La matriarca: Charlotte Rampling ofrece su carisma a un austero relato de reconciliación familiar
El debut de Matthew J. Saville se sostiene en la figura de la actriz británica, quien compone a una excorresponsal de guerra alcohólica, convaleciente en la casa de su nieto solitario
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La matriarca (Juniper, Nueva Zelanda/2021). Guion y dirección: Matthew J. Saville. Fotografía: Martyn Williams. Edición: Peter Roberts. Elenco: Charlotte Rampling, Marton Csokas, George Ferrier, Edith Poor, Carlos Muller, Tane Rolfe. Calificación: apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Mirada Distribution. Duración: 95 minutos. Nuestra opinión: buena.
La matriarca es una pequeña historia de reconciliación. No pequeña solo por sus modestos logros sino por sus austeras aspiraciones. Una abuela y un nieto en una casa de campo de Nueva Zelanda dibujan un posible encuentro entre generaciones. En esa modestia están también sus concisos recursos: la parsimonia del relato que avanza con la ayuda de una puesta clásica, expresiva, sin grandes estridencias. Pero sobre todo La matriarca es una película sostenida en la figura de Charlotte Rampling, el misterio que siempre aguardó en el gesto mismo de su presencia, en el revés de todos sus personajes. Ahora se lo regala a Ruth, una corresponsal de guerra que lidia con su alcoholismo y malhumor, con los rencores de su hijo desatendido, con el duelo de un nieto solitario.
La historia transcurre en los años 90, las antiguas computadoras de teclas blancas y monitores pesados que decoran la habitación de Sam (George Ferrier) lo anuncian a las claras. Un tiempo todavía analógico, de fotografías en portarretratos y no encerradas en los celulares. Desde la muerte de su madre hace apenas unos meses, Sam afronta el duelo internado en un prestigio colegio: la rebeldía oscila entre borracheras, destrozos y algún coqueteo torpe y explícito con el suicidio. Su padre (Marton Csokas) intenta ser severo, le reprocha las fiestas que terminaron en desastre, y la coartada que lo justifica es el destrato que sufrió en su propia infancia a cargo de una madre aventurera. Esa es Ruth (Rampling), la recién llegada desde Inglaterra con una pierna rota y una enfermera que vela por su cuidado. Nadie parece desear su visita, y su carácter despótico y las jarras de ginebra con agua y unas gotas de limón celebran su arrogancia.
Pero en este fin de semana será Sam el encargado de cuidarla, de compartir con la enfermera Sarah (Edith Poor) los insistentes timbrazos para recibir su dosis de alcohol o la necesaria visita al baño. Esa es la oportunidad del encuentro, previsible pero con cierta gracia inesperada, afirmada en la solidez actoral de Rampling, en su elegancia para mostrarse tirana y al mismo tiempo vulnerable. Y el pasado de la actriz impregna el garbo de Ruth, sentada con señorío en su silla de ruedas, ordenando a los amigos de Sam la limpieza del jardín, afirmando ante su médico la voluntad de ponerse de pie. Las fotos en blanco y negro revelan a una Rampling juvenil y deslumbrante, dueña de un encanto que Ruth engendra en su silencio y su resistencia al deterioro.
La pena de Sam, el personaje cuyo cambio recorre la historia, es menos por lo definitivo de la muerte -”¿no todos nos estamos muriendo?”, le dirá Ruth- sino por su cobardía al enfrentarla. El alcohol, las fiestas, los pequeños juegos, las broncas, las provocaciones, son dilaciones de lo inevitable. Cuando la ópera prima del neozelandés Matthew J. Saville se desprende de sus artilugios emotivos o de los previsibles recursos de la catarsis emocional, logra llegar a lo esencial de sus personajes. Entender el temor a la soledad, la necesidad del otro para poder seguir, la gracia de una mirada.
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