La casa dada vuelta: el lúdico encanto de ir a dormir y domesticar a los propios monstruos
La casa dada vuelta / Dramaturgia: Guadalupe Lombardozzi / Puesta en escena: Guadalupe Lombardozzi y Adriana Sobrero / Intérprete: Guadalupe Lombardozzi / Música: Andrés Albornoz / Escenografía: Juan Manuel Benbassat / Vestuario: Pepi Sánchez / Sala: Pan y Arte, Boedo 876 / Funciones: domingos, a las 17 / Nuestra opinión: muy buena
Ordenar e irse a dormir. La consigna es conocida (y resistida) por todos los chicos. Así también por Irupé, la protagonista de La casa dada vuelta. Y es esa universal costumbre infantil de ignorar el mayor tiempo posible esa orden materna, la que engancha a los pequeños espectadores con íntima satisfacción a la obra escrita y protagonizada por Guadalupe Lombardozzi. Se trata de seguir jugando y dando vuelta la casa.
Pero ese juego no es gratuito en este caso (ni probablemente lo sea casi nunca). Irupé necesita jugar para domesticar al temible monstruo Estisimolou, que suele irrumpir de forma molesta en sus sueños. Cuenta para ello con la inestimable colaboración de su muñeca favorita, Tomoe. Se entabla una lucha de ribetes orientales. Pero no hay violencia en ello, sino el puro entusiasmo lúdico, que termina por convertir al monstruo en compañero de juegos. Irupé domestica a sus monstruos en tanto los convierte en habitantes amigables de su casa, esa que está dada vuelta, al menos desde el punto de vista de la madre.
La puesta de Guadalupe Lombardozzi y Adriana Sobrero pone en el centro de la escena a la niña –personificada por la actriz-titiritera–, en tanto que las figuras de su juego cobran vida en la trama como títeres y objetos manipulados por ese personaje de niña-titiritera. Y la madre queda mayormente por fuera como voz en off. Este inteligente dispositivo escénico acrecienta el lugar de la niña, de la perspectiva de la niñez, ubicada entre el orden establecido por sus mayores y el movimiento vivaz de quienes habitan su fantasía.
Es ella, Irupé, la que reorganiza su mundo, dando vuelta la casa, domesticando al monstruo –que no es otra cosa que darle la bienvenida en la casa– y finalmente, una vez cumplida la misión lúdica, convenciendo a la madre a meterse en esa casa para contarle un cuento, en camino hacia un sueño sin pesadillas.
La escenografía grafica literalmente la casa dada vuelta, que ofrece innumerables ventanas por las que pueden asomar capítulos del juego infantil. Y la música parece darle cuerda una y otra vez a ese juego. Transcurren apenas 35 minutos en la obra, el tiempo que bien puede pasar entre el primer llamado a irse a dormir, lanzado a viva voz desde otra habitación, y el instante en que efectivamente se concreta el momento de apagar la luz. Pero alcanza para que Estisimolou deje de ser un monstruo temible.