Jérôme Bel: "Intento probar hasta dónde la danza resiste"
Referente de aquello que se ha dado en llamar la no danza, el coreógrafo francés presentará dos obras en el Mamba
Jérôme Bel es toda una figura de la danza contemporánea experimental, uno de los referentes de la no danza. Pero más allá de cualquier categoría, es un pensador, un político, un operador de la vanguardia. Estuvo por primera vez en Buenos Aires hace unos años. Presentó, invitado por el IUNA (actual UNA) The Show Must Go On, una marca registrada dentro de su larga producción, estrenada mundialmente en 2001. En el marco del ciclo organizado por el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires llamado "Al borde de sí mismo: ensayos entre el teatro y las artes visuales", desde hoy y hasta el lunes presentará dos experiencias escénicas que, según él, pueden resultar aburridas. Pero él, decididamente, no lo es.
Al rato de haber llegado a la ciudad, recuerda su anterior visita. "Fue toda una experiencia -apunta mientas su memoria se activa-. El casting fue realizado de manera equivocada y yo no entendía muy bien el motivo. Charlando con gente de acá me enteré de la influencia de la danza moderna alemana en esta ciudad. Recién ahí empecé a entender lo que me estaban proponiendo los performers. Yo, lo aclaro por las dudas, amo a la danza alemana; pero el problema es que en la danza contemporánea alemana hay mucha carga de lo histórico. En contraposición, The Show Must Go On es una operación ligada al habitar el aquí y ahora, y la manera que tenían los intérpretes elegidos para la versión local estaba plagada de interferencias, tradiciones, informaciones. Para evitar eso es que suelo trabajar con bailarines amateurs. La carga de información puede generar alienación."
-Es llamativo el tránsito de The Show Must Go On. Comenzó teniendo problemas con cierta audiencia que pedía la devolución del dinero y hasta hubo un señor que te hizo un juicio por considerar que no era danza; al mismo tiempo, expone la dificultad con los mismos bailarines.
-El público puede hacer lo que quiera. Antes me preocupaba, ahora no. La gente puede odiarme, amarme, parecerle que hago cosas aburridas...; que hagan lo que sientan. Mi verdadero problema es que el performer se conecte con lo que está haciendo. Tengo ciertos problemas con aquellos profesionales que responden al background, que se lo pasan repitiendo una misma historia. Yo prefiero alguien vinculado con lo real. Por eso cuando me invitaron a venir, propuse no hacer ensayos de las dos experiencias para que el proceso no se envicie, como una manera de evitar la repetición, el pasado. Ambas obras tienen puntos en común, como un mismo elenco, y una diferencia: Compañía, Compañía es para una sala teatral y 1000, para un museo, porque puede resultar muy aburrida.
-¿Aburrida?
-Sí, claro [se ríe]. Por eso la hago en un museo como para que, en todo caso, puedas entretenerte mirando otras cosas. Los dos montajes se reconstruyen cada vez que se montan en una ciudad. Lo cual es bueno desde una perspectiva tanto económica como ecológica y, me gusta entenderlo así, es bueno porque la gente de esa ciudad puede ser parte del trabajo y no solamente ir a aplaudir o a aburrirse. También es una forma de evitar la repetición, de hacer algo fresco. Ambas son propuestas muy nuevas, están en pleno proceso. Quizá fracasemos, yo todavía no estoy seguro de que funcionen... (cosa que se lo expliqué muy bien a los directores del ciclo).
-Hay otra línea de reflexión que está ligada a los contextos y las formas en que denominás a tus trabajos. Pueden presentarse tanto en una sala teatral como en un museo o centro cultural, y pueden presentarse como una lectura performática o una performance o la forma que se precise. Esa amplitud, ¿tiene que ver con respetar la esencia misma de cada propuesta?
-Puede ser... Yo intento ir al límite, ver cuán lejos puedo llegar, probar hasta dónde el teatro o la danza resisten. ¿Es una conferencia? Ok, hagámosla. ¿No es danza? No importa. No me asusta la controversia ni la polémica. La danza es un territorio y dentro de ese territorio yo intento andar por el borde. He hecho cosas malas, he hecho cosas mejores, y sé que influí en el abrir horizontes. El academicismo me aburre. Me aburro cuando veo una obra a la que le descubro las reglas. Claro, salvo que sea un maestro, como un Romeo Castellucci o un Christoph Marthaler, en el manejo de esa regla que yo puedo aceptar, aunque me aburra soberanamente.
-¿No temés haberte convertido en un Castellucci o en un Marthaler de la vanguardia?
-Sí, claro. Hago lo que puedo... Me encantaría encontrar algo diferente cada vez, pero después de 20 años se hace cada vez más difícil. Igual, no soy un maestro, tampoco lo quiero ser, aunque, a veces, cuando no encuentro algo nuevo, uso mi memoria.
El ciclo "El borde en sí mismo" -que culmina el 27 del mes próximo y que incluye la presentación de experiencias de artistas como Liliana Porter, Ariel Farace, Silvio Lang y el norteamericano Richard Maxwell, entre otros- se realizará en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Jérôme Bel suele habitar esos espacios. Los grandes museos, las muestras y bienales del mundo siempre lo programan. Él dice: "Desde hace unos cinco años, los museos empezaron a interesarse en la danza. El MoMA, el Pompidou y la Tate, los tres más poderosos, crearon un departamento para la danza. Antes todo era pintura y escultura. Pasaron muchos años para darse cuenta de que la fotografía también era arte. Cuando se dieron cuenta, crearon un departamento de fotografía. Lo mismo pasó con la arquitectura, con el cine. En los últimos años, "¡hello, acá estamos!"; descubrieron a la danza. Y está bien porque Pina Bausch es tan importante como Matisse. Pero, en verdad, no saben nada y es un gran lío. Por ejemplo, no saben que un bailarín debe cobrar por su trabajo, no entienden que no somos objetos que se cuelgan de una pared.
-En sintonía con lo que decís, en 2012, en una nota de balance anual del diario El País, de Madrid, se afirmó que Disabled Theater, el espectáculo en el cual trabajaste con performers discapacitados, era la mejor exposición, así la llamaron, del año dejando en un segundo plano de ese top five a muestras de Claes Oldenburg, David Hockney y Anthony McCall. ¿Esta revalorización de la danza da cuenta de una reflexión sobre el cuerpo humano en el espacio o es simple moda?
-Es todo. También es cierto que la reflexión alrededor del cuerpo habla de cierto aburrimiento con el objeto. Por otra parte, la danza se escapa del capitalismo. No podés "comprar" danza, no se puede "vender" danza. Desde el mejor sector del arte, hay una reacción de este tipo. Pero también hay otros motivos. Las exhibiciones en los museos cada vez son más grandes. Eso hace que la gente no le preste atención a un cuadro más de tres segundos. Los curadores se dieron cuenta de que si alguien real se mueve y hace cosas, el tiempo de atención es mayor, y eso les rinde. También hay algo vinculado con las estrategias comunicacionales de los grandes museos o centros culturales del mundo. Ellos, cada tres meses, presentan una gran muestra que acapara la atención. Pero eso pasa. Entonces, para esos tiempos muertos, necesitan crear algo para comunicar y usan este tipo de propuestas para generar noticias, para llamar la atención. Lo cual, claro, es una de las partes malas del asunto. Más allá de ese "detalle", para mí, lo importante es el reconocimiento del museo como legitimador de la historia. Porque los grandes museos son la prueba de lo que sucedió, testimonios de un pensamiento a lo largo del tiempo. Y mirándolo en perspectiva, el hecho de que quieran integrar a la danza a sus colecciones quizás haga que la danza tenga otro significado para las próximas generaciones.
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