“Puede que sea la más violentas de mis películas”, declaraba el famoso director en la Mostra de Venecia hace ya treinta años; cómo se gestó esta producción y el elenco que la protagonizó
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¿Quién hubiera imaginado que la sensibilidad scorsesiana, aquella de los días juveniles en Little Italy, del cine como refugio y aprendizaje, de las llamas del Nuevo Hollywood, y de los ‘buenos muchachos’ de la Mafia como el lado B del sueño americano, encontraría en la prosa de Edith Wharton el vehículo adecuado para una película personal, profunda y dolorosa como La edad de la inocencia? Y así fue, la mirada de esa escritora heredera del aura de Henry James, observadora de su tiempo y su clase, le brindó a Martin Scorsese la puerta para un mundo tan violento como el propio, el conocido de primera mano en las calles, ahora vestido con oropeles y buenos modales. “Que no se engañen: los temas de La edad de la inocencia son los mismos que me atraen desde hace 20 años. La culpabilidad, el deseo. No poderlo cumplir, estar obsesionado por alguien. Esto me fascinaba en 1968, en ¿Who’s That Knocking at My Door?, donde Harvey Keitel se enamoraba de Zina Bethune, pero tenían estilos de vida tan diferentes que les era imposible comprenderse, y por lo tanto unirse. Llevada hasta convertirse en peligrosa, esta obsesión es la de Travis Bickle en Taxi Driver, destruyendo todo en un baño de sangre. Acá la destrucción es más educada, más elegante. Hay mucha sangre derramada pero se trata de otra sangre, la sangre de las emociones. La edad de la inocencia puede que sea el más violento de mis films”, declaraba el director en la Mostra de Venecia hace ya treinta años. Una obra cumbre nacida de la forma más inesperada.
El germen de la película se sembró durante el rodaje de Toro salvaje (1980), cuando el guionista Jay Crocks le regaló a Scorsese un ejemplar de la novela de Edith Wharton, clásico de la literatura estadounidense publicada en 1920. Nacida en el seno de una familia neoyorquina, Edith Newbold Jones -luego Wharton por matrimonio- fue curiosa desde joven, asidua a la voluminosa biblioteca familiar, y dueña de una penetrante ironía que definió su estilo literario. Liberada de su primer pretendiente por “preponderancia intelectual”, se casó con Edward Wharton, hombre mayor y de mundo, y se sumergió en la escritura como una aguda observadora de la América puritana ceñida por los destellos de la creciente industrialización. Su amistad con Henry James definió la primera percepción de su estilo por parte de la prensa, preñado de detalles sobre las costumbres sociales, ácido sobre las corrientes que definían la moral de su época, minucioso en la construcción del semblante de sus atildadas criaturas. Instalada en París tras su divorcio en 1907 como anfitriona de una comunidad americana expatriada, nutrida de amistades con artistas y escritores, atareada con cierto activismo asistencial tras la Gran Guerra, modeló La edad de la inocencia sobre sus recuerdos de infancia, memorias de la Nueva York del siglo XIX que preservaba con fidelidad.
La novela de valió a Wharton el premio Pulitzer en 1921 y desde entonces se convirtió en una pieza clave de la literatura estadounidense, publicada apenas tres años después de Los magníficos Amberson de Booth Tarkington sobre un período próximo. La bisagra entre aquella América comandada por los viejos colonos de cuño aristocrático, con intenciones de reciclar en el Nuevo Mundo la era victoriana, y el impulso de los nuevos ricos, aquellos para quienes las ideas morales y los patrones culturales de las familias patricias estaban perdiendo santidad. Ese tránsito eran interesante para Scorsese, en tanto ponía el foco en su amada ciudad de origen, en un tiempo anterior a las corrientes inmigratorias que trajeron a su familia, el que quizás explicaba su presente condición. Pero el director pospuso la lectura del libro durante años, hasta que en 1987 durante un viaje a Inglaterra se lo devoró con un inesperado entusiasmo. Allí había algo que valía la pena llevar a la pantalla grande. Entonces el director llamó a Jay Cocks -con quien luego volvería a trabajar en Pandillas de Nueva York, ambientada en la misma época pero en el bajo Manhattan- para que confeccione un primer borrador de la adaptación, concluido en febrero de 1989. Recién en 1991, cuando terminó el encargo que supuso Cabo de miedo, Scorsese se puso manos a la obra.
Columbia Pictures, entusiasmada por el rendimiento comercial de Buenos muchachos (1990) y los buenos pronósticos para Cabo de miedo, se hizo cargo del proyecto de La edad de la inocencia, cuyo costo de producción fue de 34 millones de dólares, similar al de las películas anteriores. El elenco fue definido de entrada: Daniel Day-Lewis como Newland Archer, el joven abogado prometido con una dama de sociedad; Michelle Pfeiffer, entonces bendecida con varios éxitos como Relaciones peligrosas (1988) y Los fabulosos Baker Boys (1989), se convirtió en la condesa Olenska; y Winona Ryder, de tan solo 22 años y ya curtida bajo las órdenes de Tim Burton, Jim Jarmusch y Francis Ford Coppola, dio vida a May Welland. La elección de Ryder se concretó en una fiesta en Los Ángeles cuando Scorsese descubrió que la actriz había leído la novela de Wharton y tenía ideas interesantes sobre cómo abordar ese universo. Sin embargo, además de la tríada protagonista, había otra pieza importante para la película: Joanne Woodward sería la voz de la narradora, una especie de alter ego de Edith Wharton que ofrecía una lectura entre crítica y nostálgica, “implacable y piadosa”, como señala José Enrique Monterde en su libro sobre el director. “Quería recrear para los espectadores -declaraba entonces Scorsese a la revista Sight & Sound- la experiencia que yo tuve al leer el libro”.
La historia transcurre en la Nueva York de 1870, lugar al que llega la condesa Ellen Olenska tras un fallido matrimonio europeo para refugiarse en la tierra de sus orígenes. Allí la recibe su abuela, la señora Mingott (Miriam Margolyes), matriarca de la ciudad y virtual epicentro de la vida social entre dos sectores en pugna: las familias tradicionales de aires aristocráticos y los nuevos ricos, herejes a las normas y portadores de los vientos de transformación. Newland Archer navega entre las convenciones y las cumple a rajatabla. Su prometida, May Walland, es la virtuosa heredera de una de las familias más importantes, y también nieta de Mrs. Mingott. El sitio del encuentro de Newland y Olenska en la ópera, teatro donde los sentimientos se sacrificarán a la vista de todos, no podría augurar con más estridencias las prohibiciones a ese amor. Ese universo modelado en rituales y represiones es el que Scorsese decide recrear al dedillo, explorando escenarios naturales para recrear la Nueva York decimonónica. La River Street de la ciudad de Troy, ubicada en la ribera este del Río Hudson, en el condado de Nueva York, se convirtió en la Wall Street de la vieja Nueva York; la casa de la fraternidad Phi Kappa Phi, también en Troy, fue la locación de la casa Mingott; la desaparecida Academia de la Música de Nueva York fue representada por la Academia de Música de Filadelfia, conservada en perfecto estado; y los interiores de la Tilden House en Gramacy Park se convirtieron en el salón de dibujo de la mansión Beaufort.
Para elaborar los decorados en estudio, Scorsese y su productora Barbara De Fina -por entonces también su esposa- convocaron al italiano Dante Ferretti, experto director artístico de cineastas como Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Ettore Scola, Marco Ferreri y Marco Bellochio, además de ser el escenógrafo del Teatro de la Scala de Milán. Ferretti diseñó decorados como la biblioteca de Newland Archer, el salón de baile de Julius Beaufort o el vestíbulo del Metropolitan Museum con exquisita precisión gracias a la colaboración de historiadores del arte como Robin Standefer -encargada especialmente de localizar los cuadros que se reproducen en la película-; además, Gabriella Pescucci, colaboradora italiana de Sergio Leone en Érase una vez en América, estuvo a cargo del vestuario, mientras Lily Lodge, amiga personal de Wharton, supervisó la corrección del protocolo y etiqueta en sintonía con la época. A lo largo de la película se debían servir siete comidas cuyos menúes fueron diseñados por Rick Ellis y registrados de manera minuciosa por la cámara de Scorsese. Todos y cada uno de los detalles de vajilla, decoración y cada uno de los rituales y ceremonias de la película fueron gestados con la máxima dedicación para ofrecer al público la experiencia de un mundo total, extinguido en el presente pero renacido mediante la magia del cine. “El decorado es importante solo para mostrar porqué ese amor es imposible”, sintetizaba el director.
Con cada pieza del engranaje a punto, el rodaje comenzó el 26 de marzo de 1992 y se extendió a lo largo de trece semanas, hasta la filmación de las última escenas en París en junio de ese año, tal como señala Monterde en su libro. “Se puede decir que pese a la complejidad de la reconstrucción de época y la variedad de localizaciones, fue un rodaje rápido”. A lo largo de esa exhaustiva experiencia, Scorsese remitió su mirada a uno de sus referentes ya desde el tiempo de Calles salvajes: Luchino Visconti. Aunque no parezca tan evidente en aquella película de juventud, aquí sí el universo de una película como Senso (1954) impregna los encuadres en la ópera, los colores en los ambientes, el recorrido de la cámara por las sinuosas escaleras de una mansión. Y si Visconti le lega su trágico sentido de pertenencia a ese mundo decadente, Scorsese lo revela cruel y claustrofóbico, un ecosistema cerrado del que no se puede escapar ni siquiera con la más ardiente de las pasiones. Como es posible percibir en la obra del director de El gatopardo, los personajes emergen del ambiente y se despliegan en él, y aquí Daniel Day Lewis convertido en Newland Archer es dirigido por Scorsese como representante de aquellos mandatos que lo condenan.
Es la Olenska de Michelle Pfeiffer el personaje que la película establece como el componente extraño y perturbador, la agente de un caos que es imprescindible contener y transformar en un plácido recuerdo de vejez. La que viene de otro mundo, de Europa, y que resulta inalcanzable, como siempre ocurre con esos sueños que agitan el despertar de las criaturas de Scorsese. La proyección de Winona Ryder en el relato, la omnipresencia del poder de su personaje aún en las sombras, permite comprender esa alquimia entre actriz y director para concertar una idea clave de la historia: su fragilidad es el perfecto disfraz de su control, ejercido en virtud de un sistema que le ha dado nacimiento y pertenencia. El destino de lo posible frente a la imagen soñada de lo que nunca podrá ser. Así, el cuidado de cada detalle en la puesta en escena, que llega a la perfección en la secuencia en Lime Rock, en la que la apuesta de Newland certifica su destino y la pintura se transforma en un cine sin imperfecciones, consagra el mejor acercamiento a la obra de Wharton, la noble tarea del ítalo-americano de mirar un mundo ajeno y hacerlo propio.
Una vez concluido el rodaje, Scorsese comenzó el largo proceso de montaje junto a Thelma Schoonmaker, su habitual colaboradora. Los títulos de crédito fueron encargados al diseñador Saúl Bass, exquisito creador de legendarias secuencias de crédito para Alfred Hitchcock (Vertigo, Intriga internacional, Psicosis), Otto Preminger (El hombre del brazo de oro, Bonjour tristesse, Anatomía de un asesinato) y de la célebre secuencia inicial de Amor sin barreras. Sin embargo, los tiempos se extendieron y una vez convencidos de que no llegarían a fines de 1992 para entrar en la carrera de los Oscar de ese año, la fecha de Venecia en 1993 resultó la meta más atractiva. Dedicada a su padre, Luciano Charles Scorsese, quien fallecía antes del estreno de la película a causa de una larga enfermedad, La edad de la inocencia es una de las obras singulares del director de El lobo de Wall Street, un intento de dar cuerpo y vida a un mundo tan impiadoso como el de los gángsters de Calles salvajes o Buenos muchachos, pero construido de brocados, cortinados suntuosos y ceremonias de baile. La violencia que él auguró como corazón de ese orden implacable se impregna en cada sacrificio, en cada renunciamiento. El de Newland para conservar su respetable cobardía, el de Olenska para resguardar su pureza de sueño eterno. Y el de Martin Scorsese para finalmente conseguir la obra maestra más inesperada.
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