Una multitud los esperaba en las afueras del Palacio de Buckingham para felicitarlos. El 9 de marzo se realizó la ceremonia oficial en el Goldsmith Hall de Londres. Ella lucía un vestido negro sumamente elegante. Diana comenzaba a hacer gala de su buen gusto, sobriedad y belleza. Sin embargo, Carlos le recriminó el color de su atuendo por considerarlo exclusivo para los lutos, según el protocolo real. Lo hizo de mal modo, lo cual afectó mucho a la novia, quien lució triste durante la reunión.
En esos tiempos previos a la boda, Carlos seguía manteniendo una comunicación fluida con Camilla. Hablaban asiduamente por teléfono al punto tal de generar en Diana celos y hasta la necesidad de querer renunciar a su boda. El la convenció para que despejase esos fantasmas de su mente y disfrutase de su nueva vida. Sin embargo, Diana, quizás con ese instinto que solo tienen las mujeres, sabía que “algo” sucedía entre su futuro marido y la esposa de Andrew Parker Bowles. Y ese “algo” era mucho más que una amistad.
Se acercaba el mes de julio previsto para el casamiento y Diana se cuestionaba cada vez más su decisión. Ya no solo le oprimía el pecho el solo imaginar a Carlos y Camilla juntos sino que no se terminaba de acomodar a los protocolos y mucho menos a los malos modos de su futuro consorte. Carlos no era violento, pero se mostraba apático con Diana, poco afectuoso y jamás le propició una palabra elogiosa. Con vistas a la majestuosa boda, se realizaron varios ensayos previos. En definitiva, la ceremonia tendría más de puesta en escena teatral que de unión de amores compartidos. Diana, luego de cada simulacro, se encerraba a llorar desconsoladamente. Carlos no era el estilo de marido que ella anhelaba y el fantasma de Camilla no desaparecía de su mente. Al contrario, se había vuelto una obsesión. Noche y día, pensaba en ella, aún sin tener certezas sobre qué tipo de vínculo la unía a su futuro cónyuge. La bulimia había comenzado a minar su cuerpo. El diseñador del inmaculado traje blanco, David Emanuel, ajustaba el talle una y otra vez. Siempre era un número menos. Un signo de la gravedad del estado de salud de Diana.
El miércoles 29 de julio de 1981, la ciudad de Londres amaneció distinta. A pesar de los pronósticos de una lluvia veraniega intensa, el clima permitió el desarrollo de la boda de Diana y Carlos con total normalidad. La catedral anglicana de San Pablo, en Ludgate Hill, a pocos metros del río Támesis, lucía más deslumbrante que de costumbre. Imponente. El marco perfecto para la ceremonia más destacada en años en la historia de Inglaterra. Más de cien mil personas se volcaron a las calles para ver pasar los carruajes reales, sobre todo el que conducía a Diana con su padre. Y luego, a Diana y a su flamante esposo Carlos.
La noche anterior, la novia la pasó en la residencia oficial Clarence House. Cenó en abundancia, pero se provocó vómitos, un patológico hábito ya incorporado. Durmió poco. Lloró demasiado. Los maquilladores debieron hacer malabares para reconstruir los ojos hinchados por la falta de descanso y el efecto implacable de las lágrimas. Diana debía lucir espléndida. Incluso esta fue una directiva de la reina Isabel ll a todo el personal. La relación entre ambas no era buena, ni mucho menos. Pero la suegra con corona no se permitiría dar la bienvenida a una mujer con cara sufriente. Eso no es digno de la realeza, que solo muestra una vida armónica y lujosa. Sin embargo, el casamiento se embadurnó de brillos artificiosos. A la luz del tiempo, brillos opacos.
La carroza se estacionó luego de bordear las aguas del Támesis. Novia y padre descendieron ante los saludos del pueblo. Desde que se puso de novia con Carlos había sido instruida en un estricto protocolo que ella no comprendía y le parecía artificial, a pesar de proceder de cuna aristocrática. Esto era distinto. De hecho, no fueron pocas las veces en las que la familia real la reprendió por no saber cómo comportarse en público. Sin embargo, su perfil bajo, sus buenos modos, y su humildad fueron conquistando a todos, menos a la familia política.
La ceremonia se llevó adelante sin sobresaltos. Pero Diana se esforzó por encontrar lo que no quería ver: Camilla estaba sentada en un lugar de privilegio del templo. “Mi boda fue el peor día de mi vida”, confesó Diana Spencer en el recién estrenado documentalPrincesa Diana: en primera persona emitido por la señal de la National Geographic. El film desnuda grabaciones realizadas por Lady Di a instancias de su biógrafo. Sus declaraciones son escalofriantes y desnudan el tormento de una mujer que logró todo con un costo demasiado alto.
El matrimonio mostró ciertas particularidades desde el comienzo. La conducta de Carlos no era la más habitual para un recién casado. Ya en la luna de miel, el marido cargó en su equipaje ocho novelas para leer, según confesó Diana en el documental de NatGeo. Evidentemente, disfrutar de las charlas con su mujer o entregarse al sexo frecuente y apasionado de un estrenado vínculo no estaban entre sus planes.
Las sospechas de Diana terminaron por confirmarse en el barco donde realizaban el viaje de placer. A Carlos se le cayeron dos gemelos, regalo de Camilla, y hasta sorprendió a Diana con dos fotos de su “amiga” en la agenda personal. El negaba un idilio ante los reclamos de su esposa. Pero, por cierto, las fotos en la agenda dejaban entrever una “amistad” demasiado estrecha.
El viaje fue un calvario para Diana. Y la estadía en la residencia escocesa de Balmoral, un verdadero suplicio. Su bulimia se incrementaba con los días. No dejaba de darse atracones y vomitar. Carlos comenzó a descubrir los problemas de salud de su mujer sin saber cómo reaccionar. Su mayor preocupación era que la opinión pública no se enterara. Ya se sabe, en la realeza todo es cuestión de imagen. Diana Spencer se había convertido en la princesa de Gales y no podía permitirse semejante flaqueza ante la gente. Todo estalló cuando Carlos telefoneó a Camilla en plena luna de miel. El principio del fin. Un colofón demasiado prematuro para una historia que transitaba sus primeras páginas. Prólogo y epílogo se unían en este drama.
Sinsabores de la vida en palacio
Diana se fue acomodando a sus nuevos compromisos. Puertas adentro del Palacio de Kensington, lugar londinense de residencia de la pareja, la indiferencia de Carlos era notable. Sin embargo, el hacía de cuenta que nada sucedía y todo seguía su ritmo. Viajes protocolares, eventos sociales, y compromisos de la más diversa índole nutrían una agenda que debían respetar juntos y por separado.
Cuando no cumplía con protocolo alguno, Diana se encerraba a llorar. Así, día tras día. Más de una vez, pidió al personal de servicio soledad para poder pasar horas enteras sin ver ni escuchar a nadie. La reina Isabel estaba visiblemente molesta con su accionar. Casi nadie sabía de su enfermedad y los que conocían el cuadro, no lo entendían o le restaban importancia. Los psiquiatras ayudaron a Diana a sobrellevar su depresión e intentar, junto con los médicos clínicos y nutricionistas, solucionar la bulimia.
Diana tenía 20 años cuando fue madre por primera vez. La llegada de Guillermo la colmó de felicidad, aunque debió transitar el embarazo con la nula contención y ayuda de Carlos. Se dice que, en cierta ocasión, la joven se tiró por las escaleras para llamar la atención. La reina se horrorizó, pensó que Diana estaba definitivamente alienada. Según refleja el documental Princesa Diana: En primera persona, la fecha del parto fue escogida de acuerdo a los compromisos de polo del padre de la criatura por nacer. El pueblo, una vez más, salió a las calles para celebrar la maternidad de Diana. Aunque ella, producto del calvario personal, se sumió en la denominada depresión post-parto.
Al tiempo, llegó el segundo hijo: Harry. Carlos buscaba una nena, por eso Diana le negó el resultado de las ecografías. A esta altura, Lady Di alternaba entre su rol de madre y sus compromisos oficiales. Debido a su bulimia, en cierta ocasión se desvaneció en público, lo cual no fue perdonado por su marido. Una princesa no se desmaya ante la gente.
Icono popular
De a poco, Diana fue encontrando su lugar y la manera de cumplir con sus deseos. Los médicos la acompañaron en este proceso. Le costó dejar atrás una bulimia que ponía en serio riesgo su vida. También pudo acomodar sus pensamientos y superar esa depresión que todo lo convertía en oscuridad. Ya recuperada de sus enfermedades, aunque con controles permanentes, Diana fue cimentando un temple que le permitiese atravesar tempestades. Sus niños y su mayor compromiso social le hicieron ver un costado nuevo de la vida. Un lugar más luminoso que la opacidad de su vínculo matrimonial.
Mientras tanto, la relación de Carlos con Camilla era un secreto a voces que, incluso, había llegado a la opinión pública. Tal era la trascendencia del vínculo de los amantes que Camilla debía soportar guardias periodísticas en la puerta de su casa durante todo el día.
Esta adversidad la convirtió a Lady Di en una figura cada vez más popular. La gente la apoyaba. Su agenda ya no incluía solamente los eventos junto a su marido o los impuestos por la casa real. Su vocación solidaria la llevó a vincularse con entidades de bien público en Inglaterra y en diversas partes del mundo. Llegó hasta África y no dudó en estrecharles la mano a enfermos de HIV y abrazarlos con amor, algo no del todo bien digerido por sectores pacatos. Así fue dibujando una nueva personalidad. Y ganando el corazón de todos. Los hospitales la convocaban para galas benéficas y ella iba gustosa. En no pocas oportunidades, visitaba guardias y salas de cuidados intensivos a los que llegaba de sorpresa. Los niños y los enfermos terminales solían contar con su palabra de aliento, sus caricias y su ayuda monetaria.
Estas acciones generaban una dualidad en la familia real. Por un lado, no soportaban la fama ascendente de Diana y la devoción de la gente por su princesa. Pero, asimismo, buscaban sacar rédito con la buena imagen que la familia real lograba a través de ella. Pero el ciudadano de a pie sabía diferenciar. Diana no era Carlos ni Isabel ll. Diana era Diana, la princesa del pueblo. Carlos no toleraba que, en los eventos públicos, la gente ovacionara a su mujer más que a él, que ella fuera el centro de la escena. El milagro había sucedido, Diana era mucho más querida y solicitada que su esposo.
Un matrimonio con final anunciado
Se dice que Diana tuvo varios intentos de suicidio y varios episodios de flagelación corporal. Aunque sus hijos y su tarea social la hacían sentir realizada, estaba atosigada por una vida matrimonial que no la hacía feliz.
Uno de los momentos más críticos de la pareja fue cuando acompañó a su marido al cumpleaños de la hermana de Camilla. A pesar de que el plan no era de su agrado, tenía objetivos muy claros que la impulsaron a formar parte de la fiesta. En medio de la reunión, Diana fue en busca de Carlos. Lo encontró en animada charla junto a Camilla y una tercera persona. Para sorpresa de su marido, pidió quedarse a solas con Camilla. En esa breve conversación le confesó a la mujer que sabía cuál era el vínculo real que la unía a su esposo. Camilla negó todo. De regreso, él la enfrentó y le hizo un escándalo. Pero Diana sentía un gran alivio. Una mochila menos para cargar. Con los roles establecidos, decidió que ya no había lugar para ella en ese trío que jamás deseó integrar. Así como nunca soñó con ser reina.
A Diana de ningún modo la desvelaron los brillos de la corona. Será por eso que fue quien tomó la iniciativa de la separación. El divorcio escandalizó a los sectores más conservadores de la sociedad. El 28 de agosto de 1996 el matrimonio se separó oficialmente convirtiéndose Diana en la primera princesa no real de la historia, pero conservó su residencia en el Palacio de Kensington e intentó siempre mantener buenos lazos con la familia real. Hasta el final debió cumplir con lo protocolar. Tal es así que debió regresar a la reina Isabel ll la Tiara de los Enamorados de Cambridge. Pero eso no le importó. Era solo un insignificante precio que debía pagar en busca de su libertad.
Crió a sus hijos con notable amor maternal y se dedicó a la tarea social con mayor énfasis. En los ratos libres ya no lloraba. La música de Elton John, Diana Ross o Lionel Richie, sus cantantes favoritos, acompañaban sus noches. A pesar del divorcio nadie podía dejar de ver en ella a Lady Di. A Diana Spencer, la princesa del pueblo, la que no nació para ser reina. La que sufrió, en términos de Albert Camus, la desventura de no ser amada por Carlos y la desgracia de no disfrutar amar a su marido. La protagonista de una historia de amor real y ficticia. Paradojas del destino.
Edición Fotográfica: Fernanda Corbani
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