Con un buzo blanco y nikes rosadas, el hombre sentado en un banco en la plaza frente a la catedral en Orizaba parece un tipo común de 32 años, pero está hablando acerca de asesinar gente. Me dice que lo hizo ocho veces y explica qué clase de cosas, en su rubro laboral, puede hacer que te maten. "Ser un agrandado", dice. "Hacerte el malo. Buscar pelea. Eso te obliga a quebrarlos." Detalla sus métodos: "Primero, los molés a golpes", dice. "Después, terminás con ellos con un disparo en la cabeza. O los torturás, así cantan lo que saben, con quién estuvieron hablando. Podés usar cuchillos, un hacha, lo que tengas a mano. Un machete. El negocio en el que estamos te obliga a hacer eso. Así es la vida que vivimos."
No está hablando de la vida de un narcotraficante, aunque esta parte de México está dominada por el crimen organizado. No produce ni transporta drogas, y nunca contrabandeó nada a través de la frontera. Es el jefe de una mafia que roba nafta, una en media docena aproximadamente que trabajan en esta zona, en el este de la Sierra Madre, un territorio sin ley. Su pandilla de 25 ladrones se maneja en cinco pickups con tanques de 1.000 litros y montones de herramientas, perforando grifos ilegales en caños subterráneos. Venden el producto robado a taxistas, compañías de micros y camioneros de larga distancia a un precio significativamente menor que las estaciones de servicio de Petroleros Mexicanos, más conocidos como Pemex, la compañía nacional de combustibles. En un buen día, dice, puede ganar más de 10.000 dólares. "En mi opinión, este pueblo es mío", dice. "El combustible que corre por ahí es mío."
Los ladrones de combustible, conocidos como huachicoleros, siempre existieron en México, un país con grandes riquezas de petróleo y una larga tradición de bandolerismo. En el pasado, los huachicoleros típicos eran pequeños grupos de marginales mugrientos, en general Robin Hoods inofensivos que operaban en silencio y se ganaban el cariño de la gente regalando bidones de nafta y organizando desfiles y festivales en pueblos pobres. Baladas con acordeón celebraban el estilo de vida huachicolero, y los huachicoleros incluso tenían su santo patrón, el Santo Niño Huachicolero, una suerte de niño Cristo representado con una manguera y un bidón.
En los últimos años, todo eso ha cambiado, puesto que los carteles narcos de México pasaron a monopolizar todo tipo de crimen, incluyendo el robo de combustibles, expulsando a operadores más pequeños con tácticas paramilitares perfeccionadas en la guerra contra las drogas. El mercado negro de combustibles es ahora una economía de miles de millones de dólares, y las mafias están incrementando su poder por derecho propio, tirando un fósforo a la mezcla volátil de drogas y armas que ya mató a alrededor de 200.000 mexicanos en la última década. El año más violento registrado en la historia reciente de México fue 2017, y algunos observadores dicen ahora que el conflicto tiene tanto que ver con el petróleo como con los narcóticos.
Pemex es una de las compañías de petróleo más grandes del mundo, un complejo energético repartido por todo el país con ingresos de más de 100.000 millones de dólares anuales. Legalmente, la riqueza en petróleo del país es propiedad del pueblo; durante décadas, Pemex fue, para el gobierno, la gallina de los huevos de oro, ya que financiaba inversiones en infraestructura y generosos programas sociales, aun cuando los impuestos eran bajos. Pero con la producción en declive desde 2010 y el robo de combustible en ascenso, Pemex desangra el tesoro nacional. "Tuvimos que poner 110.000 millones de pesos del banco central [alrededor de 6.000 millones de dólares] por año durante los últimos cuatro años", dice Manuel José Molano Ruiz, economista del Instituto Mexicano de Competitividad. "Es un grave daño a nuestro tesoro, dinero que sale de los bolsillos de todos los mexicanos."
Como respuesta, hace poco una coalición política liderada por el ex presidente Enrique Peña Nieto terminó con el monopolio de la compañía y abrió la industria energética a las inversiones privadas extranjeras. Por primera vez en la historia moderna, las corporaciones de petróleo multinacionales están entrando, poniendo en riesgo la inestable situación de seguridad, en busca de hacerse con un pedazo de las reservas mexicanas: aproximadamente 9.000 millones de barriles de crudo y 15 billones de pies cúbicos de gas natural. La necesidad de proteger la infraestructura energética le ocasionó al gobierno mexicano una segunda crisis de seguridad, en paralelo a la actual guerra contra las drogas. En diciembre del año pasado, Peña Nieto aprobó la Ley de Seguridad Interna, que le da al ejército mexicano la autoridad de ejercer la ley en el país, una medida que puede ser descrita como una ley marcial.
Ambas medidas políticas han resultado ser extremadamente poco populares, con casi un 80 por ciento de los mexicanos oponiéndose al control extranjero de lo que consideran su patrimonio nacional. En una elección presidencial histórica que tuvo lugar el 1º de julio pasado, los mexicanos votaron masivamente por el outsider Andrés Manuel López Obrador: un socialista canoso que se pasó toda su carrera política luchando contra la influencia del dinero en la política. Vive en una casa anodina, tiene un auto viejo y camina por las calles sin guardaespaldas: un gesto que irrita incluso a quienes lo apoyan, considerando que alrededor de 100 políticos fueron asesinados en México durante el ciclo electoral de 2018.
Los tres últimos presidentes de México fueron centristas con lazos en el mundo de los negocios que promovían el libre comercio y una cooperación militar con Estados Unidos. López Obrador criticó la privatización de Pemex y quiere separar la seguridad de México de la guerra contra las drogas liderada por Estados Unidos. También se comprometió a lidiar con el crimen confrontando sus causas más profundas, que él dice que son la pobreza y la corrupción gubernamental. En un video de campaña, López Obrador está parado frente a una estación de Pemex, que él asegura que está siendo dirigida por una "mafia poderosa", y dice que por cada barril de combustible que se roban los huachicoleros, hay diez que se roban funcionarios de alto rango en Pemex y el gobierno. "Tenemos que castigar a los huachicoleros de bajo nivel", dice, "pero también a los huachicoleros de cuello blanco en las esferas más altas".
El hombre con Nikes rosadas aceptó reunirse conmigo en este pueblo de montaña, tan pintoresco como peligroso, para darme un relato privilegiado de las guerras de las pandillas del petróleo. Dice tener informantes en Pemex y haber sobornado a los policías en las cinco municipalidades de los alrededores de Orizaba. Pero las patrullas militares son una amenaza constante. Hace no mucho tiempo, dice, dos camiones de marines mexicanos lo sorprendieron junto a su pandilla cerca de Maltrata, un pueblo en las montañas al oeste de Orizaba. "Murieron trece de mis hombres, y dos marines", dice. "Nos escapamos, pero perdimos el cargamento." Mientras hablamos, desde abajo de su gorra de béisbol no les quita los ojos a los alrededores, y se calla cada vez que alguien pasa cerca. "Al principio, uno tiene miedo", dice. "Pero terminás perdiendo todo temor, y te empieza a gustar, especialmente cuando sobrevivís a un tiroteo."
Su pandilla no tiene nombre, y él no pertenece a Los Zetas, el cartel que domina el Estado, pero una vez por mes paga un tributo de 10.000 dólares para robar nafta. El corazón de la economía de los huachicoleros está a una hora en auto hacia el oeste, una región del centro de Puebla conocido como el Triángulo Rojo, pero hace poco la potencia ascendente en México, el Cartel de Jalisco Nueva Generación, o CJNG, ha estado tomando el control. Cada tanto aparecen cuerpos mutilados en Acajete, Acatzingo, Quecholac, Tepeaca y Palmar de Bravo, los pueblos del Triángulo Rojo, cadáveres golpeados y desmembrados, muchas veces con los rostros despellejados: una marca distintiva del CJNG. El 29 de marzo, la policía encontró el cuerpo de un hombre junto a la autopista Puebla-Orizaba con una nota clavada con un puñal en su espalda. Solo se informó que la nota contenía una amenaza contra los huachicoleros locales y estaba firmada por el CJNG. "Puebla era uno de los lugares más pacíficos de México hasta que llegó el CJNG", dice Claudia Lemuz Hernández, directora editorial de Municipios Puebla. "Ahora cuando salís a la calle por la mañana, la policía no te puede garantizar que no termines en un tiroteo."
La mayoría de los analistas consideran que el CJNG, bajo su líder secreto, Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, es el cartel narco más poderoso de México. Y las reservas de petróleo y gas del país representan una posible fuente de ingresos mucho mayores que los de los narcóticos ilegales. El CJNG ha venido expandiéndose hacia el estado de Guanajuato, otro territorio denso en oleoductos, pero la mafia de las naftas independiente de esa zona no parece intimidada. En otoño del año pasado, el capomafia huachicolero, conocido como El Marro, posteó un video en YouTube en el que amenaza sin pudor a los secuaces del Mencho. "Los vamos a sacar a la mierda de nuestro estado", dice El Marro en el video. Detrás de él hay alrededor de 100 huachicoleros vestidos de negro, con chalecos antibalas y máscaras de esquí, que gritan y chiflan, blandiendo un arsenal de armas militares. "Cuando quieran, hijos de puta, aquí estamos", grita junto al sonido de docenas de armas vaciándose en el aire.
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Desde su fundación, hace 80 años, Pemex fue un símbolo nacional de soberanía energética, y su logo rojo, blanco y verde era una imagen tan familiar para los mexicanos como la bandera. Las compañías petroleras británicas y americanas no fueron bienvenidas en México, tras haber sido expulsadas luego de la Revolución populista de 1910, habiendo engendrado un resentimiento profundo por mover funcionarios de gobierno y sindicatos, pagándoles salarios más bajos a los trabajadores mexicanos que a los anglo, y expatriando sus ganancias a Londres y Nueva York. Pemex fue fundado con la idea nacionalista de que los mexicanos fueran los responsables de desarrollar la riqueza petrolífera de México, y de que las ganancias fueran usadas para beneficiar al país en su totalidad. Eventualmente llegó a ser más grande que Gazprom, la compañía de petróleo estatal de Rusia, pero siempre tuvo problemas de actividades ilícitas internas y sobrecontrataciones. "El gobierno corporativo es pobre", dice Duncan Wood, director del Mexican Institute del Wilson Center. "Es desorganizado. Tiene pequeños feudos en su interior. Hacen arreglos con el crimen organizado y, luego, la vista gorda." Patrick Corcoran, un analista de InSight Crime, lo dice de manera más sucinta: "Pemex es la gallina de los huevos de oro, y está plagada de corrupción".
Los cálculos varían, pero los ladrones se están llevando alrededor de 23.500 barriles de combustible por día. Molano Ruiz dice que el robo de gasolina en esa escala no es técnicamente posible sin ayuda de gente de la propia Pemex, que proveen a los huachicoleros de mapas de las redes de oleoductos, información acerca de cuándo va a haber combustible en ellos, y las partes y herramientas necesarias, incluyendo válvulas especializadas. "No es algo que puedas comprar en las ferreterías", dice. Entre 2006 y 2015, 135 empleados de Pemex fueron arrestados por su conexión con el robo de combustible. Un ingeniero cobraba 1.250 dólares por cada extracción ilegal que él supervisara.
Allí donde hay robos en oleoductos, también hay incendios y pérdidas. El huachicolero que conocí en Orizaba me dice que una vez, cuando su equipo no podía tapar una filtración que habían abierto ellos, sencillamente desconectaron la manguera y la dejaron chorreando combustible en el piso. "Es muy arriesgado", dice. "En cualquier momento puede haber un chispazo, una explosión."
En julio de 2017, una apertura ilegal en el noroeste de la Ciudad de México se rompió y pinchó un pozo surtidor, empapando casas y campos de gasolina antes de que los trabajadores de Pemex pudieran controlarlo, aunque no antes de que el río Aculco se contaminara gravemente. En marzo de 2016, 20 personas murieron después de que un camión petrolero volcara durante un robo mal hecho y explotó. Uno de los peores incendios de oleoductos en la historia ocurrió en diciembre de 2010, en el centro huachicolero de San Martín Texmelucan. Después de que torrentes de nafta inundaran el pueblo, una chispa transformó las calles en ríos de fuego. La nube de humo tóxico era tan grande que la NASA la fotografió desde el espacio. Murieron 29 personas, incluyendo 13 niños. El gobierno culpó a Los Zetas.
La solución de Peña Nieto fue terminar con el monopolio de Pemex y abrir la industria energética a corporaciones extranjeras, consideradas por él y sus aliados como inherentemente más eficientes y menos susceptibles a la corrupción que una empresa estatal. Les llevó cinco años enmendar la constitución e implementar un marco de libre mercado –"la madre de todas las reformas", según dijo Wood; una oportunidad con la que las compañías americanas se venían "babeando desde hacía 80 años", dice Corcoran– pero la privatización ahora es trato hecho. Incluso cuando la violencia subía, como en 2017, los gigantes multinacionales como Exxon Mobil, BP y Royal Dutch Shell se estaban estableciendo; el fracking, o la fracturación hidráulica, estaba explotando en las formaciones de rocas lutitas en el sur de Texas; y el gobierno estaba rematando derechos de exploración de aguas profundas a sociedades de Wall Street. Las reformas supuestamente debían bajar los costos en los surtidores pero terminaron haciendo lo contrario. El enojo público con las subas de precios ocasionalmente llegó a disturbios, y contribuyó a la elección de López Obrador.
Es difícil saber lo que ocurre en el interior de Pemex, pero hay dos números interesantes a considerar. El primero es 1.500 millones de dólares, la cantidad estimada de productos robados anualmente por los huachicoleros. El segundo es 19.000 millones, lo que perdió Pemex por año –en promedio– desde 2013. La ineficiencia ciertamente contribuye, pero los auditores del gobierno han llamado la atención sobre más de 100 contratos que Pemex lanzó en los últimos años, unos 11.000 millones de dólares en sospechas de fraude. Unas pérdidas tan grandes les dan credibilidad a las acusaciones de López Obrador de que, por peores que parezcan los problemas del robo de gasolina a nivel callejero, los tiroteos salvajes puede que solo sean un síntoma superficial de una guerra total que tiene lugar, sobre todo, en salas de conferencia con aire acondicionado. "Todo el mundo quiere meter la mano en la lata", dice un ex funcionario de Pemex que pidió no ser nombrado. "Es el talón de Aquiles de México."
La compañía de petróleo nacional de México, Pemex, siempre tuvo un problema con las actividades ilícitas: "Es desorganizada", dice un experto. "Tiene pequeños feudos en su interior. Hacen arreglos con el crimen organizado y, luego, la vista gorda."
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En un rincón de un café silencioso en Puebla, un nativo de Veracruz de 49 años al que llamaré Ernesto Navarro me cuenta una historia acerca de cómo entraron Los Zetas en el negocio del robo de combustibles. Navarro, que hace poco se retiró, se alistó en el ejército mexicano después de la escuela secundaria y se pasó su vida adulta sirviendo en unidades de élite, incluyendo fuerzas especiales entrenadas en contrainsurgencia en el programa militar estadounidense conocido como Escuela de las Americas. En 2011, mientras trabajaba para la seguridad estatal en Veracruz, fue asignado por el gobernador a un grupo de tareas que investigaba una célula de Los Zetas en una zona al este de la Sierra Madre, conocida por su ilegalidad por fuera del alcance de las fuerzas de seguridad del gobierno. Navarro armó un pequeño equipo de militares, todos ellos auténticos jarochos que podían hablar la jerga y mezclarse con los locales. Se pusieron ropa vieja y sucia y subieron en un camión destruido, cargado de vegetales, a la sierra, donde pasaron dos semanas viviendo con la gente, pasando de un pueblo a otro, simulando ser vendedores de vegetales mientras buscaban información, trazaban mapas y sacaban fotos con una cámara oculta.
Un día, en un pueblo de calles de barro llamado La Guadalupe, Navarro y su equipo estaban comiendo porotos y tortillas en una cantina, mirando de costado a un puñado de criminales que bebían cerveza en el bar, cuando un camión de marines se estacionó del otro lado de la calle, en un almacén. Navarro estaba confundido. "No era posible", dice. Los Zetas tenían toda la zona bajo vigilancia; si sus "halcones" hubieran visto una patrulla de marines acercándose, todos los narcos se habrían fugado hacia las montañas. Mirándolo de cerca, notó que los marines estaban bajando bidones de nafta para venderlos en el almacén. Las armas eran reales, pero los uniformes y los vehículos eran falsos, "clonados", según dice Navarro. "Estos tipos eran puros huachicoleros", dice. "Acababan de vaciar un oleoducto." Fue la primera vez que vio a los Zetas vendiendo nafta robada.
En su reciente libro Los Zetas Inc., la escritora y académica mexicano-estadounidense Guadalupe Correa-Cabrera documenta los muchos modos a través de los cuales el cartel invadió la industria de la energía de toda la zona noreste de México. "Nunca fueron realmente un cartel narco", me dice Correa-Cabrera. Los Zetas originales eran veteranos de las fuerzas especiales, y ella básicamente describe la organización como "paramilitares criminales haciendo negocios transnacionales", como un híbrido entre Halliburton y Blackwater. Como explica ella, la ventaja competitiva de los Zetas no estaba en la marihuana o el opio, ni en inventar maneras innovadoras de pasar drogas por la frontera: consistía en tomar el control de territorios estratégicos ostentando fuerza militar. En cuanto tenían el control de una ciudad o de un estado, los Zetas se diversificaban, incursionando en actividades criminales que incluyen la prostitución, la extorsión, el secuestro, la venta de drogas e incluso la piratería digital, pero nada resultó tan lucrativo como robar nafta.
Los Zetas perdieron territorios en la última década, pero el modelo paramilitar que inventaron es ahora el estándar entre los carteles más importantes de México, que también siguieron el camino de los Zetas en cuanto a explotar industrias extractivas: La Familia Michoacana exportó millones de toneladas de mineral de hierro del puerto Lázaro Cardenas; los carteles Los Rojos y Guerreros Unidos abusan de la mina de oro de Los Filos en Guerrero; y el Cartel del Golfo está robando gas natural de la Cuenca de Burgos. Según Correa-Cabrera, la guerra de las drogas se transformó en un conflicto armado más grande por el control de los recursos naturales, con varias milicias criminales y un estado central débil compitiendo por minas, puertos y campos de petróleo. Es una escala peligrosa que solo hace que los carteles estén más establecidos, porque ya no cuentan con una única fuente de ingresos. "Teóricamente, podrías legalizar las drogas", dice Daniel Lansberg-Rodríguez, un académico que lleva tiempo estudiando este tipo de robo en México. Pero en cuanto a la venta ilegal de petróleo y gas, "no hay nada que pueda hacer".
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Una noche de diciembre, llego a una casa de ladrillos pequeña en un surburbio sucio no muy lejos de la frontera con Texas. La mayoría de los patios de la cuadra están adornados con decoración de Navidad, pero esta casa está oscura, con rosales bajo las ventanas. El hombre que vive acá solía ser un sicario, un asesino para los Zetas, a quien acepté identificar solo por su alias, El Polkas. Es alto, parece tener 40 años y tiene una figura estilo ogro con una cabeza puntiaguda y el estómago expandido. Me hace entrar por la puerta del frente, y desaparece en una habitación en el fondo, dándome la oportunidad de echar un vistazo. Hay dos mujeres en el sofá, una alimentando a un bebé con una mamadera. Hay un árbol de Navidad con regalos y un cartel sobre una puerta corrediza de vidrio que dice "Dios bendiga esta casa". Hay un leve olor a alfombra enmohecida.
En la habitación del fondo escucho el inconfundible sonido de un rifle de asalto siendo cargado, como una pisotada sobre una lata de cerveza. El Polkas sale y pone dos armas cargadas sobre la mesa de la cocina, una AR-15 con mira y suministro plegable, y una 9mm semiautomática. Se puso el uniforme de camuflaje semipixelado de La Marina, la infantería naval de México; también tiene uniformes de las policías federal, estatal, municipal y judicial, todos ellos auténticos, dice, incluyendo tarjetas de identificación.
Como muchos asesinos a sueldo, el Polkas trabajaba como oficial de policía cuando lo reclutó el cartel. Cuando era sicario, su único trabajo era llevar a cabo secuestros y ejecuciones. Le suministraban suficientes armas y municiones, al igual que whiskey Buchanan’s y grandes cantidades de cocaína. La información sobre el objetivo –un nombre o una fotografía que le texteaban– le llegaba cuando iba de camino a una ubicación. Las interrogaciones se hacían en un rancho o en una casa segura. Los cuerpos se enterraban en tumbas clandestinas. Dice que mató personalmente a 32 personas antes de salir de los Zetas, por exención especial del jefe, Heriberto Lazcano. (De casualidad, Lazcano, un exparamilitar que lideró los Zetas desde 2006 hasta su muerte en un tiroteo en 2012, estuvo en la misma unidad de fuerzas especiales de Navarro.) Lazcano le permitió al Polkas dejar el cartel con la condición de ocultarse.
El Polkas dice que los Zetas empezaron a vender gasolina robada alrededor de 2010, cuando el cartel estaba siendo asediado por rivales y por el ejército. "Todo el mundo había empezado a pelear", dice. "Estábamos perdiendo dinero." Los primeros robos fueron secuestros oportunistas de camiones de petróleo, pero al poco tiempo empezaron a abrir grifos en los gasoductos directamente. Lo encontraron extremadamente beneficioso, sin ninguna necesidad de contrabandear el producto a través de la frontera cada vez más militarizada con Estados Unidos, y con un mercado mucho más amplio que el de las drogas ilegales. "Todo el mundo necesita gasolina", dice el Polka. "Siempre vas a tener clientes. Especialmente si es barata."
En un arreglo típico, dice, los Zetas designan a un oficial de policía o de tránsito de la nómina del cartel para que supervise a un equipo de huachicoleros, que reciben entre 500 y 1.000 pesos mexicanos para hacer el trabajo sucio y peligroso de abrir grifos en los oleoductos. Son alrededor de 40 dólares, un buen salario para un trabajo manual en México, pero si cometen un error, como perder gasolina a manos del ejército, o iniciar accidentalmente un incendio, el castigo es la muerte. El día del jale, salen en una flota de pickups robadas con sus barriles de 1.000 litros. La ubicación en general sale de una pista de un empleado de Pemex, un punto no vigilado donde se espera que pase una tanda de combustible. Si el oleoducto está enterrado, lo cavan. Si está sellado, lo cincelan hasta abrirlo. El proceso de perforar los caños es la operación más delicada. Primero sueldan una válvula con una boquilla en la superficie, después usan una barrena para hacer un agujero. Mientras les llueve gasolina con alta presión en la cara, atornillan una manguera en la boquilla y usan la válvula para controlar el flujo. Cuando la manguera está conectada, les lleva menos de un minuto llenar un "balde", un contenedor cuadrado de plástico que entra en la caja de una pickup de media tonelada.
Gran parte del combustible robado lo descargan en granjas comunitarias conocidas como ejidos, dice el Polkas, donde se obliga a los campesinos a comprar la gasolina quieran o no. En largas porciones de la autopista, alejadas de las estaciones de Pemex, es común ver gente revendiendo botellas de huachicol al costado de la ruta, con embudos y mangueritas, cubriéndose los rostros con pañuelos o máscaras de papel para protegerse de los gases. "Yo no gano nada de esto", dice una mujer de 27 años de Orizaba, quien vende nafta robada en su casa para los Zetas. Explica que el arreglo es una suerte de protección. A cambio de traficar, los Zetas te dejan vivir más o menos con normalidad. Mientras tanto, cargás con el líquido tóxico e inflamable. "Esto es horrible", dice. "Tiene olor, es feo, es corrosivo, te quema las manos, y tengo miedo de que explote la casa."
"Es un buen negocio", dice el Polkas encogiéndose de hombros. "Se gana mucho dinero." Cuando le pido que compare la gasolina con los narcóticos en términos de ganancias generales para los Zetas, reúne sus dedos índice. "Cincuenta y cincuenta", dice. "Es casi tan rentable como la droga."
"Teóricamente, podrías legalizar las drogas", dice un analista que estudia el robo de combustibles, pero ahora que los carteles entraron en la industria del petróleo y el gas, "no hay una opción nuclear" para evitar la violencia.
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El conflicto armado entre los carteles y el ejército mexicano, que ya lleva 12 años, es hoy la guerra más fatal del mundo, después de la de Siria. La falta de seguridad, especialmente en el norte y el este del país, fue la principal razón por la cual el Partido Revolucionario Institucional, o PRI, no tenía ninguna chance en las elecciones de julio. Tampoco el Partido de Acción Nacional, o PAN, aunque siempre había sido el único competidor del PRI. López Obrador les ganó con el mayor margen de victoria en 36 años. Pero ganar una elección es fácil comparado con gobernar. Cuando asuma el 1º de diciembre, también asumirá como comandante en jefe de lo que Correa-Cabrera y otros observadores consideran una guerra civil moderna.
Fue en 2006 que el presidente de entonces, Felipe Calderón, con apoyo de George W. Bush, tomó la decisión fatal de usar el ejército mexicano para luchar contra el crimen organizado. En 2008, Estados Unidos y México firmaron la Iniciativa Mérida, bajo la cual Estados Unidos daba una ayuda de hasta 2.500 millones de dólares al gobierno mexicano. La idea era destruir a los carteles a la fuerza, pero no funcionó así.
Los narcos respondieron paramilitarizándose: contrataron soldados entrenados e invirtieron en arsenales y vehículos blindados, evolucionando hasta transformarse en milicias criminales poderosas como los Zetas y el CJNG, que tienen mucho más que 2.500 millones de dólares para gastar en un acceso fácil al creciente mercado negro de las armas, gracias a las regulaciones laxas de Estados Unidos. Hoy en día, los tiroteos entre los carteles y las fuerzas armadas pueden ser verdaderas batallas de infantería urbanas, con ametralladoras y granadas, e incluso helicópteros. En lugares como Reynosa y Tepic, la gente vive con miedo de la próxima batalla, monitoreando la situación en redes sociales y evacuando a sus hijos de la escuela en cuanto empieza la balacera.
López Obrador fue elegido, en parte, por mostrar un deseo de cambiar el rumbo, pero no expuso un plan de acción. "Cualquiera que te diga que sabe lo que hace está mintiendo", dice Lansberg-Rodríguez. Mientras la oposición trata de desprestigiar a López Obrador diciendo que es otro Hugo Chávez, él se ha movido hacia el centro desde sus ajustadas derrotas electorales en 2006 y otra vez en 2012. Y este año solo ganó tras armar una coalición amplia de aliados que Lansberg-Rodríguez compara con el arca de Noé; con una base tan diversa para mantener contenta, el presidente de 64 años recién electo solo puede "hacer promesas muy amplias con su sonrisa de abuelo".
Aunque López Obrador se opuso a la privatización de Pemex, indicó que no va a tratar de deshacer las reformas de libre comercio. En cuanto a la seguridad, propuso formar una guardia nacional que combine funciones militares y policiales; programas de trabajo y becas para que los niños se aparten de los carteles; una descriminalización limitada de la posesión de drogas; y cierta forma de amnistía para trabajadores de carteles de bajo rango como granjeros y centinelas. Pero no contestó la pregunta fundamental acerca de si, durante su presidencia, el ejército va a seguir cazando a los jefes de los carteles uno por uno, en cooperación con la DEA y la CIA.
"No se puede apagar el fuego con fuego", dijo López Obrador durante su campaña. Otro de sus eslóganes era "abrazos no balazos". Al mismo tiempo, tampoco dijo nada contra la controvertida Ley de Seguridad Interna, que las Naciones Unidas, Human Rights Watch y Amnistía Internacional han denunciado como no adecuada para una sociedad democrática. "El ejército no está entrenado para funciones policiales", dice Daniel Wilkinson, un experto en Latinoamérica del Human Rights Watch. "Está entrenado para el combate."
Según un estudio de Paul Chevigny, un profesor retirado de la Universidad de Nueva York, el ejército mexicano mata a ocho enemigos por cada uno que hiere, una proporción altamente improbable comparada con otras guerras modernas. Eso significa que los soldados mexicanos o bien son los mejores tiradores del mundo, o practican ejecuciones sumarias. "Cuando los agarran, los matan", dice el Polkas. "Les pasó a tres amigos míos."
El Polkas dice que se los contrata robando nafta en el nodo de oleoductos en el norte de Tamaulipas. Cada vez que la policía los agarraba, ellos los sobornaban para salir de la cárcel, hasta que un contingente fresco de marines de Ciudad de México los agarró haciendo una filtración en un oleoducto en las afueras del pueblo de San Germán. Toma su teléfono y me muestra fotos de las secuelas: tres hombres muertos, con los brazos y piernas profundamente tajeados por balas de alto calibre, y su camión blanco manchado de sangre. Encima de los cuerpos hay un par de armas de fuego militares, incluyendo una Barrett M82, un rifle calibre .50 que usan los francotiradores del gobierno. "Los marines plantaron esas armas", dice el Polkas. "Es una farsa absoluta." Asegura que sus amigos seguirían vivos si hubieran tenido dinero para negociar, y narra un incidente reciente en el que los marines capturaron al segundo del Cartel del Golfo en Matamoros. "Este tipo agarró el teléfono y llamó al general. Por 50.000 dólares y 50 kilos de marihuana, lo dejaron ir. También les dio 10.000 pesos mexicanos que tenía encima. Así funciona con los militares." Cuando le pregunto para qué querrían los marines un fardo de marihuana, el rostro del sicario se enciende con una sonrisa infantil. "Para que lo fume el pelotón", dice.
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Las mafias del combustible han tirado un fósforo a la mezcla volátil de drogas y armas que ya mató a alrededor de 200.000 personas en la última década: 2017 fue el año más violento en la historia de México.
En la región del triángulo rojo en Puebla, una cantidad de grupos armados compiten por el acceso al oleoducto que va entre Minatitlan y la Ciudad de México. Algunos son subsidiarios directos de carteles, otros son aliados más indirectos, y otros son completamente indirectos, lo cual causa múltiples conflictos. Hasta el año pasado, los dos jefes huachicoleros más dominantes eran supuestamente Zetas: Jesús Martín Mirón López, alias El Kalimba, un ex policía fanfarrón de 27 años; y Roberto de los Santos de Jesús, de 37, también ex oficial de policía, apodado El Bukanans, probablemente por el whiskey Buchanan’s, la bebida preferida de los criminales mexicanos. Eran famosos por obligar a hombres y muchachos a trabajar para ellos, por robar casas, saquear comercios y robar camiones para llevar sus tanques; cuando veía el célebre Corvette amarillo del Bukanans, la gente se metía en sus casas.
La cosa empezó a cambiar a principios de 2017, con la llegada del CJNG en Puebla. Mientras el CJNG se expande, también hace relaciones públicas para presentarse como una fuerza de limpieza social, un cartel que trafica drogas pero no roba, viola ni secuestra como los odiados Zetas. El CJNG era relativamente desconocido hasta 2011, cuando masacró a 100 supuestos Zetas en un período de 18 días en Veracruz. Algo así está pasando ahora en Puebla, donde los huachicoleros apoyados por los Zetas empezaron a aparecer muertos a lo largo del año, algunos cortados en pedazos y abandonados en bolsas de plástico, otros desmembrados y dejados en lugares públicos, algunos con los rostros despellejados.
La purga llegó a su clímax en noviembre, cuando 20 personas fueron asesinadas en una semana, incluyendo algunos de los huachicoleros más conocidos. El Bukanans parece haberse escapado a las montañas cerca de Acultzingo, su pueblo natal, pero el Kalimba cometió un error fatal. Fue a un cirujano plástico en Puebla para que le sacaran las huellas digitales y le alteraran los rasgos faciales para evadir al CJNG. Mientras estaba inconsciente en la mesa de operaciones, aparecieron hombres armados que lo mataron, al igual que a su novia y a dos guardaespaldas. Los asesinos se llevaron las cámaras de seguridad; los únicos testigos fueron una enfermera y dos niños que se escondieron cuando escucharon los tiros.
Pero el CJNG no echó a los huachicoleros de Puebla, solo designó un nuevo jefe: Antonio Martínez Fuentes, alias El Toñín, un ex plantador de zanahorias de cincuenta y pico de años conocido por hacer grandes fiestas y regalar juguetes a los niños. Hace poco se posteó un corrido que ensalza sus virtudes: "En Palmarito también hay vatos pesados... carros y trocas perronas, también bastante dinero... dicen que huachicoleros... es pura gente de huevos... es la gente del Toñín".
Uno de los pueblos más disputados en el Triángulo Rojo es Palmar de Bravo, donde nació y se crio una abuela diminuta llamada Benita (se reserva su apellido por seguridad). Una tarde en septiembre de 2017, camino a casa desde el taller de Puebla donde trabaja como costurera, se topó con una masacre. Su viaje es de una hora y media, y después de tomarse dos colectivos, se bajó en su parada habitual en medio del pueblo. La anciana pequeñita con Crocs y una camisa de trabajo estaba caminando hacia su hogar cuando escuchó gente gritando, se dio vuelta y vio un grupo de hombres con machetes que saltó de tres camiones blindados y atacó a cuatro o cinco personas en la calle.
Fue la cosa más horrible que jamás hubiera visto. Una de las víctimas fue abierta a la mitad, desde la garganta hasta el estómago. Antes de que los hombres con machete la vieran, se metió en un tanque de agua junto a la calle, se sumergió hasta la nariz y esperó hasta que estuviera oscuro. Algo horrible estaba pasando en Palmar de Bravo. Podía escuchar tiroteos y gritos desde todas partes, y no paraban de pasar grandes camiones junto a su escondite. Treinta minutos después de que cayera la noche, salió del tanque y volvió a casa tomando un desvío a través de unos campos, donde encontró a todos sus familiares encerrados y aterrados. La balacera siguió hasta después de la medianoche, con los hombres de los camiones blindados merodeando por todo el pueblo, "masacrando gente como animales", dice, disparando hacia las casas y saqueando comercios. Antes de irse, los atacantes juntaron la mayoría de los cuerpos y se los llevaron.
Cuando todo había terminado, apareció el ejército, al igual que la policía municipal, que recogieron los cuerpos que quedaban. Cuando le pregunto si los asesinos eran de los Zetas o del CJNG, narcos o huachicoleros, Benita se encoge de hombros: "¿Quién sabe?", dice. "Son lo mismo." Esto ocurrió mientras crecía la purga del CJNG, pero la gente directamente afectada por la violencia en México muchas veces no tiene idea de quién está detrás de un ataque en particular; en la calle, es todo un caos. Que ella sepa, no hubo ninguna investigación policial. Las autoridades no dijeron nada. Ningún periodista llegó a Palmar de Bravo, y el incidente no fue reportado en ningún medio. "Seguro", dice, "esto está pasando en otras comunidades".
Palmar de Bravo sigue siendo extremadamente peligroso, con convoyes de sicarios merodeando el lugar todo el tiempo. "Camiones llenos de hombres armados, robando, acosando a las chicas, tocándolas, y nadie puede decir nada", dice Benita. Cuando cae la noche, la gente corre a sus casas y cierran sus puertas. En cuanto a Benita, sigue teniendo pesadillas en las que ve al hombre cortado a la mitad por un machete. Cada día, camino al trabajo, pasa por el lugar donde ocurrió. Sigue habiendo sangre en la tierra.
Mientras tanto, en el estado alguna vez pacífico de Guanajuato, el CJNG parece haber aceptado la invitación a pelear del Marro en YouTube. En una matanza de doce horas en mayo, asesinaron a 16 personas aliadas a la pandilla de ladrones de nafta local, incluyendo a un candidato a alcalde, un capitán de la policía y dos oficiales más. Colgaron letreros declarándole la guerra al Marro y advirtiéndole a la gente que habrá más violencia. Los huachicoleros contraatacaron un mes después, y dejaron una bolsa de plástico llena de restos humanos junto a un letrero que amenazaba al CJNG. El cartel tomó represalias en julio asesinando a otro policía y dejando más cadáveres desmembrados junto con otro letrero amenazante. El ciclo de retribuciones aparentemente interminable siguió durante el verano. Ahora es doblemente difícil frenarlo, porque las apuestas se ampliaron e incluyen parte de la economía legítima de México. "No podés deshacerte de los carteles", dice el corresponsal de Associated Press en Xalapa. "Van a seguir matando y robando todo lo que puedan. No veo ninguna salida."
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"Cuando pagás, te dan un teléfono", dice un contrabandista de Estados Unidos sobre el funcionamiento de los carteles. "Si tenés un problema, aparecen en dos minutos para arreglarlo. Tuve que llamar a este teléfono cuatro veces con un arma apuntándome a la cabeza."
En cuanto al crimen organizado, siempre hubo un nexo con la frontera. En un basurero en las afueras de Brownsville, la ciudad más al sur de Texas, hay media docena de tipos asando carne y tomando cerveza. El fiscal del distrito del condado de Cameron, Luis Saenz, está de visita con sus electores, y le digo que escuché que los camioneros de larga distancia de Texas están comprando diésel barato robado en México. "Eso sería muy ilegal", dice. "Es un crimen recibir propiedad robada, incluso si el robo fue en otro país." Pero nunca vio un caso así, dice, y el robo de combustible es ahora una prioridad en su jurisdicción.
Vine con un colega de Brownsville, y al alcance del oído del fiscal, uno de los hombres de la parrillada nos da dos direcciones donde podemos encontrar lo que estamos buscando. La primera está cerca de la intersección de North Minnesota Avenue y East 14th Street. Hay media docena de semitrailers y cabinas de tractores en un predio empedrado detrás de un puesto de tacos. Estacionado en un lugar donde no se lo puede ver desde la ruta hay un camión con una boquilla y una manguera. Esperamos a ver si viene algún cliente, hasta que un hombre empieza a caminar hacia nosotros con una mano en el bolsillo. Pongo el cambio, y nos vamos.
Según nuestro informante, la segunda dirección es un aguantadero del Cartel del Golfo. Está cerca de Paredes Line Road, en una ubicación que sería excelente para el tráfico, a pasos del ferrocarril internacional conocido en México como La Bestia. Estaciono fuera y nos aproximamos a pie, fingiendo estar buscando un perro perdido. La propiedad es una casa de un piso en un predio de 4.000 metros cuadrados. Hay una cerca con candado y alambre de púa y un cartel de manténgase alejado. En un patio lateral hay un hombre en una estibadora Bobcat enterrando algo, así que usamos un camino para dar la vuelta y ver el resto del patio. Sobre el césped alto hay nueve tanques con alrededor de 2.000 galones –o 6.000 dólares– de combustible.
Si bien la mayor parte de la gasolina robada de México se vende domésticamente, gran parte termina en Estados Unidos, en especial cuando el precio variable del combustible en el mercado mundial sube por encima del precio fijado en México. En 2010, Pemex hizo una serie de denuncias en la corte federal de Estados Unidos acusando a docenas de compañías de Texas, incluyendo socios de Shell, ConocoPhillips y Sunoco, por comprar gas natural robado de México. Las compañías lo niegan, pero según las denuncias presentadas por Pemex en la corte, enviaron camiones con agua, pero con sellos de gas natural, al otro lado de la frontera, y luego los trajeron repletos de gas condensado, presentando documentación falsa, y pagando sobornos a los oficiales de aduana en el camino.
"El robo fue muy intenso", dice Jerry Robinette, un agente retirado de Homeland Security Investigations que en esa época estaba a cargo de supervisar el costado criminal de las denuncias de Pemex. "Pemex estaba perdiendo alrededor de la mitad de su producción en la Cuenca de Burgos", una enorme formación de gas natural en el territorio del Cartel del Golfo. Para demostrar que el gas natural en cuestión era robado, la HSI envió investigadores en helicópteros militares para tomar muestras, cuya composición molecular compararon con el producto almacenado en los predios de Texas. Del lado de Texas, el HSI usó métodos de vigilancia que Robinette se niega a comentar, aunque sí menciona "conocimiento de primera mano" de ciertas conversaciones telefónicas. Cinco ejecutivos de Texas terminaron confesando ser culpables, pero Robinette dice que había 30 más bajo sospecha. "Algunos se salieron con la suya", dice. "Algunos deben vivir sintiéndose perseguidos."
Envié varias consultas a Customs and Border Protections tratando de entender cómo evitan que entre combustible robado a Estados Unidos. Un vocero no pudo identificar ninguna medida actual para chequear sistemáticamente el origen de las importaciones de petróleo y gas. En general, solo investigan si hubo una queja.
En un restaurante Tex-Mex vacío en Brownsville, me reúno con un empresario mexicoamericano que ha venido importando y exportando petróleo y gas desde hace 17 años. Es de mediana edad y tiene una barba candado y un anillo grueso en un dedo. Acepta hablar bajo condición de que sea de forma anónima, porque su familia todavía vive del otro lado del río, en Matamoros. Según él, todas las importaciones y exportaciones que cruzan la frontera son controladas por el Cartel del Golfo, la mafia mexicana, que todavía tiene bastante control del noreste del país.
El empresario saca una lapicera y dibuja una grilla en una servilleta. "Es así", dice, y marca cada punta de cada cuadrado de la grilla. "En cada esquina de cada cuadra, en todas las tiendas, puentes, y parques de ambos lados del río tienen ‘halcones’ que cuentan cuántos camiones pasan, quién los maneja y qué mercadería tienen." Dice que el cartel cobra una porción de cada cargamento que cruza la frontera. "Incluso te dan factura", dice. "Puede decir lo que quieras: transporte, mantenimiento, construcción... Se llama crimen organizado porque es muy organizado."
Retira la tapa protectora de su iPhone. Detrás tiene una nota amarilla con un número. "Cuando pagaste, te dan un número de teléfono. Si tenés algún problema, ellos llegan en dos minutos para arreglarlo. Tuve que llamar a este teléfono cuatro veces con un arma apuntándome a la cabeza."
Durante la siguiente media hora, el empresario describe una docena de trucos ilegales alrededor de la importación y exportación de petróleo y gas entre Texas y México, desde el contrabandeo de diésel en botes de langostinos hasta pasar nafta como lubricante sin refinar para evitar la aduana. En cuanto a los huachicoleros, dice que filtrar oleoductos es "cosa de niños". Me dice que gente que no lleva armas ni se ensucia las manos roba mucho más combustible. Una autorización de un transporte de cargamento de nafta desde un almacén se copia 20 o 30 veces, dice, y con cada copia falsa, sale un camión que lleva decenas de miles de dólares en producto. Hombres sentados en escritorios, de camisa y corbata, encubren las discrepancias, y si la pérdida es demasiado grande como para ser escondida, siempre pueden culpar a los sucios huachicoleros que el ejército está tratando de erradicar tan duramente. "¿Para qué filtrar oleoductos?", dice, usando una servilleta vacía como utilería. "Acá tenés los papeles." Es un refrán que ya escuché incontables veces, repetido por cada uno de los mexicanos con los que hablé para esta nota: "El verdadero robo ocurre en Pemex".
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