La vigencia de Federico Fellini, a cien años de su nacimiento
La cámara muestra el interior del legendario Teatro Cinque de Cinecittà, en Roma, pero no es por un film de ficción: es una ceremonia fúnebre. Sobre una tarima custodiada por cuatro carabinieri en uniforme de gala, se alza un féretro; allí descansará, para siempre, Federico Fellini, el realizador que en vida había hecho suyo ese estudio, el número cinco, y que se había ausentado de este mundo el día anterior, el 31 de octubre de 1993.
Concluía así una vida que se había iniciado en Rímini, 73 años antes, el 20 de enero de 1920: hoy se cumplen 100 años de su nacimiento. El film es el tributo que, con el título In morte di Federico Fellini, le dedicó el documentalista Sergio Zavoli. El final muestra la unánime despedida de los habitantes de Rímini, donde sería sepultado, con una Giulietta Masina -su esposa de toda la vida- deshecha en lágrimas. El gran Federico pasaba a integrar, así, el Parnaso de las artes de Italia: con él, el cine alcanzó su máxima expresión. Su legado es su concepción del cine, pero Fellini también impuso su personalidad como dibujante y guionista, con una estética desafiante, que lo enfrentó tanto con la Iglesia como con la izquierda; su vida sentimental, por otra parte, alimentó su caudal ficcional.
Se había iniciado como guionista y ayudante de dirección en plena fiebre del neorrealismo, en hitos como Roma, ciudad abierta (1945) y Paisà (1946), junto con Roberto Rossellini.
Ya como realizador, desarrolló una filmografía de veinticuatro títulos, entre largos y episodios, desde Luces del varieté, de 1950, hasta La voz de la luna, de 1989, esta vez sobre base literaria preexistente, Il poema dei lunatici, de Ermanno Cavazzoni. Su proyección internacional le deparó premios en Cannes y cinco Oscar de la Academia de Hollywood, el último de los cuales le fue otorgado a la trayectoria, seis meses antes de su muerte.
Pero fue La dolce vita (séptimo título de su filmografía, después de aciertos como El Sheik, Los inútiles o La strada) la que produjo un verdadero revuelo, al principio bastante hostil: el espectador italiano no estaba habituado a malabarismos de cámara ni a enfrentarse con provocativas situaciones eróticas.
La inesperada consagración fue cuando La dolce vita se alzó con la Palma de Oro de Cannes; no figuraba entre los favoritos, y la sanción del jurado desconcertó. Fellini continuó filmando durante 30 años, pero ese film quedó como la irrupción de una arrasadora modernidad en el cine por su manejo compartimentado de la continuidad narrativa y, además, por el estallido de un imaginario inédito: la religiosidad de Roma mezclada con una vida disipada.
Sucedió que el presidente del jurado de Cannes no era un hombre de cine, sino un prócer de la literatura francófona, el belga Georges Simenon, profundo admirador del aún joven Federico, a quien le llevaba 17 años. A Simenon le tocó decidir una elección que venía muy peleada.
Un punto candente de la controvertida figura del cineasta involucra al complejo universo femenino, algo que en el momento actual adquiere una consideración preponderante por los movimientos de reivindicación de la mujer. Esto apunta tanto al currículum personal-biográfico de Fellini como a la galería de sus seres de ficción, ítems que en este caso están intrínsecamente vinculados. Sus múltiples relaciones se instalan en sus films y en sus dibujos en metamorfosis hiperbólicas.
El opus que apuntaba a reunir algunos de sus mitos femeninos fue La ciudad de las mujeres (1980). Su alter ego sería, otra vez, Mastroianni; ahora era Marcello Snàporaz, y resultó una suerte de sátira antimachista a sí mismo, pero también al wooman power a ultranza, cuando un ejército de mujeres que asisten a un simposio se precipitan sobre el protagonista para "condenarlo", a él y al tal Katzone.
En la realidad, los reiterados vínculos extramaritales de Fellini eran, para él, verdaderos amores; con Sandra Milo (la voluptuosa y anticuada femme fatale de 8½) se vio durante 17 años, mientras que con Anna Giovannini, la farmacéutica que lo ayudó a superar una profunda depresión, el vínculo duró más de treinta años, en los que la mujer devino en una suerte de "esposa paralela".
En cuanto a fantasías de lo femenino, su obra más paradigmática -y seguramente la mejor- fue 8 ½ (1963, Oscar al mejor film extranjero), en la que desborda su maestría para orquestar un relato atravesado por cruces temporales y, de nuevo, una cámara de alucinante vertiginosidad. Allí, Mastroianni es Guido Anselmi, un realizador de ficción en crisis, ante un film cuyo rodaje no logra arrancar. En la espera, evocaciones de su niñez alternan con la llegada de su amante y de su esposa, y hasta la de "la mujer ideal" (una etérea Claudia Cardinale).
Si en la ficción convivían la esposa de Guido Anselmi (Anouk Aimée) y su amante (Sandra Milo), en el plano real la Milo y Giulietta mantenían diálogos cordiales, según declaró varias veces la sensual Sandra. Ambas convivirían en el siguiente largometraje de Fellini, Giulietta degli spiriti (1965), un estallido de visiones demoníacas que emergían del inconsciente de la heroína. Pero, yendo más atrás, el motor inicial fue la fascinación del Federico adolescente por una figura femenina asociada a Juno, la divinidad de grandes senos que, en la mitología romana, encarna a la diosa de la maternidad.
Amarcord era un producto neto de "la estética del artificio", pero Federico cometió el error de mantener, para el personaje, su nombre de pila. Todo lo demás, en Amarcord, era ficticio. El nombre de la ciudad no se menciona, pero todos sabían que se trataba del solar natal del realizador. Se supo también que Fellini no había filmado "ni un solo metro de celuloide" en Rímini. Todo, en efecto, lo recreó en Cinecittà: hasta el transatlántico Rex es un enorme cartón pintado que se desplaza sobre olas de plástico.
Esa estética, tan cara a Fellini, es explicitada por el propio realizador en Sono un gran bugiardo (Soy un gran mentiroso, 2002), el sagaz documental de Damian Pettigrew. "Las imágenes de Rímini que guardo en mi memoria -confiesa- las considero más verdaderas que la Rímini real, geográficamente comprobable".
En julio de 1993, Federico, de regreso de Hollywood con su quinto Oscar, escapa secretamente a Zúrich, donde se somete a una cirugía del corazón, y luego se recluye en Rímini (¡en el Grand Hotel, el mismo donde resplandecía la Gradisca!). Al mes, sufre un ictus cerebral: resurgen sus viejas supersticiones y el miedo a la muerte, pero ahora con una amenaza concreta.
Sin embargo, se repone, y el 17 de octubre vuelve a Roma. En tanto, Giulietta también se indispone y es internada en terapia intensiva. Débil y sacudido por la afección de su compañera de toda la vida, el 19 de octubre Federico sufre otro ictus, que esta vez lo precipita en un coma del que ya no saldrá. Moriría después de trece días de agonía, el 31 de ese mes.
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