Con un cancionero cargado de pólvora revolucionaria, Víctor Jara fue líder de un movimiento musical que identificó al gobierno de Salvador Allende, derrocado por el golpe militar que en septiembre de 1973 encabezó Augusto Pinochet.
A 30 años del asesinato del artista, su familia mantiene viva su memoria y reclama justicia a través de un proceso que ya tiene sospechosos. Los criminales, dice su hija Amanda Jara en entrevista exclusiva, cometieron un grave error: ahora su padre es inmortal.
Parado a la entrada del Estadio Chile, el militar a cargo del comité de recepción de detenidos se encontró con la sorpresa: Víctor Jara, el cantante más renombrado de la Unidad Popular, venía en el grupo capturado la madrugada del 12 de septiembre en la Universidad Técnica del Estado. Hasta los soldados quedaron paralizados.
Avanzando a pasos cortos y apurados, atizada por culatazos, la fila de prisioneros se frenó en seco ante el grito del oficial.
–¡A ese hijo de puta me lo traen para acá!
Parado a la entrada del Estadio Chile, el militar a cargo del comité de recepción de detenidos se encontró con la sorpresa: Víctor Jara, el cantante más renombrado de la Unidad Popular, venía en el grupo capturado la madrugada del 12 de septiembre en la Universidad Técnica del Estado (UTE). Hasta los soldados quedaron paralizados.
–¡A ése, mierda, a ése! –apuntó el oficial de rostro tiznado, casco y traje de campaña.
Por unos segundos, al tenerlo frente a sus narices, el rostro del militar se tornó levemente complaciente y burlón, segundos en que el silencio se apoderó de una tarde que consumía sus últimas luces.
–Así que tú eres el famoso cantante, ¿no? –preguntó sin esperar respuesta. Apretó los dientes y empezó a golpear.
Según recuerdan los testigos, el militar estaba fuera de sí, enardecido. Pateaba al cantante en el suelo y le sacaba en cara un incidente ocurrido en el colegio Saint George de Santiago. El asunto, dio a entender a viva voz, era personal: el hermano del oficial había sido uno de los alumnos de ese colegio que en 1969 intentaron agredir al cantante. Para entonces, algunas de las canciones de Jara tenían pólvora de denuncia y revolución: proclamaban un proyecto de gobierno popular que se aprestaba a conquistar el poder por las urnas. Cuatro años después, el gobierno de Salvador Allende era aplastado por un golpe militar cuyas primeras consecuencias estaban a la vista de los prisioneros del Estadio Chile.
–Si hay una cosa siniestra y terrible, que no se olvida nunca, es el golpe de una bota pegando contra las costillas de un cuerpo indefenso –dice Boris Navia, abogado y ex funcionario de la ute que hace treinta años formaba la fila de la que fue sacado Víctor Jara–. En un momento [el militar] desenfunda su pistola y pensamos que le iba a disparar. Pero en lugar de eso, toma el arma y le empieza a golpear en la cabeza. Había mucha gente ahí, y los que vimos aquello, el rostro ensangrentado de Víctor, quedó en nuestras retinas para siempre.
(Esa imagen ya la había vivido el mismo cantante. En vísperas de la Unidad Popular, tras su regreso de una estadía en Londres, comenzó a padecer inexplicables angustias ante el temor de separarse de su familia. Según relata su viuda Joan Jara en el libro autobiográfico Un canto truncado, “periódicamente tenía pesadillas que se volvían más frecuentes y más graves con el paso del tiempo, pesadillas de las que despertaba bañado en sudor frío o gritando como si fuera presa de terribles dolores”.)
Cuando por fin se detuvo, el militar ordenó a un par de soldados que aislaran al prisionero Jara.
–Este –anunció– me lo reservo para mí.
La fila retomó su marcha. Como antes, a culatazos, avanzando a pasos cortos y apurados, ingresó en el Estadio Chile.
Recuerdos de amanda
Quintay es el refugio ideal para aislarse del mundo y, a la vez, seguir perteneciendo a él. Ese estatus ambiguo se alcanza a la altura de Casablanca, virando hacia la costa por la ruta que une Santiago con Valparaíso. Lo que viene son curvas que serpentean entre los cerros y acantilados que conducen a la casa de Amanda, la hija de Víctor Jara.
En esta caleta de pescadores, Amanda encontró el lugar perfecto para desprenderse del estigma de ser la hija del principal mártir de la música chilena. Contra todo lo esperado, ella no canta públicamente. Tampoco suele dar entrevistas ni participa de foros sobre temas de derechos humanos. El vínculo con su padre es íntimo y, cuanto más, se delata en algunas fotografías familiares que cuelgan en una pequeña pared de la casa. Aquí no hay afiches en blanco y negro del cantante, de esos que pueblan los puestos de ferias artesanales, ni reediciones de sus discos en formato digital. La leyenda del padre, tejida a partir de su brutal muerte ocurrida días después del golpe, cobra otro valor cuando su hija se encarga de tareas hogareñas: con la teleserie de la tarde como música de fondo, Amanda prepara carne de vacuno a la olla, puré de papas y lechuga costina.
Amanda tenía 8 años cuando su padre apareció muerto con 44 balazos en el cuerpo. Un mes después partió a Londres con su madre y su hermana Manuela, hija del coreógrafo Patricio Bunster, cargando maletas en las que apenas llevaban ropa: el equipaje estaba reservado para discos de vinilo, fotografías y cartas personales del músico.
–No puedo decir que lo pasé mal en Londres. Tengo que estar agradecida de la beca Pinochet, ¿no? –ironiza sobre un exilio de casi diez años en los que vivió una doble vida: su tiempo se repartía en peñas y actuaciones junto a Mayapi, un grupo folclórico integrado por hijos de expatriados chilenos, y juntas con amigos británicos que la llevaban a conciertos de The Clash y Madness–. Así es el exilio, una cosa rara entre dos mundos. Igual me sentía súper chilena, imposible no dejar de serlo, pero en mi casa no se escuchaban discos de mi papá, nunca. Recién vine a escucharlos cuando volví a Chile.
En 1983 regresó por segunda vez a Chile con la idea de permanecer un año. Los planes fueron cambiando sobre la marcha.
–Tal vez tuvo que ver que entré de oyente a estudiar al Arcis y ahí, por ser la hija del Víctor, me sentía protegida.
–¿Te lo hacían sentir?
–Sí, lo sentía fuerte. Pero siempre he tenido la capacidad de salirme de eso. Una cosa es que yo sea hija de mi papá, que es algo calientito, rico, y otra es ser la hija del Víctor de todos, reconocerme en él. Igual era raro ir a las protestas con toda la gente gritando “Compañero Víctor Jara, presente”. Yo gritaba igual que todos los demás.
–Pero te negaste a tener una figuración pública, a representar el papel de la hija de..., ¿por qué?
–Es que nada que ver. Por qué voy a ser vocera, por qué tener una figuración. Si tuviera talento, si tuviera algo que decir, te creo, pero ¿sólo porque soy hija de Víctor Jara? Es como un cartel que te ponen y yo no quiero colgármelo.
–¿Tuvo que ver el hecho de que tu mamá entregara su vida a la causa de tu papá?
–Pero a mí no me corresponde… mi mamá diría lo mismo, pero fue lo que le tocó a ella y la admiro por eso. En ese momento era necesario que hiciera eso. Mi madre es como mi conciencia. Me dice que participe más, que esté, que no demore tanto en hacer las cosas. Yo trato de ir lo menos posible a Santiago.
Tal vez fue esa negación a representar un papel incómodo la que llevó a Amanda a aislarse en Quintay a comienzos de los 90. Llegó sola, sin un plan definido, al tiempo que su madre conseguía la constitución legal de la Fundación Víctor Jara.
–Había trabajado en publicidad y en películas, pero estaba aburrida de eso. Tenía ganas de pintar, de respirar oxígeno, de sentir la tierra, y me vine.
Aunque desde entonces su vida permanece anclada a Quintay, donde vive con su pareja, un pescador nacido en el pueblo, en el último tiempo sus viajes a Santiago han sido frecuentes. Impulsada por la conciencia de su madre, Amanda comprometió una mayor participación en la Fundación, que se amplió a un nuevo edificio y abrió un galpón de espectáculos. Unos días de trabajo en Santiago han bastado para que palpe la dimensión que aún hoy, a tres décadas del golpe, tiene su padre en la sociedad chilena.
–El otro día llamé a una radio para pedir que anunciaran un concierto en el galpón y me dijeron: “Ah, llamas por Víctor Jara. Nosotros no anunciamos cosas de Víctor Jara”. ¿Te cachai? “¿O sea que si el día de mañana viene Peter Gabriel y actúa en el Galpón del Víctor, tú no vas a anunciar nada?” Uno se encuentra con ese tipo de cosas todavía. No quiero que se malinterprete lo que voy a decir, pero a mí me da lata esa identificación política que existe con el Víctor. O sea, él participó en política, pero era un artista, no un político, y a veces eso se confunde.
Permanecemos sentados en un tronco del jardín que mira al mar. Desde este lugar, no queda otra que encontrarle la razón a Amanda. ¿Para qué moverse a Santiago si se está tan bien aquí? Pero ella me invita a movernos. Salimos a pasear a sus tres perros.
Mientras atravesamos las praderas de Quintay, hablamos acerca de los traumas de la generación que fue protagonista de la Unidad Popular, de los casos de corrupción recientes, de las volteretas ideológicas de los antiguos líderes combatientes. De vuelta, al bajar por una quebrada, Amanda lanza una interrogante.
–A veces me pregunto en qué estaría ahora mi papá si viviera.
Es una buena pregunta de ficción. ¿Jara militaría en una agrupación política moderada como el Partido por la Democracia? ¿Seguiría fiel al Partido Comunista? ¿Tendría algún cargo en el gobierno? ¿Permanecería aferrado a las viejas canciones? ¿Ya habría colaborado con un músico techno? ¿Habría grabado un disco con Los Prisioneros? ¿Su música tendría la valoración que tiene hoy? Es una difícil respuesta para la que su hija prefiere ganar tiempo.
–O sea, yo entiendo que haya toda una leyenda que se forma a partir de las circunstancias de su muerte. Por eso me pregunto, ¿en qué estaría? Me lo pregunto y la verdad, no tengo ni idea. Por lo menos se salvó de todo esto.
Oscurece en Quintay y a esa hora Amanda alimenta a sus dos caballos, Lola y Lennon. Uno de los perros insiste en molestar a este último, metiéndose entre sus patas traseras. Su ama lo recrimina con un grito en inglés. Pero el perro es porfiado y está a punto de ganarse una patada de Lennon. Amanda pierde la paciencia.
–Ya hueón, te fuiste pa’ la casa –le grita, arrojándole una piedra. El perro obedece en buen castellano.
–¿Cómo crees que vería tu papá la vida que llevas?
–Creo que le gustaría, estaría súper orgulloso de la vida que elegí.
Jueves 13
La mañana del jueves 13 de septiembre de 1973, los prisioneros que permanecían en el Estadio Chile fueron sorprendidos por los focos de un reflector que apuntaba a un militar muy cómodo en su lugar, jactancioso, como si tratara de una estrella de cine en la premiación de los Oscar. Era un tipo alto, provisto de una metralleta punto 30, casco de combate y lentes oscuros modelo Augusto Pinochet. Tras recorrer con la mirada a los detenidos, probó su autoridad:
–¿¡Me escucha la escoria latinoamericana!? ¿¡Me escucha la cloaca marxista!?
Como obliga el protocolo castrense, la increpación debía ser respondida por afirmativos gritos de “¡Sí, señor, sí señor!”. El hombre tenía porte y voz de mando. De acuerdo con los testimonios de los sobrevivientes, gozaba con el papel estelar.
–El tipo se vanagloriaba del timbre de su voz, que a diferencia de otros no necesitaba micrófono para dirigirse a los detenidos –cuenta Osiel Núñez Quevedo, quien hasta el 11 de septiembre era presidente del Centro de Alumnos de la ute–. Después que le respondíamos a sus gritos, nos miraba y decía: “Qué bien hablo, soy un Príncipe”.
El apodo quedó grabado en la memoria de los detenidos y pasó a conformar una leyenda oscura entre los sobrevivientes del Estadio Chile.
–De todos los militares –agrega Núñez–, el Príncipe fue el más destacado por su crueldad. Hablaba de las sierras de Hitler, que llamaba así porque podían cortar a una persona, o atravesar a varias a la vez. Nos pedía que le diéramos la oportunidad de usarla, que le diéramos una razón para matarnos. En una oportunidad, un muchacho se tropieza con uno de los soldados y ambos comienzan a forcejear. Pero el muchacho sólo quería que el soldado no le pegara. En esto aparece el Príncipe, pide un fusil y le pega al detenido un culatazo en la cabeza tan fuerte que rompió la culata.
Mientras aquel muchacho quedaba tendido, desangrándose, otro prisionero también yacía en el piso.
Aislado por orden superior, Víctor Jara había pasado la noche en uno de los pasillos del mismo estadio en el que en 1969 había ganado el Primer Festival de la Nueva Canción Chilena con el tema “Plegaria a un labrador”. La actuación, la primera que realizaba en ese recinto, significó su consagración como líder de un movimiento que renovó el folclore chileno con letras más profundas y comprometidos, abriendo su campo de influencias a sonoridades latinas. A partir de entonces, Jara –que había realizado una reconocida labor como director de teatro– fue el más visible y prolífico de los cantantes de la Nueva Canción Chilena, guiando el trabajo de grupos como Quilapayún e Inti Illimani. Cuatro años después de aquella histórica actuación en el Estadio Chile, el cantante pagaba tributo a su fama.
–Víctor es exhibido como trofeo de guerra por el Príncipe frente a otras delegaciones de las Fuerzas Armadas que iban llegando al estadio –recuerda el abogado Boris Navia–. Esa primera noche del día 12 se acercan dos oficiales de las fach y uno de ellos que estaba fumando le arroja una colilla al suelo. “¿Quieres fumar?” . Víctor levanta la cara y no le contesta, entonces el militar le grita: “¡Fuma, huevón, fuma!”. Cuando Víctor extiende su brazo para recoger la colilla, le aplasta la mano con la bota. “A ver si vai a poder tocar tu guitarra ahora, comunista de mierda”, le dice.
¿Nace aquí el mito acerca de un Jara con sus manos amputadas, cantando “Venceremos”, el himno de la Unidad Popular, frente a todo el estadio? La imagen, desmentida por los testigos y por la propia Joan, se desperdigó por el mundo, alimentando una leyenda que aún no tiene un origen claro. Según Carlos Orellana –otro de los detenidos de la ute que presenciaron las últimas horas del cantante–, la historia fue relatada en un libro sobre el golpe de Estado en Chile escrito por un periodista brasileño.
–No fue así –confirma Orellana–, pero lo cierto es que le pegaban culatazos en las manos y le decían: “¿Ahora vai a tocar conchatumadre?”.
El Estadio Chile fue un pequeño holocausto en los días posteriores al golpe, coinciden los que estuvieron detenidos allí:
–Yo después pasé por el Estadio Nacional y por Chacabuco, pero nada fue tan fuerte como en el Chile. Allí sentí el olor del miedo, de mi propio miedo, al ver escenas como las de un compañero que se tiraba de un segundo para quitarse la vida; al no lograrlo, comenzó a pegarse cabezazos contra la pared –recuerda Osiel Núñez.
Boris Navia evoca el caso de un estudiante peruano que fue confundido por cubano.
–Al pobre le cortaron la oreja con un corvo y se la metieron en la boca. “Cuéntale a Fidel cómo tratamos en Chile a los marxistas”, le dijeron. El muchacho no paraba de gritar.
Boris Navia permanecía con Orellana en un grupo de doce detenidos. Era el número con que los militares iban reuniendo a los presos, que para el mediodía del miércoles sumaban cerca de 3 mil. El constante ingreso de nuevos inquilinos hizo que los militares descuidaran por unas horas a Víctor Jara. Fue la oportunidad para que se arrastrara hasta el grupo más cercano.
–Lo primero que hicimos fue darle agua y limpiar su rostro ensangrentado –relata Navia–. Después intentamos disfrazarlo un poco, para que se confundiera con el resto. Andaba con una camisa roja campesina, de esas que usaba siempre. Un carpintero de la ute se sacó su chaquetón azul para que se lo pusiéramos, y con un cortaúñas que alguien había conservado tratamos de cortarle el pelo. Logramos sacarle rulos, reducirle esa cabellera ensortijada que tenía.
–¿Cómo se veía en ese momento?
–Muy mal. Tenía un ojo casi cerrado por una patada, dos o tres costillas hundidas y hematomas por todo su cuerpo.
A las golpizas se sumaba otra debilidad: ninguno de los internos había recibido alimento desde el día anterior. Uno de los prisioneros del grupo había conseguido ingresar un frasco de mermelada que compartió con sus compañeros. Otro se encontró con un soldado al que conocía y le pidió cualquier cosa para comer. Al rato volvió con un huevo crudo. Nadie puso en duda que esa ración estaba reservada para el cantante.
–Con un fósforo lo perfora por arriba y por abajo, y empieza a chuparlo lentamente. Decía: “Así en mi tierra de Lonquén aprendí a comer los huevos”. Nosotros confiábamos en que podíamos salvarlo, en que se confundiría. Incluso, cuando por los parlantes nos anuncian que al día siguiente vamos a ser trasladados al Estadio Nacional y nos piden hacer una lista con los nombres de cada grupo, lo inscribimos con su nombre completo para ver si despistábamos a la guardia.
Esa noche, Víctor Lidio Jara Martínez, de 40 años, durmió con el grupo de los doce, hundido en los tablones del estadio, como un prisionero más.
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la mañana del viernes 14, los detenidos despertaron con el mismo rito del día anterior. Mientras los reflectores dibujaban su figura, el Príncipe se dirigió a la audiencia, anunciando que ese día se concretaría el traslado al Estadio Nacional. Pero esta vez el oficial apareció a rostro descubierto, exhibiendo rasgos caucásicos, de cabellera rubia y ojos azules, que se grabarían en la memoria de los sobrevivientes.
El traslado, sin embargo, demoró más de la cuenta y prolongó una jornada que se hizo eterna. Un plato de porotos, el primer alimento en tres días, reanimó a los internos, quienes aprovecharon un cierto relajo en la disciplina para estirar las piernas.
–Esa noche del viernes –dice Boris Navia–, cuando ya se canceló definitivamente el traslado, Víctor conversa con nosotros. Habla de su compañera, de sus hijas, del presidente Allende, de la universidad. Le preguntamos qué iba a hacer de su vida y decía: “No sé yo qué voy a hacer, tal vez me vuelva a la tierra”.
–¿Estaba lúcido en ese momento?
–Absolutamente. No divagaba. Estaba lúcido. Y sonreía, pese a todo. Víctor fue un hombre que murió sonriendo.
Sabado 15
la madrugada del sabado hubo movimiento de tropas, signo inequívoco de que esta vez sí se concretaría el postergado traslado de prisioneros. En el grupo del cantante, que había pasado la noche en la cancha, se corrió la voz de que dos o tres detenidos de la ute iban a ser liberados. Era la oportunidad de comunicarse con el exterior.
En una libreta de apuntes, varios escribieron mensajes para sus familiares. Cuando las hojas llegaron a manos de Víctor Jara, éste comenzó a garabatear un poema titulado “Estadio Chile” que trascendería como testimonio de un horror:
¡Canto qué mal me sales
cuando tengo que cantar espanto!
Espanto como el que vivo
Como el que muero, espanto.
Lo que veo nunca vi,
lo que he sentido y lo que siento
hará brotar el momento...
Cuando estaba escribiendo, un par de soldados se acercaron a sus espaldas. Venían a buscarlo por encargo del Príncipe.
–Lo llevaron hasta una de las casetas de transmisión y pudimos seguir viéndolo difusamente desde abajo –recuerda Navia–. El Príncipe había recibido la visita de unos oficiales que comenzaron a golpearlo. Lo divisamos dos veces más a través del vidrio. Después desapareció.
Boris Navia nunca lo volvió a ver con vida. No así Carlos Orellana. Horas después de esta última golpiza, fue contactado por un estudiante que traía un mensaje: Víctor Jara estaba en los subterráneos y necesitaba urgentemente hablar con él.
–¿Por qué conmigo? –se pregunta hoy Orellana, uno de los principales editores de Chile–. Por el carácter que yo tenía de dirigente del Partido Comunista, era uno del equipo más cercano al rector.
En uno de los camarines del subterráneo, Orellana divisó a Víctor Jara y le hizo una seña al pasar.
–Estaba custodiado por un soldado y pidió permiso para ir al baño. Ahí nos encontramos a solas. Ya estaba hecho un desastre. La cara era una masa de sangre, apenas podía hablar, se movía con dificultad.
Mientras ambos orinaban y un soldado vigilaba la puerta de los baños, Jara reveló el misterio de la reunión: en el grupo de los doce había un soplón.
–Según me contó, mientras lo torturaban había escuchado al soplón en confidencias muy amistosas con uno de los milicos –relata Orellana–. “A este hueón”, me dijo, “hay que cagarlo. Denúncialo”. Ni siquiera me envió un mensaje para la Joan. Era sólo eso, además que el soldado lo apuraba. Yo me olvidé del nombre, soy pésimo para recordar nombres. Esa fue la última vez que lo vi. Después fuimos trasladados al Estadio Nacional.
Autopsia express
a treinta años de ocurridos los hechos, los testimonios tienden a confundirse. Muchos perdieron la noción del tiempo y reconocen lagunas mentales: la amenaza constante, la ausencia de alimentos y los focos encendidos permanentemente, configuran un estado que roza el delirio. Golpes más o menos, días antes o después, todos, sin embargo, coinciden en que el cantante fue brutalmente maltratado y, de seguro, nunca salió vivo del estadio.
–Eran cerca de las 7 de la tarde del sábado cuando nos hicieron formarnos en una fila donde estaban los pesos gordos, como nos llamaban. En esa fila estaba Víctor –recuerda el ex dirigente Osiel Núñez–. Poco antes de avanzar, pasó un oficial que separó de la fila a Víctor y a Danilo Bartulín, uno de los médicos de Salvador Allende, que después logró salvarse. Cuando lo apartaron, Víctor pasó a mi lado y nos dirigimos una pequeña sonrisa, leve, aunque a esa altura entendíamos que lo que estaba pasando era muy grave: habíamos aprendido que cuando te separaban de un grupo, se venía algo muy feo.
Lo que venía estuvo a los ojos de los últimos prisioneros que abandonaron el estadio: tendido en uno de los pasillos, inmóvil, el cuerpo de Jara estaba rodeado de un charco de sangre.
–Lo vi a dos metros, tirado en el suelo. Ya no se movía. Dos militares lo señalaron y nos advirtieron que nos pasaría lo mismo si no nos comportábamos –declaró el matemático César Fernández. Esta versión es confirmada por Boris Navia:
–Cuando abandonábamos el estadio, vi un espectáculo dantesco: en el foyer habían reunido cadáveres: entre ellos estaba Víctor. Su cuerpo, lleno de sangre y cal, seguramente había sido arrastrado hasta la entrada.
Aunque sobran los testigos que pueden declarar en este caso, ninguno de ellos presenció el momento del asesinato. Sobre las causas de su deceso no existen dudas. El informe de la autopsia, realizada el 18 de septiembre de 1973, entrega pruebas contundentes:
“El cadáver de sexo masculino que yace vestido con la ropa manchada con sangre y tierra, mide 1,67 y pesa 61 kilos. Rigidez ausente, livideces pálidas en el dorso. En la región parietal derecha hay dos superficies de entrada de bala; en la región toráxica hay 16 orificios de entrada de bala y 12 orificios de salida de diferentes tamaños. En el abdomen hay seis orificios de entrada de bala y cuatro de salida; en la extremidad superior derecha hay dos heridas a bala; en las extremidades inferiores hay 18 orificios de entrada de bala y 14 de salida. Conclusiones: las causas de la muerte son las heridas múltiples de bala. Saluda atte., doctor Exequiel Jiménez Ferry”.
Jiménez Ferry trabajaba en el Instituto Médico Legal cuando se enfrentó al cuerpo de Víctor Jara. Hoy presta servicios en el Laboratorio de Criminalística de Carabineros y dice no haber reconocido la identidad de ese cadáver, encontrado la mañana del domingo 16 de septiembre junto a otros cinco cuerpos en una de las paredes externas del Cementerio Metropolitano. Todos llegaron a la morgue como nn. Al cantante se le asignó el número 86.
–Usted comprenderá que en esa época llegaron unas 2 mil personas al Instituto Médico Legal en los dos primeros meses –se disculpa el doctor Jiménez Ferry–. Sólo después supe de quién se trataba.
–Pero debe haber sido impactante practicar autopsia a un hombre con 44 balas en el cuerpo.
–No tanto, fíjese. Si una persona está frente a una metralleta que dispara 600 tiros por minuto, en unos segundos el cuerpo gira y recibe impactos por varios lados. Una vez que partió la metralleta, es muy difícil pararla.
El médico reconoce que el procedimiento forense no fue el habitual.
–Había una enorme cantidad de trabajo, por lo que se practicó un informe económico.
Martes 18
La ultima vez que Joan Jara vio a su marido con vida fue la mañana del martes 11 de septiembre de 1973. Enterado del golpe de Estado que estaba en marcha desde la madrugada de ese día, el autor de “El cigarrito” tomó la decisión de dirigirse a la ex ute, hoy Universidad de Santiago, donde se desempeñaba como profesor de la Escuela de Artes y Oficios. En ese lugar, Allende tenía previsto ese mismo día anunciar un plebiscito para dirimir la crisis política por la que atravesaba el país. Desde la asunción al poder del gobernante socialista, en noviembre de 1970, Chile vivía un estado de revuelta, fomentado por el primer experimento de revolución democrática y una decidida campaña de desestabilización impulsada por la cia norteamericana y la derecha chilena. Allende nunca arribó a la ute: mientras el gobernante resistía desde La Moneda el ataque de soldados, tanques y aviones Hawker Hunter, Víctor Jara cruzaba la ciudad rumbo a su lugar de trabajo. Como otros 900 estudiantes y funcionarios que llegaron a la universidad, ingenuamente creía que el golpe podía ser contenido sin armas. Esa noche la pasó al interior de la escuela, sitiada por soldados en pie de guerra.
En la madrugada del miércoles 12, los militares ingresaron en la universidad y, horas más tarde, trasladaron en los detenidos hasta el Estadio Chile. Seis días después, Joan sería alertada por un funcionario de la morgue sobre el destino de su marido. En su declaración judicial, Joan recuerda que reconoció a su esposo entre una hilera de cadáveres apilados en el segundo piso de la morgue:
–Tenía su camisa y suéter subidos, su pecho estaba desnudo, tenía tres o cuatro hoyos en línea recta en el pecho. Estaba más o menos en posición diagonal, tenían los pantalones alrededor de los tobillos y sus calzoncillos estaban medios cortados y se le divisaba una rotura en su cuerpo como a la altura del lado derecho de su abdomen... El cuerpo se veía llenos de moretones y la cara ensangrentada. Sus manos estaban llenas de moretones, como si se hubieran zafado de sus muñecas, éstas colgaban en forma muy extraña. Estaba muy delgado: creo que había perdido unos diez kilos de peso aproximadamente desde la última vez que lo vi.
Aunque recién el 18 de septiembre quedó claro que Víctor Jara estaba muerto, hacía días que su familia vivía un ambiente de duelo.
–Con Manuela nos escondíamos debajo de la mesa cuando pasaban los aviones hacia la casa de Allende, en Tomás Moro, que estaba cerca de la de nosotros –recuerda Amanda–. Yo me di cuenta que algo había pasado con mi papá porque mi hermana pasaba llorando todo el día. Incluso los niños del pasaje nos miraban un poco raro. Estábamos en el living de la casa cuando mi mamá me lo dijo: “El papi no va a volver más”.
Secreto de sumario
Joan y Amanda jara son querellantes de un proceso criminal presentado el 12 de enero de 1998 por la muerte de Víctor Jara. Abierto en primera instancia por el magistrado Juan Guzmán Tapia y traspasado dos años después al juez con dedicación exclusiva Juan Carlos Urrutia, del Quinto Juzgado del Crimen, el litigio está dirigido contra Augusto Pinochet Ugarte.
Esta, sin embargo, es la segunda causa que siguen los tribunales chilenos por este caso. La primera fue entablada el 12 de septiembre de 1978 y en cuatro años el tribunal asignado nunca pudo determinar a los responsables del asesinato: el 31 de agosto de 1982, el entonces juez del Quinto Juzgado del Crimen, Alejandro Solís Muñoz, sobreseyó el proceso al no encontrar responsables. El expediente de 1978 fue adjuntado a la nueva causa, hoy bajo secreto de sumario y conocida por Rolling Stone a través de fuentes judiciales. Su lectura sirve para hacerse una idea sobre cómo operaba la Justicia en aquella época.
En un oficio del tribunal dirigido al entonces ministro del Interior y hoy senador del derechista partido Unión Demócrata Independiente, Sergio Fernández, se solicita la identidad de las autoridades militares que estuvieron a cargo del Estadio Chile. Responde el ministro: “No se consiguieron datos de esa naturaleza (…); las personas que tenían a su cargo tales recintos eran, seguramente, integrantes de las Fuerzas Armadas, cuya identidad se ignora”.
Por sugerencia del mismo Fernández, el juez remite el oficio al Ministerio del Defensa. La respuesta viene firmada por el jefe de la cartera de ese tiempo, teniente general Carlos Forestier Haensgen: “Cumplo con informarle que (...) no se designó a ninguna persona en especial como jefe de estos centros, sino que ellos estuvieron a cargo de las distintas unidades que hay en Santiago en forma rotativa, por lapsos de horas solamente”.
–En Chile no sólo se anularon los servicios policiales, sino también todos los organismos auxiliares de la Justicia –sentencia Nelson Caucoto, abogado que lleva la nueva causa en representación de la familia Jara. Esta situación, agrega el jurista, cambia a contar de 1998, coincidiendo con la detención de Pinochet en Londres.
–La policía está investigando y tenemos varios testigos que han declarado –dice Caucoto, confiando en que el caso terminará resolviéndose del mismo modo en que se han aclarado otros de derechos humanos–. A la larga, los conscriptos son los que terminan hablando. A estas alturas del proceso, el magistrado ya presenta una lista de sospechosos que se desprende de los últimos testimonios. Uno de éstos, entregado por el abogado Hugo Pavez Lazo, confirma la identidad de al menos uno de los militares más nombrados por antiguos prisioneros. En su declaración judicial de octubre de 2002, Pavez Lazo dice:
“El Estadio Chile se encontraba a cargo del coronel Manríquez, quien al parecer desarrollaba funciones administrativas, porque quienes practicaban los interrogatorios y torturaban a los prisioneros eran el teniente Miguel Krassnoff Marchenko y otro teniente cuyo nombre no recuerdo”.
La identidad completa del coronel Manríquez está por establecerse; sobre el segundo aludido, no hay dudas: Krassnoff Marchenko está involucrado en un centenar de casos de detenidos desaparecidos y ejecutados, entre ellos los del diplomático español Carmelo Soria y del sacerdote de la misma nacionalidad Antonio Llidó. A la lista negra se suma una faceta desconocida del militar: en un careo realizado hace tres meses en el Quinto Juzgado del Crimen, seis sobrevivientes del Estadio Chile identificaron a Krassnoff como el Príncipe.
–Yo fui el primero que pasé. Cuando me enfrenté a él le dije al magistrado que tenía la convicción más absoluta de que Krassnoff era el Príncipe –recuerda Boris Navia.
–¿Cómo reaccionó él?
–Se indignó. “¡Ah, qué desfachatez más grande!, ¿con qué vergüenza vienen a contar mentiras?”, gritó, levantándose de su asiento. “¿Quién es usted, de adónde sale, puedo saber su nombre?” Entonces el magistrado le dijo: “Señor, no le he dado autorización para que hable, este es un recinto judicial”. Se sentó enfadado.
El patrón de conducta del ex brigadier se repitió con los que vinieron después.
–“Usted está mintiendo, señor”, me dijo cuando lo reconocí –relata Carlos Orellana–. “¿Y por qué cree que es capaz de recordar su figura?”, me preguntó el juez. “Porque esa arrogancia con que habla es la misma que tenía en el estadio, sus ojos azules, el pelo rubio, la voz, el porte.”
Al término del careo con Osiel Núñez, éste notó que Krassnoff se levantaba con dificultad de su asiento.
–Se tocó la espalda y me miró como diciendo: “Ay, este dolor de espalda, qué tontera ¿no?”. Entonces le dije: “No me mire así pidiéndome condescendencia, que yo también sé lo que significan esos dolores, pero no por los años: los adquirí cuando me quebraron las costillas en el Estadio Chile”.
–¿Qué le respondió?
–“¡Ah!”, gritó.
a desalambrar
serena es uno de los bares en los que amanda Jara almuerza cada vez que viene a Santiago. Emplazado en avenida Brasil, a un par de cuadras de la Fundación Víctor Jara, el antiguo tugurio guarda un estilo de vida en retirada: ambiente familiar, comida casera y parroquianos que no tienen horario para beber. El menú del día es merluza frita con arroz, pero Amanda me dice que, por precaución sanitaria, sólo come pescado en Quintay.
Cuando Amanda quiere comer mariscos, no tiene más que bajar a las rocas a buscarlos. Pero en el último tiempo la tarea tiene una dificultad mayor: la reciente construcción de un complejo de departamentos en Quintay, al que acuden rutilantes estrellas de la televisión, impide el acceso a los pescadores.
En los tiempos en que su padre vivía, la propiedad privada era un concepto cuestionable. En ese entonces, el socialismo estaba en auge y el llamado, como lo proclamaba uno de los temas que cantaba Víctor Jara, era a desalambrar. Hoy, que los cercos delimitan Quintay, esa época permanece como un recuerdo difuso en la memoria de Amanda.
–Hacíamos hartos paseos en una renoleta a la que le echaban el asiento trasero para atrás y ponían un colchón donde nos tirábamos con mi hermana Manuela. Ibamos llenos de cosas en el auto, con bacinica y guitarra. Siempre el Víctor llevaba su guitarra, adonde fuera.
Desde el primer encuentro en Quintay, algunas cosas importantes han ocurrido para la familia Jara Turner. A los avances en el proceso judicial, se suma la decisión del gobierno de renombrar definitivamente el Estadio Chile como Estadio Víctor Jara. Días pasados, en su casa en Quintay, Amanda comentaba que hubiese preferido otro gesto:
–El estadio me parece siniestro. Lo mejor que se puede hacer con ese lugar es echarlo abajo con una bomba y construir un parque.
Es muy probable que por el momento el Estadio Víctor Jara siga en pie. Por lo pronto, el 12 y 13 de este mes se programa ahí una ceremonia de bautizo que coincidirá con la apertura en la Fundación de una muestra permanente de fotografías, textos y discos del músico, en la que Amanda ha venido trabajando en los últimos meses. Ella no quiere una inauguración pública de la muestra; se basta de gestos privados para saldar cuentas con el pasado.
–¿Has ido a alguna Funa? –pregunta, refiriéndose a las manifestaciones públicas de denuncia contra represores de la dictadura.
–No, ¿y tú?
–Sí, una vez fui.
–¿A la de Krassnoff?
–No, me encantaría haber ido a ésa. Pero igual es una cosa tan liberadora, como una limpieza para el alma.
Amanda tiene una interpretación optimista de la tragedia. A treinta años del asesinato de su padre, los vencidos, concluye, son otros.
–El Víctor tenía mucho que decir todavía, era muy talentoso, tenía siempre la palabra justa, por eso duele mucho que lo hayan matado. Pero creo que los que lo mataron cometieron un error. Son tan imbéciles que no se dieron cuenta de lo que estaban haciendo. Ahora Víctor es mucho más grande.