La tentación de Gustave Flaubert
Era un gigante rubio, panzón, con bigotes cuyas guías sobrepasaban el mentón, ojos azules, entrecerrados pero muy alertas. Lo comparaban con un vikingo y con razón, porque había nacido normando de pura cepa, en 1821, en Rouen, donde murió en 1880. Hoy lo compararíamos, no sin justicia, con Obélix. Se llamaba Gustave Flaubert. Escritor, firmó algunas de las novelas fundamentales del siglo XIX y de la historia de la literatura: "Madame Bovary", "La educación sentimental".
Como muchos de sus colegas y contemporáneos, su pasión secreta fue el teatro. No sólo por el amor al arte: en ese tiempo, mediados del siglo XIX, un éxito teatral representaba, además de la gloria, un ingreso considerable que podía convertirse en una fortuna. Pero Flaubert se preocupaba menos por su propia dramaturgia (escasa, como se verá) que por la obra de su íntimo amigo y paisano, otro normando, Louis Bouilhet. Piadosamente, la posteridad ha olvidado a Bouilhet. En su momento, la fama de Flaubert contribuyó a que algunas de sus obras se pusieran en escena, con escasa repercusión, hasta cuando la protagonista fue nada menos que Sarah Bernhardt y el mismísimo Flaubert la dirigió. Fue "Mademoiselle Aisée" (1871), que no pasó de unas pocas representaciones. Pero el contacto con el medio teatral fascinó, como siempre ocurre, al novelista.
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Gran lector, había devorado a Shakespeare y a Sófocles -cuyas tragedias pretendía aprender de memoria- y se enfrascaba en Moliére, "tan burgués si lo comparamos con Shakespeare". En 1858 se manifestaba aterrado, en su correspondencia, de que su obra maestra, "Madame Bovary" pudiera ser llevada a escena. Y en 1860 se resolvió por fin a escribir una pieza. Su eterno costado infantil le hizo imaginar que el vehículo ideal para su musa sería una "comedia fantástica o de magia". Se llamó "Le Chateau des Coeurs" y, en opinión de los amigos a quienes la leyó, era un engendro imposible.
Flaubert guardó entonces en un cajón su fantasía. Pero insistió, en 1874, con una comedia dramática, "El candidato", que no superó dos representaciones. Irónicamente, su único verdadero triunfo dramático es el texto admirable de "Las tentaciones de San Antonio", un libro que le llevó treinta años escribir y que hasta hoy resultó irrepresentable por las exigencias escénicas imposibles de satisfacer. En la actualidad, tan sólo un gran teatro, dotado de todos los adelantos técnicos, podría presentarlo. Si ahora es posible ofrecer completo el "Fausto" de Goethe, con la complicada maquinaria que requiere, otro tanto podría ocurrir con "Las tentaciones de San Antonio". Con un director genial, claro está.
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