El mayor éxito de la carrera de Michelangelo Antonioni contiene un célebre enigma en su centro, que según uno de sus actores, es producto de la súbita falta de dinero y no una reflexión sobre la distancia entre la realidad y la ficción
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Corrían los años 60 y Michelangelo Antonioni se había convertido en sinónimo de cine moderno. Sus películas ganaban festivales, se discutían en los círculos intelectuales, se convertían en cita obligada de las salas de arte y ensayo. Su tríada maestra –integrada por La aventura (1960), La noche (1961) y El eclipse (1962), exploraciones de la mentada “incomunicación”– lo había colocado en el centro de discusión del arte de la época, admirado por su rigor formal, odiado por sus pretensiones filosóficas, esquivo a toda indiferencia. Desde la controversia en Cannes con La aventura, repudiada en su premiere -hasta conseguir la intempestiva huida del director y su actriz, Monica Vitti, de la sala-, y luego reivindicada hasta alzarse con el Premio Especial del Jurado -defendido en una carta por Roberto Rossellini-, la obra de Michelangelo Antonioni desplegó posibles vertientes para el cine del momento, tanto en la lectura del mundo de posguerra, como en el territorio de las innovaciones estéticas del arte cinematográfico. La incógnita era hacia donde se dirigía, cuál sería su próxima jugada.
Y la respuesta llegó con Blow Up, excursión al efervescente Londres de los 60, un territorio ajeno pero atrayente para el cineasta italiano, cuya mirada sobre el milagro económico de su país y las consecuencias existenciales en esa burguesía emergente ya se había distinguido por un filo abrasivo. Londres era entonces la ciudad de moda, el corazón de la revolución musical que encabezaban The Beatles -seguidos por The Rolling Stones, The Who, The Kinks-, la cuna del hippismo y la psicodelia, la consagración de una juventud hedonista que dejaba atrás el conservadurismo del imperio y la austeridad de la reconstrucción. Así como Antonioni había captado la nueva Italia después de la Segunda Guerra Mundial, su frenesí de éxito y modernidad, la aridez intelectual y el desencanto político que nacían tras el fascismo, ahora su mirada apuntaba hacia las nuevas sensibilidades emergentes, y para ello el cine como dispositivo ofrecía la mejor herramienta: los límites de lo real a través de la cámara. El protagonista sería un fotógrafo de modas y el corazón de su pesquisa, un supuesto asesinato. La verdad y la apariencia, ejes de una reflexión que recién comenzaba.
El cuento de Julio Cortázar
El disparador de Blow Up fue “Las babas del diablo”, un cuento de Julio Cortázar publicado por primera vez en Las armas secretas (1959). Pieza clave en el recorrido que el autor emprendía en ese año -también con la edición de El perseguidor- y que encontraría su mejor expresión en Rayuela, de 1963: la concepción de la escritura como una exploración de la realidad en sus límites con lo insólito, lo absurdo, lo fantástico. De allí que cada obra proponía derribar las fronteras de lo real a través de las posibilidades del lenguaje, y el estatuto de la verdad a través de la potencia de la imagen. “Las babas del diablo” está narrado por Roberto Michel, quien en un ejercicio de desdoblamiento se refiere a sí mismo en tercera persona, y superpone así dos planos del relato: por un lado, una historia de seducción, planeada y frustrada en la placita Quai de Bourbon en París, replicada luego en una fotografía puesta en la pared del quinto piso del número 11 de la rue Monsieur Le Prince; y por el otro, el ensayo en la voz de Michel de una serie de discursos sobre el arte de la narración y las dificultades que se oponen a toda vocación de fidelidad. En ese segundo plano, la acción se detiene y lo que domina es el pensamiento sobre ella, algo imposible de trasponer al lenguaje cinematográfico.
Cuando Antonioni leyó el cuento por primera vez, encontró allí el germen para su película, antes que una trama completa y eficaz. “No me interesaba tanto el argumento como el mecanismo de las fotografías”, cita el español Miguel Ángel Barroso en su libro M. A. Antonioni: Técnicamente dolce. Lo que le interesó al director fue que Roberto Michel además de escritor era fotógrafo, y por ello testigo de un hecho equívoco en la Plaza Quai de Bourbon que registra con su cámara. Lo que ocupaba el interés y la reflexión del personaje era la arbitrariedad que comparten el lenguaje y la imagen, la segunda atrapada en el pretendido goce de su objetividad. Lo que la cámara registra -descubría Michel- también está sometido a límites y contradicciones, pese a que la máquina fotográfica no impone perspectiva alguna sobre lo real. El trabajo de adaptación, encarado con su habitual colaborador, Tonino Guerra, suponía el traslado de la acción de Londres a París y la conversión del fotógrafo aficionado en un joven profesional y exitoso, rodeado de modelos y glamour, que conduce un Rolls Royce e intenta hallar cierta autenticidad en un libro de fotoperiodismo sobre las clases obreras. Pero, además, la transposición exigía la reconfiguración del misterio, que en “Las babas del diablo” sugería un acto de abyecta corrupción y en la película un crimen elusivo que daba pie a un insondable complot que lo envolvía todo.
La elección del protagonista y el comienzo del rodaje
A mediados de 1966, los últimos ajustes del guion llegaron con la participación del dramaturgo inglés Edward Bond en el ajuste de los diálogos en inglés y la luz verde para el rodaje de la mano de la compañía de Carlo Ponti, que garantizó un presupuesto de dos millones de dólares de entonces y las locaciones en la capital inglesa. El primer actor al que le ofrecieron el protagónico y lo rechazó fue Sean Connery -quien afirmó no entender nada de lo que le explicaba el director italiano sobre la película-, aunque ya por entonces Antonioni tenía en mente a David Hemmings para interpretar al fotógrafo: lo había conocido en un club nocturno de Londres y de inmediato lo imaginó como Thomas, un exponente de la nueva generación de fotógrafos británicos al estilo de David Bailey o Brian Duffy, que inyectaron sensualidad y espontaneidad al mundo de la moda. La relación entre el director y el actor estuvo teñida, sin embargo, de un malentendido. Durante el casting, Antonioni movía la cabeza insistentemente, sugiriendo cierta valoración negativa que angustiaba a Hemmings y lo hacía temer la pérdida de ese rol tan esperado. Finalmente fue elegido pero el gesto de desaprobación reapareció en el semblante del director. Hemmings no podía entender qué hacía mal para ocasionar tal disgusto y al final encontró la respuesta en uno de los asistentes del rodaje: Antonioni tenía un tic nervioso y en situaciones de ansiedad -como cuando filmaba- tendía a mover la cabeza. “Una vez que se resolvió el misterio fue un alivio y terminé adorándolo. Sin embargo nunca le conté sobre la semana que pasé en el infierno como resultado de su aflicción”, reveló el actor.
En la mirada de Antonioni, la ciudad de Londres se convirtió en una ciudad frenética y entusiasta, aquella que él había descubierto cuando acompañó a Monica Vitti, su pareja de entonces, durante el rodaje de Modesty Blaise (1966). Mientras Vitti atendía las órdenes de Joseph Losey, el director de La aventura se sumergía en el ambiente de la ciudad que luego recreó con precisión en su película, apenas unos meses más tarde: manifestaciones contra la guerra nuclear, hippies deambulando en alocadas carreras por el asfalto, músicos en los sótanos dando los primeros acordes del nuevo rock & roll, colores estridentes en las pintadas callejeras, minifaldas y botas altas en el vestuario femenino, marihuana y alcohol. Esa recreación minuciosa fue realizada en colaboración con el emblemático director de fotografía Carlo Di Palma y el director de arte Assheton Gorton, quien lo había deslumbrado por su trabajo en El knack y cómo lograrlo (1965) de Richard Lester. Las actrices elegidas para el reparto fueron Vanessa Redgrave, en el mismo año de su estelar aparición en Morgan, un caso clínico (1965), de Karel Reisz; la actriz de El sirviente (1963), Sarah Miles -que aparece en solo tres escenas-, y Jane Birkin, en una de sus primeras apariciones en la pantalla. Todo estaba listo para comenzar.
El enigma de Maryon Park
Al mismo tiempo que un estudio de la cultura de los años 60, Blow Up es -al igual que “Las babas del diablo”- una metáfora del proceso creativo, un viaje plagado de frustraciones hasta la última epifanía, y un ensayo sobre la verdadera naturaleza de la percepción. El cuento, cuyo título sugiere ese escape estrecho e imperceptible que tiene todo mal para esparcirse, comienza con la fotografía de un hecho banal. Hastiado por el trabajo de una traducción, Roberto Michel pasea por una coqueta placita de París y toma la foto de lo que cree es la seducción de un jovencito a manos de una mujer adulta. Pero cuando Michel revela la fotografía, descubre que lo que se esconde allí es algo mucho más siniestro: la seducción del joven para ser entregado a un hombre que observa desde un automóvil. La pista que sigue Michel en su descubrimiento es la mirada de la mujer hacia el fuera de campo, y lo que le permite la fotografía es un acercamiento aún más fiel a la realidad que el obtenido por sus propios ojos.
En la película, el fotógrafo no es un aficionado sino que tiene un aura de superestrella, conduce un Rolls Royce descapotable, tiene un séquito de asistentes que se ocupan de lo aburrido y lo mundano (atender el teléfono, llevar los rollos al laboratorio, suspender o postergar sus citas), se muestra fastidioso con la fotografía como mercancía, maltrata a las modelos, y se enreda en un juego sexual con dos adolescentes. El único proyecto que parece apasionarlo es un libro, encargado por intermedio de su agente, que retrata la “verdadera” vida de Londres. Para ello se disfraza de obrero en el comienzo y captura los rostros que pueblan una fábrica. En uno de sus múltiples recorrido por la ciudad, luego de una incursión en una casa de antigüedades para comprar una enorme hélice para su estudio, se interna en Maryon Park para tomar algunas fotografías. A lo lejos una pareja coquetea, luego parece tener un altercado. El fotógrafo los captura con su cámara como en un acto de inercia profesional y recién al revelar el rollo descubre que hay algo más en la escena. Un bulto sobre el césped. ¿Un cadáver?
Los detalles sí importan
Lo que Antonioni propone en su película es menos la exploración del ánimo interior del fotógrafo ante el descubrimiento -algo que sí interesa a Cortázar en tanto Michel cree que su intervención fue crucial-, sino lo que ese estado revela de la naturaleza de lo real. Por ello Thomas irá de la imagen a la realidad para tratar de descifrar si lo que ha visto existe, para corroborar si alguien que se dedica a mirar ha fracasado en ver a la muerte en su fotografía. Para ello, Antonioni diseñó no solo los ambientes donde el fotógrafo agranda al máximo las imágenes hasta detectar la más imperceptible anomalía -situados en el estudio del fotógrafo John Cowan en Londres, cuyos murales aparecen en la película-, sino también concibió las actuaciones como funcionales al encuadre y el diseño de la escena bajo la misma premisa. Vanessa Redgrave reveló en el libro Vanessa: The Life of Vanessa Redgrave, de Dan Callahan, que “para Antonioni el ángulo de la cámara, el encuadre, los objetos que pueblan el plano son los que cuentan la historia. No importa si son animados o inanimados. Gracias a mi entrenamiento como bailarina pude comprender cómo quería que me moviera en el espacio, que sintonizara con los colores y formas presentes, el alcance de la posición ideal. Para él era imprescindible el tempo exacto del movimiento”.
En esa búsqueda de perfección, el italiano comenzó a tener complicaciones con su compatriota, el productor Carlo Ponti. Demoró varios días el calendario para pintar de un verde más intenso el césped de Maryon Park y retocar algunas fachadas de edificios de color rojo. De hecho, la escena del club de rock en la que The Yardbirds interpretaban “Stroll On”, una versión modificada de “Train Kept A-Rollin’”, recién se filmó en los estudios Elstree en octubre de 1966. La música de la película estuvo a cargo de Herbie Hancock, quien reemplazó a Giovanni Fusco, el creador de los ambientes musicales para su cine. En la película aparece un jovencísimo Jimmy Page y el recientemente fallecido Jeff Beck en una escena premonitoria: destruyendo una guitarra eléctrica como acto de rebeldía, tiempo antes de la performance iconoclasta que hiciera célebre a Jimi Hendrix. La detención de su cámara en ese momento, al igual que la inclusión del escritor Paul Bowles -autor del libro El cielo protector, que adaptaría años después-, del propio Cortázar como un hombre que vive en la calle, o de la modelo alemana Veruschka haciendo de sí misma, demuestran la convicción del cineasta de que algo nuevo se gestaba en ese territorio ya conocido y transitado, el de la vieja capital del imperio y el del cine que pretendía retratarla.
Al final del rodaje hubo cierta controversia por el cumplimiento del presupuesto que había exigido Ponti. Según reveló tiempo después el actor canadiense Ronan O’Casey -quien interpretó al amante de Vanessa Redgrave en el parque-, la naturaleza misteriosa de la película fue producto de una producción “inacabada”. En una carta de 1999 al crítico Roger Ebert, O’Casey señaló que las escenas que representaban la planificación de su asesinato nunca se rodaron porque la película excedió su presupuesto.
Más allá de esas especulaciones, Blow Up, la segunda película en color de Antonioni luego de El desierto rojo (1964) y la primera en inglés, resultó la más exitosa de su carrera. Se lanzó al mercado sin el sello de la MPPDA -porque no autorizaban la calificación debido a las escenas de desnudos y erotismo- y aún así obtuvo diez veces su costo en la recaudación en salas. Ganó la Palma de Oro en el Festival de Cannes y recibió dos nominaciones al Oscar, como mejor director y mejor guion. Pero además de ello, se convirtió en una marca indeleble de aquel tiempo, se reveló como un temprano retrato de una Inglaterra en plena transformación, una mirada aguda e irónica sobre el Swinging London, un desafío a la censura y un atentado contra las formas ortodoxas de representación. Pensada a partir de continuos desajustes en la dramaturgia clásica -algo que Antonioni había ensayado desde su ópera prima, Crónica de un amor (1950)-, Blow Up llevó al cine una trama preñada de digresiones, de movimientos impredecibles, un retrato circular que expone la opacidad de lo aparente y la infinita búsqueda que subyace bajo esa imagen visible.
Blow Up, de Michelangelo Antonioni, está disponible en alquiler en Apple TV+.
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