El mundo se prepara para homenajear a uno de los grandes maestros del cine. Cómo un solitario dibujante de Rímini se convirtió en un artista irresistible que hasta acuñó su propio adjetivo
Era la noche del 20 de enero de 1920, y en la casa familiar de Via Fumagalli, Ida Barbiani daba a luz a su primogénito Federico Fellini.
Hijo mayor de tres hermanos, de un matrimonio de clase acomodada: Ida, romana e intensamente religiosa, y Urbano, un representante comercial, oriundo de Gambettola. Federico tuvo una niñez sin privaciones, pero creció como se crecía entonces: bajo el dominio indiscutible de reglas opresivas –"la tutela de la iglesia, del fascismo, de los padres venerados como a dos monumentos"–, una etapa que lo marcaría para siempre y que daría lugar a algunas de las escenas más memorables del cine mundial, como las retratadas en Ocho y medio y también en Amarcord.
Aunque fue en tiempos del bachillerato cuando Fellini dio en lo artístico sus primeros pasos, hubo en su infancia una suerte de signo premonitorio. O, al menos, eso suponía él. En su libro Rímini, mi pueblo lo describió así:
"Una mañana estaba en el huerto, que se situaba detrás de mi casa y que comunicaba con un edificio enorme. Estaba construyendo un arco con una caña, cuando de repente oí un estrépito. Era la estruendosa y metálica caída de la cortina del teatro, que yo nunca había visto y que se estaba levantado. Apareció, al final, una negra e inmensa abertura. Había un hombre, una mujer, un diálogo: estaban ensayando El Gran Guiñol, la compañía de Bella Starace Sainati. Ayudado por el hombre, entré en aquel antro oscuro. Era el teatro".
Días después, sus padres lo llevarían a ver el espectáculo, y según su madre, durante el tiempo que duró la obra, Federico no se inmutó.
Los años del bachiller fueron los de las primeras caricaturas. A Federico lo acomplejaba su delgadez, y en los días de verano prefería cualquier cosa a ponerse el traje de baño."Vivía una vida apartada –confesó–, solitaria, a la búsqueda de modelos ilustres, como Leopardi: una forma de justificar aquel temor al traje de baño, aquella incapacidad de disfrutar, como los demás, las zambullidas en el mar".
Para superar aquel vacío y, en el fondo, para superarse, el joven se dedicó al arte y abrió con Demos Bonini un taller delante de la catedral de Rímini. Así se hizo conocido, y esa incipiente reputación le permitió en poco tiempo sellar un acuerdo con el gestor del cine Fulgor: para promover sus películas, el hombre le encargaba caricaturas y retratos de las estrellas en cartel a cambio de entradas para él y sus amigos.
En 1937, tras terminar el colegio, llevó a la práctica lo que, en soledad, ya había decidido: alejarse de Rímini e instalarse en Florencia a trabajar. Esos meses, en los que se desempeñó como caricaturistas en Il 420 –por entonces, la única revista satírica de Italia–, fueron apenas una escala. Federico volvió a Rímini, habló con sus padres, negoció largamente un viaje a Roma –ciudad que había empezado a ejercer sobre él un particular atractivo– y se fue.
Sobre aquella partida, que sería definitiva, él escribió lo siguiente: "Tomamos el vermut en el bar de la estación, nosotros que nunca bebíamos: luego subí al tren. Montanari dijo: –Ahora Federico se vuelve internacional–. Y Titta, su cómplice de diabluras: –Maldita sea...–. Después, el pitido, una sacudida que cerró los vagones, el tren que partía, las casas, el cementerio".
Todo lo que siguió a eso y lo convertiría definitivamente en felliniano –las oficinas del bisemanario Marc'Aurelio, el radioteatro, el amor por Giulietta, el encuentro con Frabrizi, Rota, Pinelli, Flaiano, el estudio 5 de Cinecittà, el descubrimiento, incluso, de una nueva Rímini en Ostia– sucedió en Roma, la ciudad que eligió para vivir y en la que se movería, desde entonces, como si estuviera en el living de su casa.
Hay muchas formas de recordar a Fellini (20 de enero de 1920 – 31 de octubre de 1993), entre quienes, a lo largo de su carrera, lo trataron y, aún hoy, a cien años de su nacimiento, siguen estudiándolo. "Lo conocí en Roma, en el 58 o 59 –dijo, en el documental Fellini, el hombre, la actriz sueca Anita Ekberg, exuberante protagonista, junto con Marcello Mastroianni, de La dolce vita –. Entonces yo vivía en California, y mi estudio me había enviado a Italia para hacer una película. Fellini llamó a mi agente porque tenía una idea, pero aún no estaba muy seguro acerca de lo que iba a hacer. Así nos conocimos, en el Hotel de la Ville. Yo le pedí el guion: quería leer lo que supuestamente tenía que hacer, quería saber cuál sería mi papel, cosas por el estilo. ‘¿Guion? –me dijo él– No tengo’. ‘Cómo que no tienes’, le dije. ‘No, no tengo’.‘¿Y no tienes un diálogo?’. ‘Tampoco’. No tenía nada y me dijo que lo escribiera yo. ‘¿Yo, escribir un diálogo?’ Finalmente, dijo que lo haríamos juntos. Creo que Fellini era un Don Juan. Que nos tomaba el pelo o tal vez me lo tomaba a mí solamente".
"Me enamoré perdidamente de él y empezamos a vernos en secreto –confesó la actriz Sandra Milo, la insaciable Carla, amante de Guido Anselmi, alter ego del cineasta en Ocho y medio (1963), una de las obras más autobiográficas de Fellini–. Nos veíamos en sitios raros: en habitaciones no muy bonitas de la periferia, en esos edificios romanos que olían a repollo. Después, en hoteles, en su estudio. Estuve un tiempo locamente enamorada. Fue intensísimo físicamente, pero no fue espiritual. Por mi parte, sí, pero parte de él, no.
"Fellini no se fue de Rímini a Roma para hacer cine –contaba Tullio Kezich, crítico, biógrafo y amigo personal del cineasta–. Él llegó a Roma para ser dibujante de tiras cómicas. Luego se convirtió en periodista: hacía entrevistas. Entrevistó a gente del vodevil. Cuando a uno de ellos, Fabrizi, lo contrataron para una película, se llevó a Fellini como guionista. Fue en el 42. Así, con Avanti c'e posto y Aldo Fabrizi, Federico se metió en el cine".
"Si rodabas con Fellini, no podías interferir –dijo el productor italiano Dino De Laurentiis–. Tenías que leer y aprobar el guion, el reparto, el presupuesto. Fellini es de esos a los que les dices: ‘Anda, haz la película y hazla como quieras’".
"Fellini es una de las figuras centrales de la modernidad: antilírica, antiromántica, escéptica, crítica, como Picasso o Kafka, Beckett o Musil, alguien por quien yo sentía una gran afinidad", detalla para LA NACION revista, vía correo electrónico, Paolo Fabbri, uno de los más grandes estudiosos de semiología de la actualidad, exdirector de la Fundación Federico Fellini de Rímini y quien, el pasado mes de octubre, presentó, en la Sala Squarzina del Teatro Argentina di Roma, el volumen Sotto il segno di Federico Fellini (Bajo el signo de Federico Fellini), un análisis de los libros, cómics, guiones, dibujos y música del director y guionista italiano.
"Si entramos verdaderamente en su mundo, no podremos salir de él –dice Luis Facelli, profesor de Semiótica del Cine y director de la Biblioteca, en la Universidad del Cine de Buenos Aires–. En varias oportunidades, le propusieron a Fellini filmar El Infierno de Dante, y él siempre se negó. Probablemente, sabía que ya estaba filmándolo, a su modo, en la compleja red de su filmografía". Facelli destaca especialmente que en Semiótica del Cine, materia de primer año, Ocho y medio es la puerta de entrada al cine y al universo Fellini. "Nunca he escuchado a ningún alumno lamentarse de tener que haber visto Ocho y medio. Al contrario. Es un tema recurrente en todos los exámenes".
"Mi primer encuentro con Federico fue para hacer La dolce vita –confesó Marcello Mastroianni, en su libro Sí, ya me acuerdo –. Tuvo lugar en Fregene, donde él tenía una villa. Naturalmente yo estaba muy excitado. Y Fellini, con aquel aire de encantador de serpientes, aquella vocecilla que sonada como una flauta mágica, exclamó de inmediato: ‘Ooooh, mi querido Marcellino, me alegro mucho de verte. Tengo un proyecto para rodar una película; el productor es Dino De Laurentiis. De Laurentiis quiere a Paul Newman para el papel de protagonista. Paul Newman es un gran actor, una estrella, desde luego, pero es demasiado importante. A mí me sirve una cara cualquiera’".
Ante manifestación de honestidad semejante, Mastroianni, como todo el mundo sabe, no se ofendió. "Para Fellini, hacer cine era realmente un juego –diría Marcello después–, una fiesta, una fiesta continua".
En una escena anecdótica, Federico y Luigi Titta Benzi, compañero preferido de la infancia del cineasta y con quien Fellini renovaría amistad en la juventud y también después, están en la catedral de Rímini. Es agosto y la iglesia, fría como una tumba, está vacía. Federico se desliza por el púlpito y desde lo alto dice bajito: "Queridos hermanos…". Y, luego, un poco más fuerte, hasta que la iglesia retumba por el eco: "Queridos hermanos…". Al bajar, lo tienta la idea de vaciar la cajita de limosnas: un golpe intentado por Titta, quien junto a él finge estar rezando. Con un cordel y una barrita de plomo que insertan a través de la ranura, la pandilla pone en práctica el ardid, pero las monedas –esas perras– no se adhieren.
Años más tarde, en los 70, la imagen de aquel amigo de la escuela volvería sobre Fellini, quien basándose en él, daría vida a uno de sus personajes más entrañables: Titta Biondi, el joven que se pierde entre las tetas de una rolliza tabaquera de Rímini. Era 1973, era el tiempo de Amarcord, y el actor, oriundo de la campiña veneciana, se llamaba –se llama– Bruno Zanin.
Es diciembre de 2019 y Zanin se niega a hablar sobre Fellini. Las razones son entendibles. Bruno está eventualmente en España, cerca de Irún, en las montañas del País Vasco, haciendo el camino de Santiago de Compostela. Camina en el fango ayudado por un bastón. Y duerme en camas cuchetas de albergues baratos. En su mochila lleva El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.
–En estas circunstancias –se justifica ante LA NACION revista–, no puedo ni quiero hablar sobre Fellini. Estoy verdaderamente cansado.
Aun así, entre las pausas de su viaje, Zanin –el último de los vivos entre el elenco de Amarcord– habla. Y lo hace con franqueza.
–En el último tiempo, no han parado de hacerme preguntas –dice–. Me he sentido asaltado, esa es la palabra justa: asaltado.
Aunque Amarcord tiene 46 años y es la única obra de Fellini en la que Bruno participó, la imagen de Titta –cara redonda, flequillo rubio, pura curiosidad– permanece y probablemente permanecerá intacta en la memoria del espectador universal. Eso tiene su parte positiva, según Zanin, pero también sus peligros. Sobre todo ahora, cuando los protagonistas de la película están muertos y él se alza como el único sobreviviente al que hay que convocar.
Por supuesto, agradece que Federico le haya permitido, en su momento, codearse con el amplio mundo y además crecer, pero no deja de subrayar cierto agotamiento y la sensación, cada vez más frecuente, de haberse convertido en una especie de viuda obligada a hablar de su esposo muerto.
Sobre el inesperado acceso, en los años 70, al estudio de grabación de uno de los grandes maestros del cine mundial, Bruno dice que cuando Fellini lo eligió –entre otros rostros desconocidos, como solía hacer el cineasta– él ya se había inventado, a su manera, varios personajes.
–Había vivido varias vidas para esconderme y blindar así las heridas de una infancia difícil –dice.
Zanin ya no se dedica al cine, y a pesar de haber lanzado, en 2006, su primera novela de marcado carácter autobiográfico, Nessuno dovrá saperlo (Que no se entere nadie), prefiere mantener una vida apartada de cualquier forma de exposición.
–Esta noche dormiré en un monasterio y mañana seguiré hacia el sur –dice en uno de los últimos intercambios–. Este es mi quinto viaje a Santiago de Compostela. Siempre lo hago en inverno porque hay menos gente y menos confusión.
Era 1938 cuando un joven –alto, delgado, ojos saltones– llegó a Roma en un tren a vapor. En Termini, la estación terminal, tomó un mateo, desde donde escrutó la ciudad con ojos primerizos: ventanas abiertas de par en par, mujeres amamantando o sacudiendo con fuerza sábanas al sol, hombres en camiseta, niños gritando: una realidad tan distinta de la atmósfera provinciana, conservadora y gris de donde venía. A través de estas imágenes, Federico sintetizó en la ficción, en el film Roma, su primer acercamiento a la capital italiana, acercamiento que le causaría, en el buen sentido, un profundo desconcierto. "El joven deja la provincia, va a Roma y pasa al otro lado de la pantalla, hace cine, él mismo se vuelve cine –escribió Italo Calvino en Autobiografía de un espectador–. (...)La provincia adquiere sentido al ser recordada desde Roma, Roma adquiere sentido al ser abordada desde la provincia".
La película se estrenó en 1972. Para entonces, desde la llegada de Fellini en 1938, habían pasado muchas cosas: desde sus primeros rebusques periodísticos para pagar el alquiler hasta el ingreso al staff de Marc'Aurelio, una publicación de considerable prestigio en la Italia de la época; desde sus incursiones en radio, donde había encontrado un mercado para sus notas humorísticas hasta sus colaboraciones en películas para Cinecittà; desde el ingenio para evitar el ejército y la Segunda Guerra por medio de "licencias por enfermedad" hasta el amor por Giulietta Masina. Y Los inútiles, La calle, el primer Oscar y el segundo. El resto, lo que ya se sabe.
Sobre cómo Giulietta y Federico se conocieron, hay versiones opuestas. En cualquier caso, el encuentro se dio por razones profesionales y, según se sabe, tuvo lugar en un restaurante.
Masina tenía 22 años, seguía estudios clásicos, vivía con una tía e integraba un grupo de teatro experimental, que le había permitido lograr la atención de la crítica y algunas becas. Fellini, por su parte, tenía 23 y la idea de usar unos manuscritos sobre dos jóvenes recién casados, Cico y Pallina, como base para una serie radiofónica. Corría 1943, y para el primer encuentro, Federico había elegido uno de los restaurantes más elegantes de Roma. No bien lo vio, a Giulietta le pareció que el hombre estaba pobremente vestido para un establecimiento tan lujoso: al traje le faltaba un buen planchado, además de algunos remiendos, y hacía rato que su pelo pedía a gritos la atención de un peluquero. Giulietta se preguntó si Fellini estaría en condiciones de pagar, pero cuando llegó la cuenta, sacó de inmediato una billetera bastante abultada. "Si tiene tanto dinero –se preguntó–, ¿por qué no se comprará un traje?". Aun así, se mostró encantada con él y no dudó en aceptar el papel de Pallina. A los pocos meses aceptaría también su propuesta de casamiento.
Masina y Fellini se casaron el 30 de octubre de 1943, y aunque en Italia se vivían tiempos de convulsión y la pareja no podía pensar en una luna de miel ni en una vivienda propia (la tía destinó, en su departamento, un lugar para su sobrina y el marido), el vínculo se mantendría a lo largo de 50 años. "Giulietta no solo es la actriz de algunas de mis películas –dijo alguna vez Federico– sino también, en un sentido muy sutil, es la musa".
En 1954, el estreno de La calle, una historia de amor entre personajes extraños –Gelsomina, interpretada por Giulietta, y Zampanò, por Anthony Quinn– consolida la carrera del cineasta y convierte a la pareja en una de las duplas más respetadas de Italia. "Después de La calle, tuve cientos de ofertas –dijo Fellini–. Todos querían a Gelsomina. Podría haber ganado una fortuna vendiendo su nombre a las casas de dulces y a los fabricantes de muñecas; incluso Walt Disney quiso hacer con ella una película de dibujos animados. ¡Podría haber vivido de Gelsomina durante veinte años!". Pero no lo hizo: su reticencia a descartar proyectos millonarios en los que no estuviera interesado es públicamente conocida. Aun así, ironía mediante, se sabe que Fellini siempre tuvo problemas con los productores. Después de sus primeros éxitos, insistían con que hiciera otra vez la misma película. "¿Por qué esta insistencia en las continuaciones? –se preguntaba él–. ¿Es que tienen tan poca imaginación?
A los pocos meses de haber contraído matrimonio, Masina perdió su primer embarazo, y el hijo que daría a luz tiempo después, Pier Federico, moriría de neumonía a las tres semanas de haber nacido. "Fue un trauma terrible –dijo en una entrevista publicada en la revista People, en 1993–. Después de estas dos pérdidas, tuve miedo. No es que no haya querido tener hijos. Simplemente, no vinieron".
Federico murió en 1993, poco después de ganar su quinto Oscar, la mayor producción otorgada a un realizador fuera de Estados Unidos, y cinco meses más tarde, como si no hubiera podido resistir la ausencia, falleció ella. Sus cuerpos, junto con el de su hijo Pier Federico, fueron trasladados al cementerio de Rímini y colocados en el panteón familiar, en una tumba con forma de nave que viaja a través del tiempo.
Se sabe que la relación de Fellini con su ciudad natal fue fundamental para su obra. La dejó cuando tenía 18 años, la buscó en otra parte, la recreó y le dio forma, la forma arquetípica de un mundo inventado, y ahora descansa allí, pero nunca filmó en Rímini. No le gustaba volver. Decía que cuando volvía se sentía invadido por fantasmas archivados.
"En Fellini todo está presente –resume Paolo Fabbri–, como decía Freud acerca de la piedra romana: en la misma piedra están lo augusteo, lo medieval, lo papal, y así, sucesivamente, hasta nuestros días, igual que en la película Roma. No hay profundidad temporal, sino el ritmo de una sucesión horizontal, de una fila inagotable de sucesos sin antes ni después".
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