La revolución de la austeridad
"El sabor de la cereza", de Abbas Kiarostami, que el jueves llega a la Argentina, es el símbolo de una cinematografía de moda que desafía el fanatismo y la censura en Irán
Las películas iraníes están de moda. Una avalancha de premios en los principales festivales, innumerables retrospectivas en todo el mundo y completos estudios sobre realizadores como Abbas Kiarostami o Mohsen Makhmalbaf ubican a esa cinematografía en el centro de la consideración crítica.
Pregunta inevitable: ¿se justifica tamaño entusiasmo? La intelligentzia (críticos, programadores, organizadores de festivales, investigadores, estudiantes) suele levantar en muchos casos cinematografías de países políticamente conflictivos, como una suerte de espaldarazo a la lucha que los realizadores mantienen contra sus gobernantes.
Los ejemplos abundan: las producciones más radicales de China, Hong Kong o los países balcánicos fueron bendecidas sucesivamente durante los años 90. Algo similar a lo que había ocurrido a comienzos de la década del 80 con las películas argentinas que denunciaban los estragos de la dictadura militar.
Pero, a diferencia de modas efímeras como la que gozaron las producciones argentinas, existe un consenso bastante generalizado acerca de que el iraní es un cine sólido y con una fuerte identidad propia que excede claramente las conveniencias políticas y los caprichos de los (supuestos) centros del saber cultural.
Los orígenes del cine iraní se remontan a un puñado de comedias mudas filmadas a comienzos de los años 30. Con altibajos, durante las siguientes, cuatro décadas la producción se limitó, casi sin excepciones, a películas de llegada masiva y escasas ambiciones artísticas.
Pero a fines de los 60 surgió una camada de cineastas que comenzó a cuestionar el escapismo y el vacío de las películas anteriores y conformó lo que se conoce como la nueva ola iraní. En este sentido, el film "La vaca", de Dariush Mehrjui, es considerado unánimemente como el primer manifiesto artístico de dicho movimiento.
Si bien muchas de las características de las películas de aquella época siguen dominando la producción actual (historias simples y con un fuerte contenido simbólico, protagonizadas por personajes reconocibles y narradas sin artilugios técnicos con una estética ligada al documentalismo), la evolución del cine iraní se divide en un antes y un después de la revolución islámica de 1979.
Muchos de los cineastas prerrevolucionarios (Kiarostami, Bahram Bayzai, Amir Naderi, Parviz Sayyad), que habían sido perseguidos por la censura del sha Reza Pahlevi, abrazaron con esperanza las ideas del ayatollah Khomeini. Pero el romance duró poco. Más allá de la crisis económica (la producción cayó de 90 films en 1972 a 11 en 1982); el control estatal no sólo no se atenuó, sino que alcanzó ribetes risibles por su excesivo rigor.
Mientras los fanáticos, que consideraban al cine como "un agente de la corrupción moral occidental", quemaron 180 salas y prohibieron a decenas de realizadores, se dictó un riguroso y caótico reglamento que dio lugar a mil y una interpretaciones y motivó que más de 2200 películas de todo el mundo fueran censuradas, modificadas o directamente prohibidas.
La regulación -que con algunas modificaciones sigue vigente- propiciaba un cine "antiimperialista" con medidas tales como prohibir que las mujeres sean mostradas con la cabeza descubierta (incluso cuando aparecen durmiendo) o con ropas ajustadas que realcen las curvas del cuerpo. Los personajes femeninos no pueden aparecer en pantalla con miembros que no sean de su familia, ni pueden tomar de las manos a un hombre a menos que el actor y la actriz se hayan casado en la vida real. Tampoco puede haber primeros planos de mujeres ni sus rostros pueden ser maquillados.
Estas y otras restricciones han provocado que prácticamente ningún director iraní haya podido filmar hasta la fecha alguna historia medianamente convincente acerca del universo femenino o las relaciones de pareja.
Víctima de la censura
El joven realizador Raffi Pitts, que estuvo en el último Festival de Mar del Plata para presentar su película "La quinta estación", explicó que "existen en Irán cuatro instancias de censura. La primera, -indicó- debe aprobar el guión; la segunda, el elenco y el equipo técnico; y la tercera, la primera versión del film". La cuarta etapa es todavía más compleja: "Si no les gusta tu película, te exigen distintos cortes. Después, tiene que ser exhibida obligatoriamente en el Festival de Teherán y luego recibe una última censura, que es siempre la más difícil de sortear, previa al estreno comercial en todo el país".
"La quinta estación", que narra una historia de enfrentamientos tribales, fue rodada en Irán con el apoyo de productores franceses. "Yo pude sortear todas las censuras, menos la última. Por eso, creo que mi película nunca va a ser estrenada en mi país", dice el realizador, actualmente exiliado en París.
Las estadísticas actuales marcan que se ha vuelto a la media de la época prerrevolucionaria de entre 60 y 70 películas anuales, con un costo promedio por película de apenas 150.000 dólares y un equipo técnico que raramente excede las 8 personas. Existen 300 pequeñas productoras privadas, estatales o mixtas y unos 450 directores en actividad, de los cuales sólo 12 son mujeres. La mitad de los largometrajes no llega a estrenarse por cuestiones comerciales (existen 250 salas) y, principalmente, políticas.
Mohsen Makhmalbaf, de 41 años, director de clásicos como "Salaam Cinema" y "Gabbeh", y uno de los más prolíficos discípulos de Kiarostami, explica la realidad del cine iraní: "Existen tres grupos bien diferenciados. El que monopoliza los fondos del gobierno y hace películas propagandísticas; el comercial, que intenta imitar a Hollywood y obtener dinero de inversores privados; y el artístico, que en los últimos diez años ha ganado más de 250 premios y ha participado en 2500 festivales".
La pregunta del millón
La gran incógnita para los críticos extranjeros pasa por cómo este último grupo de entre 10 y 15 realizadores ha podido sortear el intrincado sistema de censura y concebir a partir de una gran libertad formal varias obras maestras en las que se vieron impedidos de mostrar abiertamente cualquier atisbo de sexo, violencia o conflicto de pareja.
Sin grandes movimientos de cámara ni trucos de montaje, sin excesos dramáticos ni situaciones irónicas, cineastas como Kiarostami, Makhmalbaf, Jafar Panahi, Majid Majidi y Ali-Reza Raissian han exhibido un enorme talento y una llamativa profundidad para reflexionar acerca de temas cruciales de la sociedad iraní, como el autoritarismo, la dominación paterna y los privilegios. Es más, muchos críticos ubican a Kiarostami -el gran referente del cine iraní- a la par de grandes autores como Vittorio De Sica y Ermanno Olmi, Robert Bresson y Jean-Luc Godard, Yasujiro Ozu y Akira Kurosawa, Satyajit Ray y Roberto Rossellini, John Cassavetes y Eric Rohmer.
El tamaño del cine
Con el neorrealismo italiano y la nouvelle-vague francesa como antecedentes insoslayables, los cineastas iraníes han buceado en pequeñas anécdotas de pueblo, con niños y ancianos como principales protagonistas. Otros elementos dominantes son las interrelaciones entre las distintas etnias (en Irán conviven árabes, afganos, kurdos, turcos, armenios y paquistaníes) con sus respectivos dialectos y la predilección por intérpretes no profesionales.
Características todas que definen a una cinematografía que rescata elementos del pasado para trascenderlos y así ofrecer cada año un puñado de películas que conmueve por su austeridad, su poesía y su profunda humanidad. Algo que otras industrias mucho más evolucionadas parecen haber olvidado hace ya mucho tiempo.
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