La pesadilla del sueño americano
"Belleza americana" ("American Beauty", EE.UU./1999, color), producción hablada en inglés, presentada por UIP. Basada en un guión de Alan Ball. Intérpretes: Kevin Spacey, Annette Bening, Thora Birch, Wes Bentley, Mena Suvari, Peter Gallagher, Chris Cooper, Allison Janney, Scott Bakula, Sam Robards. Fotografía: Conrad L. Hall. Música: Thomas Newman. Diseño de producción: Naomi Shohan. Producción: Bruce Cohen y Dan Jinks. Dirección: Sam Mendes. Duración: 120 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Films como éste -movilizadores, inquietantes, provocadores en la medida en que aluden a conflictos muy actuales y muy reconocibles- dan mucho que hablar y suelen despertar reacciones extremas. Por un lado, éstas tienen que ver con cierta moda intelectual -acaso derivada de nuestros hábitos de consumo rápido y descarte inmediato- que invita al rechazo de lo que se juzga ya demasiado aplaudido. (Y seguramente las ocho flamantes candidaturas al Oscar harán recrudecer las críticas contra "Belleza americana".) Por otro, se relacionan con la reacción de cada uno frente al espejo: la imagen que nos da puede ser reveladora, pero la verdad no siempre tranquiliza. Y además -como dice un personaje del film- conviene no subestimar nuestra capacidad de negación.
Con su inusual tono de comedia negra, a la vez cínica, amarga y risueña, "Belleza americana" es el espejo que muestra el lado más mediocre, frustrante y desalentador de una realidad que no se circunscribe a esta "familia disfuncional de la burguesía suburbana de los Estados Unidos", como se ha repetido con disciplinado entusiasmo, quizá para mantenerla a distancia.
El descontento y la desazón no son sentimientos difíciles de experimentar en una civilización que hace hincapié en las cosas y en las distracciones para disimular el vacío. El único objetivo válido parece ser el éxito, y no hay condición más temida que la de perdedor, sea lo que fuere lo que eso signifique.
Por otro lado, hace rato que el sueño americano se ha convertido en producto de exportación. No estamos, pues, tan lejos, y en cierta medida puede resultarnos esclarecedora la cruda radiografía que hacen el guionista Alan Ball y el director Sam Mendes.
Trascender el lugar común
Los elementos que ellos ponen en juego tienen todo el aspecto del lugar común: desde el ambiente (cuidadosamente diseñado, de modo que cada detalle aporte algo a la descripción) hasta los personajes, metidos en situaciones que parecen en principio salidas de una típica comedia de TV: el matrimonio desavenido, la hosca hija adolescente que anda en la confusa búsqueda de sus propios valores; el vecindario con sus calles arboladas, sus cuidados jardines y su esterilizado diseño de escenario para la felicidad.
Pero el lugar común está puesto ahí para ser trascendido. Y eso queda claro desde el principio, puesto en palabras por Lester Burnham, el protagonista. El asume la voz del narrador e impone con su aire sarcástico y amargamente burlón el tono que dominará todo el relato.
Hay algo patético en ese personaje -odiado por su hija, ignorado por su esposa, desechado por sus empleadores-, que se ríe de sus propios fracasos, se reconoce "perdedor" y cuando decide salir a recuperar sus sueños juveniles no lo hace como resultado de una meditada toma de conciencia sino empujado por el mezquino deseo de conquistar a una provocativa Lolita amiga de su hija. Pero su patetismo no ahuyenta al espectador porque, al dirigirse directamente a él, Lester lo coloca en el papel del confidente. Y además porque la mirada crítica de Mendes -que busca, y encuentra más de una vez, un giro poético para sobrellevar la acidez de la fábula- va más allá de los personajes, a los que reserva su comprensión y hasta su solidaridad.
Cambios y sorpresas
La metamorfosis de Lester -cuarentón empeñado en recobrar la adolescencia, gimnasio, rock and roll y marihuana incluidos- no es la única a la que se asiste en el film. Casi todos los personajes cambian, y casi siempre del modo menos previsible.
Desde la agitada dueña de casa, una agente inmobiliaria que es maestra en el arte de la apariencia, hasta los jóvenes -el vecino voyeur que elige sus propios caminos para perseguir la belleza, se hace compinche de Lester y se enamora de su hija; la seductora Lolita moldeada en el culto a lo superficial-, sin olvidar al padre del muchacho, un militar autoritario de decisivo papel en el drama pero cuyo dibujo parece algo recargado. También la familia de éste -a Mendes y Ball les bastan un par de escenas para definirlo- esconde abundante "disfuncionalidad". No hay por qué suponer que en el resto de las residencias las cosas difieran demasiado.
Es admirable el modo en que Mendes hace equilibrio al borde del grotesco, aun en situaciones casi vodevilescas, como el repentino encuentro de mujer, marido y amante en la hamburguesería, o en las que anticipan la tragedia, como el intempestivo arranque del coronel en la noche de lluvia. Al mérito mayor de sostener ese tono que va del humor negro al sarcasmo y del cinismo al sentimiento, Sam Mendes suma un impecable trabajo visual, al que mucho ha contribuido la luz del veterano Conrad L. Hall.
Pura inteligencia
Pero como cabía esperarse de un hombre formado en el teatro, la puesta en escena es pura inteligencia y la conducción de los actores obtiene resultados francamente deslumbrantes.
Kevin Spacey hace de Lester un personaje inolvidable que se balancea en clave burlona entre la comicidad y la tragedia, pero conserva en el fondo una callada emoción. Annette Bening parece por momentos próxima al desborde, pero son justamente esos momentos de intensa excitación los que mejor exponen sus condiciones de comediante y su control. Se justifica que ambos estén en el umbral del Oscar.
También es notable el desempeño del resto del elenco, que incluye al veterano y siempre expresivo Chris Cooper y a tres jóvenes de promisorio futuro: Mena Suvari (la aspirante a estrella), Thora Birch (la desorientada hija) y Wes Bentley. Este último, cámara en mano, es quien anda a la pesca de la belleza que el mundo prodiga a manos llenas.
Claro que él intuye que la belleza no está precisamente donde nos inducen a buscarla. La felicidad tampoco.