La sociedad secreta de los lectores de Rayuela
Desde que vinieron a España se constituyó aquí una especie de agrupación de locos que se parecían a los locos que se leían Rayuela como si la novela de Cortázar fuera un breviario para vivir. Nos aprendíamos las letras, nos bebíamos su música, éramos socios fijos de esa especie de sociedad secreta que poco a poco cautivó a más gente, hasta que fuimos una legión buscando entradas, discos, enlaces en Internet; hubo un día gozoso en que me fue dado a mí (y a otros, naturalmente) la posibilidad de conocerlos entre bastidores.
Decía Enrique Urquijo (el músico español de Los Secretos) en la canción que hizo a partir de una melodía en la que trabajaba Sabina, que es posible que los artistas se vuelvan vulgares "al bajar de cada escenario". Pues, en el caso de Les Luthiers, lo que se producía era una ascensión desde la sencillez y la gracia a la inteligencia de la sencillez; ni un gramo de grasa ni un átomo de arrogancia. Cada uno de ellos, los que ahora se quedan huérfanos de hermano y este hermano que acaba de morir, era lo que era exactamente, ninguno pretendía ser arriba una cosa y otra en el camerino, entre bastidores o en la calle.
Eran, a mi manera de verlos, esenciales y justos, amigos entre ellos, y deferentes con los otros amigos que cada uno de ellos se fue haciendo en la vida. A esas alturas de la fama es posible que a la gente se le llene la cabeza de pajaritos preñados y se convierta (como se dice en aquella canción de Urquijo y de Sabina) en decepcionantes y vulgares comparsas de la realidad que uno espera de ellos habiéndolos visto actuar.
Algún tiempo después del primer conocimiento general tuve un trato más cercano con Daniel. Fue en Buenos Aires. De pronto, aunque estábamos en la Recoleta, a la vez estábamos en todas partes. Inteligente, sutil y aguerrido como un guerrillero del fútbol y del humor, y de la literatura, prolongó en su manera de ser y de estar al luthier que había visto en el escenario. Con gracia, sin impostura alguna, hacía en todo momento uso de la inteligencia de reír como una de las bellas artes; acompañaba sus juicios sobre lo que ocurría con la duda razonable de los filósofos, y seguía hablando como allá arriba, porque allá arriba tampoco era un ser impostado que enseñara lo que tuviera que decir diciéndolo con la voz engolada.
Aquella noche en la Recoleta le pedí que me dijera algo de su amigo Jorge Lanata, a quien yo iba a entrevistar al día siguiente. Me dijo: "Ese hombre tiene dos huevos como dos sandías".
Como sucedía en aquel sketch de los Beatles en A Hard Day's Night, la película de Richard Lester, en el escenario y en el bar (en el Café Gijón, su sitio querido de Madrid), Rabinovich tiraba de la cadena del baño virtual que introducía en la conversación para hacer desaparecer de la vista la solemnidad que tantas veces interrumpe la carrera de los humoristas y de cualquiera. En aquellas ocasiones en que lo vi de cerca y hablé con él, y disfruté de su amistad (la palabra que más se dice de él en estas horas de luto), siempre creí estar hablando con un personaje que saliera del mundo cortazariano, y más precisamente de Rayuela; los que tuvimos ese libro como un breviario de la vida (y de los sueños, de la lucha contra el tiempo y de la poesía que reside en la imaginación que contienen las palabras) siempre buscamos en los argentinos que íbamos conociendo una prolongación de aquellos cronopios y de aquellas famas que poblaban el mundo que lloraba a Rocamadour.
Cuando conocí a Rabinovich sentí de veras que este hombre de bigote preciso, de boca precisa, de precisos modos de ser, que escuchaba y sólo hablaba cuando tenía algo que decir, venía directamente de esa novela de nuestros sueños. La última vez que lo vi fue precisamente en el Café Gijón; él llegó con la puntualidad que llevaba por dentro como una norma de su cortesía, y hablamos y hablamos como si tuviéramos un millón de conversaciones pendientes, acaso desde que nos encontramos en la atmósfera de tabaco y palabras de Rayuela.
Uf, y se ha muerto Daniel. Me avisó un amigo en común, el escritor Álex Grijelmo, que en seguida utilizó la palabra amistad para definirlo, y me escribió su amigo, el músico argentino Alejo Stivel: "Lo vamos a echar de menos".
A mi hija la operaron precisamente hoy de un problema en un ojo, nada grave; pero el doctor le dijo que no mirara, que no hiciera nada, mientras le durara el efecto de la intervención. Vine de donde estaba para encontrarla, creyendo que ella le hacía caso al médico. Pero nada más abrir mi celular me encontré con que había escrito en su muro de Facebook esta declaración de amor: "¡No, Rabinovich no, mierda, mierda, mierda!".
Yo corroboré con otro mensaje su luminoso cabreo: "Lo mismo digo yo". Lo siento, amigos, pero con él nos encontraremos siempre que soñemos que estamos oyendo a Les Luthiers y releyendo Rayuela.
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