La conversión: magnífica exploración del trasfondo político del secuestro de un niño judío por el papado de Pío IX
Marco Bellocchio, a los 84 años, entrega una brillante exploración de una vida trágicamente atravesada trágicamente por los cambios políticos y sociales de mediados del siglo XIX
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La conversión (Rapito, Italia-Francia-Alemania/2023). Dirección: Marco Bellocchio. Guion: Marco Bellocchio, Susana Nicchiarelli, Edoardo Albinati, Daniela Ceselli (basado en Il caso Mortara de Daniele Scalise). Fotografía: Francesco Di Giacomo. Edición: Francesca Calvelli, Stefano Mariotti. Elenco: Paolo Pierobon, Fausto Russo Alesi, Barbara Ronchi, Enea Sala, Leonardo Maltese, Filippo Timi, Fabrizio Gifuni, Bruno Cariello. Calificación: Apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 134 minutos. Nuestra opinión: excelente.
“Un bautismo no se puede anular. Su hijo es cristiano para toda la eternidad”. La afirmación de monseñor Feletti (Fabrizio Gifuni), padre inquisidor del Convento de Santo Domingo, marca el comienzo de la nueva vida de Edgardo Mortara (Enea Sala), un niño judío reclamado por la Iglesia Católica. Un camino que el director Marco Bellocchio retrata con la paciencia de los artistas renacentistas, construyendo alrededor de un caso real un frondoso entretejido político, signado por la inminente gesta de unidad de Garibaldi y el reino piamontés de los Saboya y la anexión de los Estados Pontificios a la nueva Italia.
Como en su flamígera ópera prima I pugni in tasca, aquella que sorprendió al Festival de Venecia en 1966, el director -ahora a sus 84 años- vuelve a explorar los cimientos de las instituciones más importantes de su país, desde la familia hasta la Iglesia, enclaves de poder sostenidos en la figura de un padre y patriarca, encarnado en este caso por el beatificado Pío IX. Un tiempo de disputas políticas y ambiciones eclesiásticas que desgarran para siempre la infancia y el espíritu del niño Mortara.
Apenas vislumbramos algunas imágenes fugaces de la Bolonia de 1852. Un bebé en su cuna es arrullado por las plegarias en hebreo. Una nodriza cruza la calle apresurada entre el recuerdo gozoso de sus amores con un oficial alemán y los temores por el limbo que amenaza la eternidad de un infante judío. Un bautismo secreto ocurre en la penumbra de la tarde. Seis años después, Edgardo Mortara es reclamado por el mariscal Lucidi (Bruno Cariello) como cristiano, destinado a la potestad de la Iglesia Católica y al padrinazgo del papa Pío IX (Paolo Pierobon). El estupor inicial de la familia deviene en una peregrinación por sinagogas y periódicos de la época para defender su causa, pero la respuesta que se repite es la de la santidad del sacramento: Edgardo es ahora cristiano. Su reclusión en un orfanato católico de Roma lo despoja de sus oraciones y sus creencias: es la inmensa figura de un Jesús crucificado la que señala con sangre la herejía de su crianza.
Desde sus orígenes como cineasta, Bellocchio combinó las innovaciones de la modernidad estética de los 60 –fractura de la linealidad narrativa, montaje brusco sin enlaces sonoros o visuales, primeros planos histriónicos- con conscientes exploraciones de los modelos institucionales hegemónicos en su tiempo–el compromiso político tradicional en La Cina è vicina (1967); la represión religiosa en En el nombre del padre (1971); el poder falsificador de la prensa en Noticia de una violación en primera página (1972); la verticalidad militar en Marcha nupcial (1976)-, y lo hizo como cabeza de una generación –junto a Bernardo Bertolucci y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani- que venía a desplegar y continuar el legado transformador del neorrealismo. El psicoanálisis era una herramienta para desenmascarar la locura que anidaba en la vida burguesa; la puesta operística, un recurso para expandir el realismo hacia una atmósfera embriagante y enrarecida.
En estas últimas décadas de madurez expresiva, Bellocchio ha logrado integrar aquella rebeldía espiritual y la aguda crítica política con narrativas más aplomadas, de ambiciones históricas e impronta crepuscular, como lo demuestran desde Vincere (2009) hasta la más reciente El traidor de la mafia (2019). La política aparece filtrada por sus grandes protagonistas o sus meros peones, pero resulta siempre la expresión última de un intento de supervivencia. Mortara es una pieza ejemplar del tablero del último papa de los Estados Pontificios, en la defensa de su importancia en aquella Europa del siglo XIX que se reconfiguraba, y son ellos dos los que Bellocchio disecciona como un artista del bisturí fílmico: el niño y sus pesadillas, que muestran a Cristo bajando de la cruz; Pío IX y sus convulsiones al ser circuncidado en sueños por un comité vengador. Un padre impuesto a ese hijo como símbolo del reino de Dios que no se quiere someter a la nueva era de los Estados-Nación.
Aún en su insistente lectura política, La conversión no pierde el foco de la familia Mortara, la tragedia de su pérdida, la resistencia de su identidad religiosa. Y Bellocchio lo hace no sin contradicciones, entre la posición diplomática del padre (Fausto Russo Alesi) y la más sanguínea de la madre (notable Barbara Ronchi, quien ya había deslumbrado como la madre de Dulces sueños), entre las autoridades de la sinagoga y sus negociaciones con el papado, entre las diversas posiciones en el Vaticano, que oscilan entre la intransigencia de los dogmas y la adaptación a los cambios sociales. Lo que siempre queda en el camino es el rostro húmedo de lágrimas de Edgardo, atrapado en esa telaraña de intereses que se disputan su espíritu. Bellocchio nunca lo abandona, lo acompaña en su arduo camino, desde aquel niño escondido bajo las sábanas de su madre hasta el adulto que todavía anhela comprender la vida que le ha tocado.
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