La noche americana: la declaración de amor de François Truffaut al cine y la enemistad que le causó con Jean-Luc Godard
La pelicula del director francés cumple 50 años de su estreno, que se realizó en el festival de Cannes; las ideas y vueltas de su rodaje y la indignación de un cineasta al ver el resultado
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Llega el mes de mayo y con él el festival internacional de cine más importante del presente. El Festival de Cannes ha cambiado con el correr de las décadas: de concebirse como una vidriera para las estrellas, o un escenario de protesta y discusión alrededor del mayo del 68, hasta erigirse hoy como la antesala para las premiaciones del año y el mercado más importante del mainstream, han pasado muchas ediciones. Pero lo que también llega en mayo son los aniversarios de aquellas películas que visitaron el paseo de La Croisette por primera vez, aquellas que encontraron sus primeros espectadores en las salas del Palacio de Festivales y Congresos de Cannes, que ganaron sus primeras ovaciones o abucheos bajo el sol de la primavera francesa. Y en este 2023 se cumplen 50 años del estreno de La noche americana, obra capital de François Truffaut, crítico de la revista Cahiers du Cinema y uno de los principales exponentes de la nouvelle vague. Su amor por el cine cobraba forma de película.
“Toda vida privada es difícil. En las películas siempre hay más armonía, no hay embotellamientos, no hay tiempos muertos. Como un tren que avanza rápido en la noche. La gente como vos o como yo sólo es feliz cuando trabaja en el cine”. Así define el director Ferrand el oficio que ocupa sus días. Su declaración, cansada luego de un largo día de rodaje, es para Alphonse, la estrella joven de su película, enredado en líos amorosos e inseguridades profesionales. Ferrand no es otro que el propio Truffaut, delante y detrás de cámara, interpretando en La noche americana al director atribulado de una película de ficción: Les presento a Pamela. Y la joven estrella no es otro que Jean-Pierre Léaud, quien diera vida con apenas 13 años a Antoine Doinel, el alter ego del juvenil Truffaut en su ópera prima, Los cuatrocientos golpes (1959). Cine dentro del cine, cine que mejora la vida, que le quita sus tiempos muertos e incertidumbres para hacerla rodar sin tropiezos como un tren en la noche.
La noche americana se presentó fuera de competencia en el Festival de Cannes el 15 de mayo de 1973. Luego sería nominada como mejor película extranjera y se alzaría con la primera estatuilla para Truffaut luego de casi 20 años de carrera detrás de las cámaras, entre sus cortometrajes nuevaoleros y su consagración como autor de la modernidad francesa. La noche americana era una obra de madurez, de reflexión, pero también plena de amor por el cine, definida por un aire juguetón que dejaba a la profesión más cerca del disfrute que del tormento del artista. Muchos directores expusieron en una obra de ficción sus miedos reales, a modo de exorcismo. Lo hizo tempranamente Ingmar Bergman en El demonio nos gobierna (1949), donde un director se preguntaba si era el intérprete de los designios de un maligno creador antes que de un dios misericordioso; lo hizo Federico Fellini en 8 ½ (1963) sobre las encrucijadas de la creación y las disputas con productores y burócratas del cine; y también lo haría más tarde Woody Allen en Recuerdos (1980) sobre los temores de un cómico a la hora de ser tomado en serio.
Truffaut designaba, ya desde el nombre de su película, los homenajes que nutrirían el accidentado rodaje de Les presento a Pamela, la ficción dentro de la ficción. “La noche americana” era un proceso frecuente en los años del clasicismo que consistía en filmar las escenas nocturnas durante el día mediante una serie de filtros que daban a la imagen una tonalidad azulina, claramente artificial. El truco era parte de las convenciones de aquel cine que los críticos de Cahiers habían defendido con uñas y dientes desde las páginas de la revista creada por André Bazin. Frente a un cine avejentado y deudor del prestigio literario como el llamado qualité francés, los futuros cineastas de la nouvelle vague veían en las películas de Alfred Hitchcock y Howard Hawks esa llama ardiente que los cautivaba en la oscuridad de la cinemateca. Y La noche americana era un homenaje a esa historia, a los maestros sin título de una generación de jóvenes directores que querían tomar la cámara y llevar sus historias a pantalla.
Desde hacía tiempo que el director francés imaginaba la historia de un rodaje como declaración de amor al cine y había comenzado a tomar notas en los meses del rodaje de La sirena del Mississippi durante 1968. El guion cobró forma en 1971, en colaboración con Jean-Louis Richard, y mientras terminaba Las dos inglesas, la segunda incursión en la literatura de Henri-Pierre Roché tras Jules y Jim (1961). El disparador fue un viejo decorado abandonado en los estudios Victorine de Niza, donde había descubierto la recreación de una enorme plaza parisina, con estación de tren incluida, construida para una coproducción con los Estados Unidos. Apuró la confección del guion junto a Suzanne Schiffman, su invaluable asistente y luego coguionista, apoyado en sus propias experiencias como director a lo largo de los años, y entre septiembre y noviembre de 1972 se trasladó a Niza para filmar como director La noche americana, en la que interpretaba a un director durante el accidentado rodaje de Les presento a Pamela. Actor, director y alter ego de sí mismo serían el combo perfecto para su consagración.
La historia de Les presento a Pamela tenía mucho de melodrama, por ello la dedicatoria de La noche americana es para Lillian y Dorothy Gish, las actrices del cine de D.W. Griffith, artífices de las primeras lágrimas de celuloide. La Pamela de ficción está interpretada por Julie Baker, a quien da vida Jacqueline Bisset, evocando algunos recuerdos de Truffaut sobre su trabajo con Julie Christie en Fahrenheit 451 (1966). Una estrella británica ascendente corroída por una popularidad meteórica y una fama incontrolable. Baker llega al set con su psiquiatra convertido en su nuevo esposo, un hombre maduro que parece ofrecer estabilidad en medio del estrés del rodaje. Pamela se acaba de casar, pero se siente atraída por su suegro y parece estar dispuesta a fugarse con él. Marido y suegro son interpretados por el atribulado Alphonse de Léaud, el primero, y por Alexandre, un veterano galán al que da cuerpo Jean-Pierre Aumont, el segundo. La última pieza del cuarteto es la madre engañada, interpretada por Séverine, una actriz alcohólica ya en el crepúsculo de su carrera a la que encarna con sus aires de diva italiana Valentina Cortese. Las fronteras entre personajes e intérpretes son delgadas y exquisitas para la exploración de la verdad a través de la invención.
Ferrand intenta mantener el rodaje en pie pese a los infinitos contratiempos: los romances entre actores y miembros del equipo técnico, las presiones del productor, las inseguridades de sus estrellas, los problemas de salud imprevistos, las fugas inesperadas. Truffaut desliza en su criatura de ficción recuerdos de su oficio, desde el uso de un audífono para sortear las insistentes preguntas del equipo, los problemas creativos que supera con un envío de libros de sus amados maestros (Buñuel, Rossellini, Bresson, Dreyer, Bergman y su compañero de camada, Jean-Luc Godard), el recuerdo de una fascinante escena con un gato rescatado del rodaje de La piel dulce (1964), hasta la muerte trágica de uno de sus actores. Junto a él asoma la diligente scrip girl interpretada por Nathalie Baye, siempre atenta a la continuidad y a resolver sin dilaciones cualquier demora o sortear imposibles obstáculos. Fue la primera participación de Baye en el cine de Truffaut, a quien siempre consideró su primer maestro y luego acompañó nuevamente como la romántica anticuaria en La habitación verde (1978). La actriz siempre recordó que Billy Wilder le había preguntado a Truffaut si había contratado a una continuista para su papel, sorprendido hasta la incredulidad cuando se enteró de que era solo una joven actriz.
La noche americana es también una declaración de principios del director, quien creía que el cine es la magia que convierte todo ese compendio de tropiezos e infortunios en una obra inolvidable. Es el artificio el que obra de manera mágica para transformar trozos de celuloide, escenas ensayadas y repetidas hasta el hartazgo, problemas con las locaciones y discontinuidades en el rodaje, en una película con principio y fin, cerrada sobre sí misma como un cuento de hadas. “Filmar una película es como realizar un viaje en carreta a través del lejano Oeste. Al principio uno tiene esperanzas de un viaje placentero; tiempo después se pregunta si logrará llegar a destino”. Las reflexiones de Ferrand son las del propio Truffaut sobre su oficio, menos concentradas en dilemas existenciales como Bergman, o creativos como Fellini, sino enraizados en la materia misma de las elecciones, las tensiones con el equipo de rodaje, las restricciones de presupuesto o los contratiempos del clima.
Lo que sí perseguía un director como Truffaut era dar respuesta a la pregunta sobre cuál de los dos conceptos que lo rigen, vida y cine, se ajusta mejor a la verdad. Julie Baker/Jacqueline Bisset descubre en las líneas de su guion la frase “Quiero vivir sola”, que quizás resulta reveladora para entender su presente fuera de la ficción. Y el propio Ferrand se inmiscuye entre la cámara y lo que filma, hallando en esa mediación la esencia de su arte. En la propia ficción asoman las indicaciones del compositor Georges Delerue, músico de la mayor parte del cine de Truffaut, dando detalles a sus músicos y traspasando esa barrera entre la realidad y la creación. La icónica canción “Grand Choral” será la marca definitiva de esa transformación del día en noche que ofrece el aparato cinematográfico. Dar realidad a algo que no existe sino que es fruto del trabajo de un equipo de personas y de la creencia de millones de espectadores. “Antes de comenzar el rodaje, deseo, sobre todo, que la película sea lo que imagino”, concluye Ferrand/Truffaut. “Apenas surgen las primeras dificultades mis ambiciones disminuyen, y espero apenas poder terminarla. Hacia la mitad del rodaje hago un examen de conciencia y me digo: ‘¡Podrías haberlo hecho mejor!’. Pero entonces solo queda la segunda mitad para solucionar las falencias. Y a partir de ese momento solo hago grandes esfuerzos por dar más vida a todo lo que habrá de proyectarse en la pantalla”.
Cuando la película se estrenó recibió las mejores críticas y se convirtió en uno de los mayores éxitos económicos de la carrera de Truffaut. El único que pareció disgustado fue Jean-Luc Godard, quien también había dado su personal mirada sobre el oficio en El desprecio, diez años antes y con el inmenso alter ego del mismísimo Fritz Lang. En 1973, Godard acusó a Truffaut de falsedad en una dura misiva en la que también lo inculpaba de haberse vendido a los capitales de los productores norteamericanos. Nada de lo que mostraba La noche americana tenía que ver con la realización cinematográfica en la mirada de Godard, y el rumbo de Truffaut, ajeno al compromiso radical que el director de Sin aliento asumiría en los 70, los colocaba en veredas opuestas. Atrás habían quedado las jornadas de protesta en el Cannes del 68 ante el intento de desplazar a Henri Langlois de la Cinemateca francesa, que toda la nouvelle vague había defendido en las pasarelas del festival. Los viejos amigos eran ahora enemigos. Luego Truffaut contestaría con severidad a las acusaciones de Godard: lo llamaría pretencioso y señalaría su impostura de pobreza mientras era el más rico de todo el círculo de amigos. La disputa los separó y solo después de la temprana muerte de Truffaut en 1984, Godard deslizó entre los homenajes unas sentidas disculpas.
La noche americana puede hoy parecer una mirada idealista sobre el oficio del cine, adherida a una forma todavía artesanal de producción que para los años 70 ya resultaba anacrónica. Pero en el corazón de la película sobrevive el eje de reflexión de la obra de un artista como Truffaut, preocupado por la dialéctica entre vida y cine, pero también entre lo efímero y lo absoluto. “Me gusta filmar a la gente obsesionada con la idea de que las cosas pueden ser fijadas para siempre. Porque la vida es movimiento, decadencia, es el reino de lo efímero, y los que anhelan lo eterno van contra la corriente. Se estrellan de manera inevitable contra la realidad. La vida es por definición transitoria y avanza hacia la decadencia. Pero todo en nosotros nos empuja a aspirar a lo definitivo”. Es el cine, en palabras de François Truffaut, el que consagra la inmortalidad, el que retiene el tiempo y lo atesora, el que ofrece lo imposible de lo definitivo. A 50 años de su estreno, La noche americana es la viva prueba de ese legado.
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