La historia detrás de El estrangulador de Boston, la nueva película de Star+ sobre los crímenes seriales que sacudieron a los Estados Unidos en los años 60
Albert De Salvo fue señalado como el responsable de doce asesinatos pero solo pudo probarse el último de ellos a través del ADN décadas después; este film intenta completar las lagunas en la investigación con el trabajo periodístico de dos personajes reales, que aquí interpretan Keira Knightley y Carrie Coon
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Entre 1962 y 1964, una serie de crímenes brutales asolaron a la ciudad de Boston: mujeres de diversas edades eran sorprendidas en sus casas por un misterioso visitante que las golpeaba, violaba y luego las estrangulaba sin dejar rastros de su presencia. Ni una puerta forzada, ni un indicio de su procedencia. Trece fueron los asesinatos que atormentaron a los policías del estado de Massachusetts hasta la detención de Albert DeSalvo, un residente de la zona y padre de familia con un historial de robos y abusos, quien terminó confesando la autoría de las muertes. Sin embargo, las inconsistencias entre su testimonio y las pruebas de recabadas en la investigación nunca permitieron llevarlo a juicio por los crímenes adjudicados al “estrangulador de Boston”, como lo había bautizado la prensa. La cronología de los asesinatos, la pesquisa del misterioso estrangulador y la historia de Albert DeSalvo se convirtieron en un libro apenas dos años después, titulado El estrangulador de Boston, escrito por Gerold Frank. En 1968 llegó al cine con el mismo título y de la mano del director Richard Fleischer, pionero en la tradición del true crime cuando ese término ni siquiera existía. El suceso policial había cumplido con su arco de popularidad.
Hoy, la historia del estrangulador de Boston regresa a la pantalla pero desde una nueva perspectiva. La película que Star+ estrena este viernes 17, dirigida por Matt Ruskin y protagonizada por Keira Knightley y Carrie Coon, cuenta la investigación de dos periodistas del diario Record American que por primera vez asumen la ligazón entre los crímenes de la ciudad de Boston como obra de un mismo asesino. La figura del asesino serial, que sería recurrente en la psicología criminal de los 70 y luego en las narrativas audiovisuales de la siguiente década, en los 60 todavía era desconocida. El crimen siempre suponía el origen en el círculo de cercanía, una motivación plausible y la oportunidad de comisión del delito registrada en pruebas físicas o declaraciones de testigos. La silueta de un asesino anónimo cobraría vida en ese tiempo al poner en juego el impacto de los cambios en la sociedad de posguerra, la irrupción del crimen como fruto de patologías y traumas de la infancia, y la gestación de la serie como nueva forma de la conducta criminal.
Loretta McLaughlin (Keira Knightley) formaliza la pregunta por la identidad del asesino de mujeres de la ciudad de Boston contra la creencia de sus colegas periodistas y de la propia policía de que se trata de crímenes aislados. Junto a su colega Jean Cole (Carrie Coon) inicia una investigación en paralelo a la oficial que intenta develar el modus operandi del estrangulador, sus posibles motivaciones y descubrir su identidad antes de que siga cobrándose víctimas. Pese a la convicción que las moviliza, las periodistas del Record American deben enfrentarse al lugar subordinado que se les reserva a las mujeres en el periodismo de la época, al igual que al peligro que supone internarse en el mundo del crimen. La novedad de la película de Ruskin consiste en ofrecer una mirada inusual sobre el célebre caso, por fuera de la perspectiva del asesino y del trabajo de los investigadores que en los 60 nutrieron el libro de Gerold Frank -basado en entrevistas a peritos y policías además de documentos judiciales y declaraciones de familiares de las víctimas-, y fundamentaron la película de Richard Fleischer, con Tony Curtis en la piel del DeSalvo y Henry Fonda como el abogado e investigador de la fiscalía que condujo la pesquisa policial.
Es que esos dos puntos de entrada –el criminal y los investigadores– por entonces eran las mirillas habituales a través de las cuales se miraban los crímenes reales que llegaban a inspirar a la literatura y el cine. Detrás de la creación ficcional, la verdad a menudo caótica y plagada de lagunas exigía un orden posible para comprender la mera ocurrencia de semejante matanza. El punto de partida fue el crimen de Anna Slesers, de 56 años, ocurrido el 14 de junio de 1962. Cuando su hija llegó a su departamento para llevarla a la iglesia, la encontró tirada en el piso de la cocina, estrangulada con el cinturón de su bata de baño. Los casos se acumularon en los meses siguientes, involucrando a mujeres entre 19 y 85 años, atacadas con distintos objetos, violadas y estranguladas en sus propios domicilios. Nunca había signos de intrusión y la violencia incluía golpes y cortes con objetos pesados o punzantes. La primera noticia asomó en el diario Sunday Herald, en julio de 1962, con la referencia al “loco estrangulador de Boston”. La idea inicial de que el asesino no forzaba las cerraduras de los departamentos hizo pensar a la policía que se trataba de alguien conocido de esas primeras víctimas. El extenso artículo periodístico de McLaughlin y Cole en el Recorded Examiner publicado en 1963 fue la primera pista de que se trataba de un único autor.
Pese a ese llamado de atención, los investigadores continuaban escépticos de una autoría serial mientras se extendía la paranoia por la ciudad de Boston y sus alrededores. Las mujeres que vivían solas temían un ataque sorpresivo; se especulaba con la posible autoría de un miembro del personal de mantenimiento de alguna compañía de servicios como gas o electricidad. Como los crímenes se extendían en otras ciudades de Massachusetts, el fiscal general Edward Brooke fue nombrado coordinador de la investigación y el abogado John S. Bottomly, encargado de los interrogatorios a los sospechosos. Se llegó a consultar al célebre parapsicólogo Peter Hurkos, quien utilizó su percepción “extrasensorial” para guiar la pesquisa. La minuciosa descripción de Hurkos resultó equivocada y Brooke y parte de su equipo fueron ridiculizados por la prensa. El caso dio un giro repentino tras la detención de Albert DeSalvo por la violación de una mujer a quien ató a la cama y despidió con un tímido “Lo siento”.
La descripción de la fisonomía de Albert De Salvo coincidió con varias denuncias de mujeres de la zona que habían sido atacadas sexualmente, y la búsqueda concluyó cuando fue detenido de manera imprevista tras intentar entrar a un departamento y recibir un disparo. El prontuario de DeSalvo ya era frondoso: proveniente de un hogar violento había pasado por un centro de detención juvenil en su adolescencia, había estado un año preso por abuso sexual tras hacerse pasar por fotógrafo de una agencia de modelos, y había sido identificado a través de un identikit como violador serial por varias víctimas. En el presente trabajaba como plomero, estaba casado y tenía dos hijos, y contaba con una baja honorable del ejército. En todo ese panorama nada lo relacionaba con los crímenes del estrangulador. Pese a ello, tras algunos días de detención confesó ser el autor de los 13 asesinatos y reveló detalles que todavía no habían tomado estado público. La policía comenzó una serie de interrogatorios que intentaban dilucidar su motivación y el trasfondo de su patología de múltiple personalidad.
La condena de DeSalvo a cadena perpetua, ocurrida en 1967, no fue por los crímenes de Boston sino por delitos de robo, abuso sexual y violación. Tuvo un intento de escape en ese mismo año y fue asesinado a puñaladas en una prisión de máxima seguridad en 1973 en un episodio nunca aclarado. Los misterios alrededor de la investigación persistieron y la ligazón del detenido con las múltiples víctimas nunca fue dilucidada hasta que en 2013 se realizó una nueva prueba de ADN con las muestras conservadas y se ubicó su presencia en la escena del crimen de la última de las mujeres estranguladas, Mary Sullivan. El libro A Rose for Mary: The Hunt for the Real Boston Strangler, de Casey Sherman, reconstruye el caso de Sullivan y la responsabilidad de DeSalvo en su asesinato.
Richard Fleischer llegó a dirigir El estrangulador de Boston porque el incipiente universo del true crime ya había tocado a su puerta. En 1959 había dirigido Compulsión, una película basada en los asesinatos de Loeb y Leopold, dos adolescentes acusados de matar a un niño para probar su inteligencia y superioridad moral (caso que ya había inspirado a Alfred Hitchcock en La soga), cuyo éxito lo convirtió en uno de los mejores candidatos para abordar ese universo inquietante (al que volvería en El estrangulador de Rillington Place en 1971). Basada en el libro de Gerold Frank, la película se divide en tres partes: la primera reconstruye la investigación en un tono frío y ascético, cercano al documental, que vislumbra el terror que impregna a la ciudad y la frustración del trabajo policial (utilizando de manera eficaz e ingeniosa la pantalla partida); la segunda ofrece un cambio de punto de vista al presentar el rostro del asesino –un Tony Curtis convertido en una máscara impenetrable– y la tercera conduce los interrogatorios al sospechoso y la exploración de su personalidad, enigma sobre el que se sostiene la resolución.
Miembro de la llamada “generación de la violencia” junto a Nicholas Ray, Sam Fuller y otros directores encargados de abordar temas espinosos desde una puesta en escena tensa y vibrante, Fleischer presenta con extraordinaria solvencia los crímenes del estrangulador como el revés de ciertos actos ceremoniales de la vida de los Estados Unidos, ya sea el desfile de los astronautas del Proyecto Mercury o el funeral del presidente John F. Kennedy. Este último suceso resulta significativo porque marca la unión entre la pérdida de la inocencia de la sociedad norteamericana y el descubrimiento del monstruo interior tras la fachada de padre de familia y trabajador que ostentaba De Salvo para su entorno. Además, la elección de Curtis –un actor vinculado a la comedia y a papeles que exudaban simpatía y seducción– resulta por demás perturbadora. Por último, Henry Fonda da vida a John Bottomly, el abogado que intenta dilucidar las complejas aristas de las múltiples personalidades de DeSalvo, quien entonces representaba todo un enigma para la psicología criminal.
El correr de los años alimentó las sospechas sobre otro participante en los crímenes que nunca fue descubierto. Los hallazgos del ADN en 2013 confirmaron la autoría de DeSalvo en el asesinato de Mary Sullivan pero no aseguraron todavía su responsabilidad en los otros doce crímenes que confesó. La promesa mayor de la nueva versión de El estrangulador de Boston consiste en iluminar el proceso de investigación a partir de las periodistas Loretta McLaughlin y Jean Cole, invisibilizadas en las narrativas de los 60. La vocación del guionista y director Matt Ruskin deja de lado el punto de vista del asesino y los misterios de la mente criminal para concentrarse en las dificultades de dos mujeres que intentan llegar a la verdad entre los secretos y la desidia policial, el ninguneo de las víctimas y el menosprecio de la investigación como tarea profesional antes que como mero ejercicio de poder.
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