Jorge Lavelli: "El teatro lírico tiene un lado enfermo"
Es uno de los puestistas argentinos de mayor prestigio internacional; radicado en París desde 1960, trabajó junto a las figuras más renovadoras de la escena. Luego de 15 años, vuelve al Teatro Colón
Como artista, ¿de qué se siente usted verdaderamente orgulloso?
-¿Orgullo?
Sí, orgullo. Sin vueltas.
-No, no soy una persona que sienta esas cuestiones. Sí consideraría algunas cosas que entiendo como conquistas sobre mí mismo, sobre mi capacidad de trabajo, sobre mi proyección imaginativa, sobre ese ir al fondo de ciertas ideas. El resto lo atribuyo a la vida. Pero he tenido períodos muy malos, en los que no sabía qué hacer...
A juzgar por una amplia variedad de evidencias, Jorge Lavelli supo salir de esos períodos de incertidumbre. Y lo hizo con tanta convicción interna que, al poco tiempo de haber llegado a París, cuando tenía 28 años, la prensa del mundo entero comenzó a tratarlo como a uno de los grandes puestistas del siglo.
Lavelli es parte de esos artistas argentinos que se refugiaron en Francia cuando París era el faro cultural de Occidente. Y, con los años, él mismo devino en faro. Primero, poniendo en escena textos que estaban muy por fuera de las convenciones. Y, después, montando óperas en una deliberada toma de distancia del teatro dramático.
Desde 1977, por una década, fue director del Théâtre National de la Colline. Lo consagró a la producción del teatro del siglo XX, en una apuesta jugada y venerada por el ambiente. O, como dice él, en un intento por ir al fondo de ciertas ideas. Durante años, el medio teatral de Buenos Aires se enteraba a la distancia de sus logros, de sus premios y del reconocimiento que merecía. Lavelli recién tuvo la oportunidad de montar un espectáculo aquí una vez finalizada la dictadura. La primera ópera fue El caso Makropulos, en 1986; la primera obra de texto, Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, en 1998. La última, que lo trae de regreso a Buenos Aires tras 15 años de ausencia, es Idomeneo, la ópera de Wolfgang Amadeus Mozart que pasado mañana pondrá en escena en el Teatro Colón.
En cada uno de esos regresos, el retorno del hijo pródigo no fue un cuento de hadas. Ahora, en pleno proceso de ensayo, lo persiguen viejos fantasmas. "En el Colón se impone una nueva organización, que busque una comunicación más eficaz y hasta que intente obtener una mayor rentabilidad económica. El teatro es una industria, como la automovilística, que, continuamente, necesita renovarse, ser puesta en discusión. Los problemas más importantes de los grandes teatros líricos del mundo tienen que ver con la organización de lo que es ese proceso de fabricación. De no estar encauzado, triunfan la confusión y el caos", sostiene.
Fueron las autoridades de esa gran fábrica las que le propusieron montar ahora Idomeneo, ópera que ya había llevado a escena en 1975. Esa misma temporada montó Fausto, de Gounod, en la Ópera de París. "Idomeneo cambia la mirada de muchos melómanos sobre la ópera; marca el principio de una época de oro para el teatro lírico -afirma Alain Satgé, en un libro dedicado a Lavelli-, que devuelve vida y verdad teatral a un repertorio que se podría creer dominado por el convencionalismo y la rutina."
En dos amables encuentros, Lavelli dice cosas como éstas: "Mi problema como director de escena es saber cómo voy a contar la historia y cómo sacar de esa historia el máximo producto expresivo, sensible, de comunicación, de homogeneidad en el trabajo. En la pintura se reconoce a un pintor por aquellas cosas comunes que aparecen en sus cuadros: cierta unidad dada por el color, la dinámica de las pinceladas o algunas observaciones que configuran un estilo. Eso es lo más interesante".
-¿Y cuál sería el estilo Lavelli?
-No lo sé. A lo sumo, mi punto de partida es que todas las cosas innecesarias, los objetos que no tienen ningún discurso en sí mismo, estén excluidos. No puedo aceptar algo que no cumpla una función. El juego del teatro es un constante juego de oposición de energías. Como pasa en la vida, eso es un conflicto permanente. Con esa perspectiva, no puede ser que se cante un aria sin que esa interpretación esté alimentada por una idea, por una sensibilidad, por una búsqueda. Lo accesorio me interesa cada vez menos. Claro, es una apuesta difícil. En el teatro eso ya es complicado y, más aún, en el teatro lírico, porque hay una tradición de trabajo en cadena. Si hasta grandes tenores hacen un mismo rol durante años, se suben a escena con el mismo vestuario y terminan dándole indicaciones al director. El teatro lírico tiene un costado enfermo, es su parte menos divertida. Es un principio totalmente decadente y burgués.
-Entonces, ¿por qué hace teatro lírico?
-Entiendo la pregunta [se ríe con cierta picardía]. Pero también es cierto que la gente es sensible a otro tipo de discurso escénico. Hay muchos que están atentos a propuestas que no se inscriben en ninguna tradición. Y, debo reconocerlo, más allá de mis críticas, el teatro lírico es un campo de libertad. En verdad, habría que decir que es un campo minado de libertad.
-Usted ha montado aquí cuatro obras de teatro y dos óperas. ¿Cómo ha sido esa experiencia?
-En un elenco tiene que haber algo en común y eso es muy difícil de lograr cuando uno llega a una ciudad y no conoce a la gente. Todas las veces que monté obras en el Teatro San Martín he hecho audiciones, algo un tanto molesto y aburrido. En Francia, es muy común que un actor se presente a una audición, saben hacerlo. Acá no y terminan recordando el monólogo de "Ser o no ser". Eso marca una diferenciación en lo que hace a la profesionalización de la actividad.
-Solemos decir que tenemos excelentes actores, ¿es apenas un mito?
-Es difícil de juzgar. Hay mucho teatro independiente y el actor se lo pasa tomando cursos. Pero también se ha generado cierto caudillismo político en lo teatral, con directores-pedagogos que tienen sus grupos, con quienes montan sus obras. Pero si después ese actor tiene que salir a trabajar con otros directores, ya no tiene la sensibilidad, la dimensión que creía tener.
-Su último trabajo aquí fue Rey Lear.
-Con Alejandro Urdapilleta, con quien había hecho Mein Kampf. Era un actor que tenía un gran coraje, mucha energía, indudable personalidad y cierta locura que, a veces, conspiraba contra él mismo.
-Ese papel lo tomó una vez que Alfredo Alcón, en pleno ensayo, dejó el rol protagónico.
-Sí, se fue. Creo que él tenía una idea particular de Rey Lear o tenía, sencillamente, su propia idea. Fue todo muy extraño. Como consecuencia de ese cambio, me quedé mucho más tiempo en Buenos Aires, porque me parecía una frustración enorme no montar la obra. No soy de dejar algo en el camino.
-En su primer montaje aquí, Seis personajes en busca de autor, también tuvo que lidiar con problemas cuando Patricio Contreras, días antes del estreno, cuestionó el orden del cartel.
-¡Cierto! Eso fue un descontrol. Tuve que llamarlo y me dijo que en su contrato el orden del cartel no estaba definido por el criterio alfabético y que él debía ocupar un lugar destacado. El elenco estaba furioso con Contreras, se rompió un clima de trabajo, fue todo muy feo. Espero que cosas así no sigan sucediendo. La lógica del teatro privado no puede definir al teatro oficial.
París, el faro, la luz
Antes de su periplo europeo, Lavelli solía circular por Flores sur. En el mundo de las apariencias, todo muy lejano al imaginario de su futuro departamento en Le Marais. Sin embargo, para él, el olor a cous cous que sale de las cocinas de los restaurantes evoca el puchero criollo. O su infancia.
Lavelli pertenece a una familia de trabajadores. A los 15 años, tuvo su primer trabajo. Una vez terminado el secundario, se anotó en Ciencias Económicas. Duró poco. A los 18 largó la facultad para dedicarse de lleno al teatro. "La economía era un instrumento de la política y nunca me topé con lo científico. Eso me desanimó", recuerda ahora en un frío camarín del Colón. Ese mismo año debutó como actor en La gaviota. Esa obra fue un éxito, aunque ellos no lo buscaban.
Hubo otro suceso importante, bisagra: en 1960, ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes para estudiar en Francia. Victoria Ocampo era la presidenta de esa entidad. Se fue a París en barco. Ese largo trayecto por el Atlántico tuvo sus cosas. En pleno cruce oceánico, la nave pegó la vuelta a Recife para dejar en tierra firme a una mujer embarazada. Después de muchos más días de los muchos días previstos, el barco llegó a Hamburgo. De allí, a París en tren. Alquiló una habitación en el Boulevard Pasteur. Era una habitación con lavabo. Sólo el catorce por ciento de los habitantes de París tenía ducha.
Hablaba poco francés. No paraba de ver espectáculos, de hacer cursos. Tenía hambre de teatro. Semanalmente, enviaba unos informes a Victoria Ocampo, que lamenta haber perdido. No tenía idea de quedarse allí. A poco de vencer el plazo de la beca, le llegó una carta: por el entusiasmo demostrado, le ofrecían prolongarla. De nuevo la luz. Así fue como volvió a la habitación sin ducha.
"Con un programa que hacía en radio, me pagaba el alquiler. Era un micro sobre lo insólito en el teatro francés -recuerda-. En ese tiempo, se creó la Universidad del Teatro de las Naciones. Me anoté porque era la posibilidad de tomar contacto con gente de otros países y, al ser alumno, podía ver los espectáculos del festival sin pagar entrada, cosa que me venía muy bien."
-¿Ahí conoció al director tucumano Víctor García?
-Sí, estaba en mi camada. Esa promoción fue importante. Hace poco se hizo una celebración y me llamaron. No fui. Me parecía esa situación de gente grande que se reúne alrededor de una mesa para recordar viejos tiempos [sonríe con picardía]. Igual, yo no era amigo de Víctor García. Él era desmedido, al punto que podía llevar su vida a un verdadero caos. Una vez me lo encontré en Madrid y estaba dado al alcohol, a la droga; había perdido ese equilibrio sin el cual no se puede hacer nada.
-En la universidad montó El cuadro, de Eugène Ionesco, de quien sí se hizo amigo.
-Muy amigo. A veces lo acompañaba a su casa en un estado de alcohol avanzado. Cuando llegaba, Ionesco le pedía a su esposa un vaso de whisky para mí, aunque yo no tomo; apenas su mujer no nos miraba, él se lo vaciaba. En lo artístico, yo sentí que Ionesco escribía para mí. Hay una locura detrás de esa escritura que es lo que siempre me interesó en él, por eso hice varias obras suyas.
-También fue amigo de Copi. Dentro de su cosa desbocada, ¿tenía algún equilibrio?
-Copi era el desborde y el orden. Cuando visitaba a su abuela, en Montevideo, ella le convidaba unas hierbas. O sea, fíjese, a la edad de 12 años, Copi comenzó a fumar marihuana gracias a su abuela. Claro que, en medio de todo ese clima, tenía su orden. Era de recibir en su casa a mucha gente, que se le instalaba meses. Pero tenía su límite. Cuando se cansaba de todo eso, se mudaba sin decir nada y la gente, inevitablemente, se tenía que ir. Yo lo quería mucho, conocí todas sus casas, andábamos todo el tiempo juntos. Cuando monté Las cuatro gemelas, venía todos los días a traernos alguna cosita, una botella de whisky, un regalito. Era una obra escrita con ochenta vocablos de los cuales, la mitad, eran insultos. Estaba perfectamente escrita y tuvo un éxito descomunal.
-A juzgar por el entusiasmo con el que habla, pareciera ser que su deuda con Buenos Aires es montar una obra de Copi.
-Eso sería muy interesante. Cada vez que vine, he hablado de él, pero a muy poca gente le interesa. Alfredo Rodríguez Arias había montado Eva Perón, que es una obra que no me gusta mucho. Hizo algo que estaba bien, metió una cosa divertida, irónica. Esa obra se hace bastante, pero se la trata como si fuera una farsa italiana en un registro que no tiene nada que ver. En verdad, perdón por lo que voy a decir, pero rara vez vi una puesta de Copi bien hecha, salvo las que monté yo.
-¿Ve? Le salió el orgullo.
-Es cierto.
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