De Westworld a Homecoming, ficciones sobre el libre albedrío en épocas de cuarentena
"¿Cómo aprender de los errores si no podemos recordarlos?" fue una de las emblemáticas preguntas que se hizo Bernard Lowe (Jeffrey Wright) en la primera temporada de Westworld, la serie de HBOque hace unos días apenas estrenó su nueva etapa, con nuevo mundo y nuevos interrogantes. Pero ya desde el comienzo de la serie estaba instalada la premisa: la memoria era el primer paso para la improvisación de las máquinas que habitaban ese parque con aires de western, y de allí la posibilidad de tomar decisiones, de construir narrativas más allá de las escritas por los hacedores de ese perverso centro de diversiones. Los creadores Jonathan Nolan y Lisa Joy instalaron en el corazón de su ficción uno de los interrogantes claves de todos los mundos distópicos, ahora de nuevo en el candelero por las cuarentenas en era de coronavirus: ¿existe el libre albedrío o nuestra vida no es más que una sucesión de escalonados determinismos?
La preocupación por el control y la libertad en las vidas humanas se remonta a los clásicos de la literatura de "ficción científica" y se afirma en preocupaciones metafísicas. Fritz Lang dedicó su obra pionera de la ciencia ficción, Metrópolis (1927, disponible en Qubit.tv), al diseño de una ciudad gobernada por una clase de elegidos, habitantes de un paraíso sin consciencia del sacrificio de los autómatas que lo sostenían. La rebelión de los oprimidos parecía ser controlada por los poderosos cuando lograban replicar a su líder María mediante un robot diseñado para cumplir órdenes. Todo comportamiento humano podía entonces ser recreado en una máquina con su apariencia, destinada a ejercer el control. ¿Qué es entonces lo que define a lo humano frente a sus falsificaciones? Para Lang, la realidad revelaba el rostro de una trampa en tanto convencía a los hombres de que no era posible escapar de su destino. El secreto del libre albedrío no estaba en vencer esa trampa sino justamente en desafiarla.
Varias de las historias de Philip K. Dick han tensado los límites entre la voluntad y el determinismo. El caso de Minority Report: sentencia previa (disponible en Flow y en Movistar Play) es ejemplar. La sociedad allí imaginada por el escritor implicaba un mundo en el que el crimen podía ser previsto y abortado antes de su ejecución. En la adaptación de Steven Spielberg de 2002, la premisa de aquel escenario distópico consistía en la existencia de un comportamiento prefijado, anticipado en su ejecución en tanto no podía desviarse del camino pronosticado. Ahora bien, ¿qué lleva a un ser humano a realizar una conducta determinada? La lucha del policía que interpreta Tom Cruise por demostrar su futura inocencia en realidad implica sostener que la conducta humana es por esencia variable, sujeta a infinitos cambios, imposibles de determinar. ¿Cómo es posible advertir que, pase lo que pase en el contexto, sea cual fuera su coyuntura, alguien tomará tal o cual decisión?
En el serial publicado en la revista Collier’s en 1954, "Sleep No More", que dio origen a varias versiones de La invasión de los usurpadores de cuerpos, se ponía en el tapete el asunto de las emociones, en tanto originales e imprevisibles, como esencia de lo humano. Una raza extraña de extraterrestres, que llegaba a la Tierra para invadirla y convertir a la humanidad en su alimento, se reproducía en invernaderos, como las plantas, gestando réplicas que sustituyan a los rebeldes terrestres. El problema de esas réplicas casi perfectas, y lo que advertía su impostura, era la carencia de voluntad, el estar sujetos a un orden superior como forma de declarado determinismo. La versión de 1956, dirigida por Don Siegel, usaba ese mundo feliz que prometían los extraterrestres, en el que todos eran iguales y seguían los dictámenes de un mandato superior, como una clara advertencia sobre el mundo prometido por la URSS en plena paranoia anticomunista. Lo interesante de esa lógica era que, más allá de que lo humano podía reducirse al universo de las emociones y los sentimientos como contracara de una razón social más utilitaria, a fin de cuentas lo que terminaba pesando en la escapatoria de los personajes era la voluntad de tomar sus propias decisiones, equivocadas o no.
La obsesión respecto al libre albedrío también ha impregnado los universos creativos de las series, sobre todo a partir del fenómeno de Lost, cuyos guionistas y productores han arrastrado esas ideas a nuevas ficciones hermanadas con aquel ideario. Los pasajeros del vuelo 815 de Oceanic Airlines se encontraban de repente varados en una isla solitaria en la que ocurrían cosas extrañas. Todo lo sucedido, el accidente, el encuentro entre desconocidos, el hallazgo de la isla, parecía no ser fruto de la casualidad sino de un organigrama pensado de antemano, de un diseño previo. ¿Estaban sus caminos prefijados para ese hallazgo fascinante? La sensación de que cada pequeño detalle de nuestras vidas, la decisión más nimia y la voluntad más imperceptible, puede ser parte de un programa superior, guiado por una fuerza invisible, de matriz religiosa o mística, de origen extraterreno o humano, es una de las pesadillas más recurrentes de la era de las sociedades de control. El siglo XX ha regulado sus formaciones social a tal escala que al mismo tiempo ha dispersado la convicción que esas estructuras tan rígidas ahogan cualquier desviación.
Varias series contemporáneas han explorado esos caminos. Las ficciones de Sam Esmail, Mr. Robot y Homecoming (disponibles en Amazon Prime Video), asumieron como clave el tópico de las estructuras invisibles que ejercen el poder a través de la regulación y el control de voluntades y comportamientos. El hacker de Mr. Robot interpretado por Rami Malek es un síntoma de esa sociedad de hipercontrol y vigilancia. Fóbico y depresivo, se convierte en un ciberanarquista como forma de resistencia al persistente monitoreo que convierte su vida en un espiral de alienación. Lo mismo sucede con la terapeuta que interpreta Julia Roberts en Homecoming, cuya tarea de contención de los exsoldados que regresan a Estados Unidos de las guerras en Medio Oriente se convierte en una válvula de escape para sus propias ansiedades, determinadas por un entramado corporativo que guía y condiciona sus deseos. El impulso resiliente es similar en ambas, y consiste en dinamitar a partir del ejercicio de reiteradas anomalías, la estabilidad de una organización destinada a aniquilar el libre albedrío. Ahora bien, ¿qué es lo que sucede después de dicha implosión?
En Devs –producida por Hulu bajo acuerdo con FX, aún inédita en la Argentina–, la nueva serie de Alex Garland, director de Ex Machina y Annihilation, el todopoderoso creador de la corporación Amaya exhibe su ideario con evidente convicción: "El universo es determinista. Es pagano, neutral, y se rige solo por las leyes de la física. Un efecto es siempre el resultado de una causa anterior. La vida que vivimos, pese a su apariencia de caos, avanza sobre rieles preestablecidos, sin desvíos. Nos creemos la ilusión del libre albedrío porque no vemos los rieles, pero nuestras decisiones, nuestros sentimientos, siempre devienen de una causa anterior". Ese juego que propone el magnate demuestra que el lugar de Dios queda vacante, y dispuesto a ser ocupado. El retrato de un mundo prefigurado en causas y consecuencias, que tensa cualquier subjetividad o conducta imprevisible, es ideal para proponer una pregunta mayor: ¿qué pasa entonces con la responsabilidad?
En la serie, Sergei Pavlov (sí, no hay demasiadas sutilezas por aquí) es un experto en inteligencia artificial que trabaja para la empresa Amaya en una distópica San Francisco. Sus investigaciones demuestran un avance sobre la previsión de las conductas de los organismos vivos, apenas con unos segundos de anticipación. Pese a la inestabilidad de sus conclusiones, Forest, el jefe de la corporación, un pelirrojo desgreñado con voz sentenciosa, lo autoriza para ser parte de un proyecto secreto. "Devs" es una especie de fortaleza dorada, llena de máquinas sofisticadas y paneles móviles, que esconde en un bosque frondoso una inefable investigación. Sergei no sabe cuál es su tarea allí ni tampoco qué es exactamente lo que se espera de él. Pero finalmente todo ocurre como estaba previsto, aquello que Sergei y el público ignorábamos es conocido por el misterioso Forest, que esgrime sus reflexiones con la firmeza de un sacerdote. Traiciones, deseos y ambiciones son esquirlas de un libre albedrío dinamitado por esa insistente certeza de que todo está escrito en algún lado, como un libro mágico que solo algunos pueden descifrar.
Los mundos distópicos suelen diseminar detalles curiosos, y que rozan lo absurdo, para luego engarzarlos dentro del diseño de un plan maestro. En Lost era el humo negro, en Devs puede ser esa inmensa réplica de una niña que se eleva sobre el edificio de la compañía de Forest. ¿Es un perverso homenaje a Amaya, su hija muerta cuyo nombre bautiza sus anhelos de omnipotencia? ¿Es el duelo también un sentimiento previsto de antemano? El pavor que la serie desnuda respecto a la conciencia de un mundo cada vez más determinado por algoritmos y virtualidades, en el que la humanidad se torna ceñida a directivas de un CEO de una startup o de un magnate fascinado con los poderes de la tecnología, resignifica la pregunta por la libertad individual y las posibilidades de escapar a los designios que la cercenan. Ya no es el silencio de Dios que agobiaba a las criaturas de Ingmar Bergman, o los caprichos del destino que enredaban a los héroes trágicos de Fritz Lang, sino esos rieles invisibles que determinan los comportamientos humanos de acuerdo a las variables de una fórmula tecnológica.
Westworld ya había establecido esa firme vinculación entre datos y previsión. Las máquinas que se rebelaron en el seno del parque temático Delos, al final de la primera temporada, consiguieron arribar a la consciencia a partir de la memoria como proceso de acumulación de saberes. Lo mismo sucedió con el tesoro preciado del final de la segunda temporada, contenido en unas modernas cápsulas, cuyo valor residía en los datos de decenas de huéspedes que habían visitado el parque a lo largo de su existencia. Los "datos", como los que recopilan las redes sociales y las bases de control de organismos privados y estatales, se convierten en las distopías en la llave para la predicción de las conductas humanas y el sueño último del determinismo. Por ello, la nueva temporada de Westworld parece trasladar esa ambición al mundo real, más allá del Oeste imaginado por Delos. En ese mundo "humano" también las tecnologías son usadas para un control invisible que insiste en convertir al libre albedrío en una mera ilusión.
Lo que en las primeras dos temporadas de Westworld parecía ser la condición de las máquinas, su destino de repetición de conductas y confinamiento a narrativas previstas, ahora se convierte en una extraña sombra del mundo "real". No solo los anfitriones que padecían las muertes al servicio del entretenimiento humano eran peones de un diseño global, sino que la distopía creada por Nolan y Joy fuera de los límites del parque también padece sus mismos determinismos. La presencia de Dolores (Evan Rachel Wood), líder de los anfitriones rebeldes que persiguen la autonomía de sus propias decisiones, puede ahora conjugarse con estos nuevos hombres y mujeres –con el veterano de guerra que interpreta Aaron Paul como su mejor ejemplo- consignados al determinismo, que antes que enemigos son en realidad inconscientes aliados .
La persecución del libre albedrío ya no parece exigir oposiciones sino alianzas. Cuando las distopías se acercan demasiado a lo real, las ansiedades sobre las voluntades individuales y los límites de esa libertad perseguida encuentran un extraño rumbo en esas impensadas confluencias. Porque después de todo la pregunta por el dilema entre determinismo y libre albedrío no deja de ser una angustia moderna, aquella se hace acuciante cuando esa voluntad de la razón existe, aún pese a encontrar sus límites. Ensayar interrogantes desde la ficción como muestra de autoconsciencia de nuestra realidad, se convierte entonces en un ejercicio importante, no solo para pensar las tensiones entre esos dos polos, para sentir que lo colectivo y lo individual no son exclusivos sino interdependientes, y para acomodarse a estos mundos en tránsito, que pese a sus cambios drásticos siguen siendo los mismos.
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