Jaime Roos. A 30 años del desembarco porteño
Hace 30 años Jaime Roos desembarcaba en la Argentina y daba comienzo a una especie de revolución que, de tan profunda, tal vez no haya sido advertida en su justa medida. Fueron cuatro funciones en el mínimo reducto de Shams, en agosto, rubricadas luego con un rotundo estadio Obras a tope en noviembre. Desató una fiebre singular que combinaba fiesta y melancolía a caballo de candombe, murga y rock and roll. Era una antigua novedad: su primer concierto en la Argentina había sido en 1982, para una corte de informados. Hace 30 años la logia vio cómo todo se le iba de las manos y se develaba el secreto compartido. Las canciones embelesaron al público y a la prensa. El año 1990 fue el peldaño clave de una historia de amor entre el músico y la Argentina, que solo menguó en los últimos tiempos por decisión de Roos, que optó tomar años sabáticos demasiado largos para sus fans. Ahora, cuando estaba a punto de volver a través de una monumental gira –una serie antológica, con integrantes de todos los grupos que tuvo en su trayectoria, una variante de las bandas eternas spinettanianas–, ocurrió la cuarentena.
La ausencia a veces es una forma de subrayar la importancia de un artista; puede significar, paradójicamente, una de las maneras de la presencia. El silencio musical fue tapizado por libros alrededor de su genio y figura. Destacan, al menos, tres trabajos: una biografía y dos lúcidos análisis sobre sendos discos: El montevideano, de Milita Alfaro; Brindis por Pierrot, de Mauricio Rodríguez, y Mediocampo, de Andrés Torrón.
¿Por qué Jaime Roos concita tanto interés? En perspectiva, su obra combina elementos que suelen ir disociados: raíz, masividad, experimentación, inteligencia, rock y tango, murga y candombe, canción y milonga, temáticas populares como el carnaval, el fútbol o el submundo de los bares. Esa combinación es un misterio a desentrañar: ¿qué puente se puede tender entre las guitarras de Zitarrosa y los arreglos vocales de los Beatles? Su poder de síntesis es extraordinario. Y su incidencia en la cultura popular argentina –no solo en el rock–, inconmensurable.
El clima de época era de revulsión, renovación y cambio. Con el estrépito global de la caída del Muro y un caos local de hiperinflación y saqueos, el pasaje de década fue una bisagra que significó la muerte política de Alfonsín y el ascenso de Menem y de la cultura de la frivolidad y el cinismo. La ilusión y la candidez del regreso de la democracia fueron trituradas por la perversión de la pizza y el champagne. El rock de los 90 fue atravesado por tendencias variopintas, como los MTV Unplugged, el grunge, el brit pop y el llamado rock alterlatino. En la Argentina, fueron resignificados fenómenos populares como la cumbia y el bolero y, en el mismo gesto, se ampliaron las búsquedas rítmicas en el rock nacional. Entre la hibridez característica de un género históricamente esponja, algunos empezaron a hablar de rock & roos, en referencia al descubrimiento de la murga, el tango-rock y el candombe. Algunas líricas también pusieron el foco en el fútbol. Coincidió con el enaltecimiento de Maradona como héroe nacional. Hasta los 90, el fútbol y el rock iban por caminos paralelos. Ahora no solo Los Piojos, Bersuit y hasta Andrés Calamaro manejaban ese universo, sino que se configuró una simbiosis entre ambas culturas. Fue una interpretación tal vez errática de lo que proponía no solo Jaime Roos, sino también otros coterráneos como Mauricio Ubal (su tema "Al fondo de la red" fue un hit de la Bersuit) y Jorge Lazaroff (con todo el poder conceptual de su Pelota al medio). Si en Uruguay el futbol aplicado a la canción era metáfora y alegoría –de la adversidad, la injusticia, el paso del tiempo–, en la Argentina esas metáforas bajaron del escenario a la gente y no demoró en formatearse una cultura del aguante. Otro tema, penoso, motivo de otra nota: la actitud degeneró en las bengalas de Cromañón.
Juego de espejos
"El sabor de lo oriental / con estas palabras pinto; / es el sabor de lo que es/ igual y un poco distinto". El verso pertenece a una milonga de Jorge Luis Borges y lo cita Milita Alfaro en su libro El montevideano. Refiere al juego de espejos empañados que proponen las ciudades de Montevideo y Buenos Aires. Aquella renovación estética de los 90 tuvo una fuerte presencia percusiva en bandas que antes no se corrían del pop y rock sajón. Eran tiempos de La Chilinga, de talleres multitudinarios y del Parque Lezama convertido en un territorio liberado, casi una embajada de Montevideo y sus llamadas. Todo olía a candombe, a murga porteña y uruguaya. Así como el porteño idealiza el Uruguay, el uruguayo está de alguna manera colonizado por el arte y el entretenimiento argentinos. Esa patria percusiva influyó a rockeros uruguayos que, con el tiempo, se consolidaron en Buenos Aires. Bandas como No Te Va Gustar y La Vela Puerca fueron tatuados por el rock argentino, que a su vez se había espejado en ciertos hallazgos estéticos e ideológicos de Jaime Roos.
El montevideano cita diarios argentinos de aquel desembarco de hace tres décadas: "¿Es Montevideo la nueva capital del pop? Gasoleros, la telecomedia más vista del año, tiene por cortina un candombe compuesto por Vicentico de los Cadillacs. Detrás del éxito de Los Piojos y la resurrección de Bersuit vive el carnaval uruguayo. Solo en Buenos Aires actúan más de cincuenta murgas. O sea: rock argentino, sí, pero al compás del último negro blanco: Jaime Roos". O: "Todo tiene un rumor de grapa y limón. Roos ocupa un lugar que los músicos populares argentinos dejan vacío. Deja en cada visita a Buenos Aires una señal, un rastro, una melancolía: cruzando el Río de la Plata existe una cultura –la del Carnaval– que aquí se dejó morir estúpidamente. Entonces, pequeño consuelo, solo nos queda pensar que Jaime Roos es también un poco nuestro. Por eso su música pega justo en el corazón de un público que sabe que la esquina de Durazno y Convención podría ser Gaona y Boyacá".
En los 90, en la Argentina, algunos hablaban de rock & roos, por un género que había incorporado la murga, el tango y el candombe
Aquel Obras fue histórico. Roos ya tenía una obra frondosa, con discos maravillosos y desconocidos en la Argentina. Albumes como Aquello (1981), Siempre son las cuatro (1982), Mediocampo (1984) y, sobre todo, Brindis por Pierrot, contenían un universo cancionístico fascinante, una cosmogonía, una mirada.
La resaca de las dictaduras
En su libro Mediocampo, el periodista y músico Andrés Torrón vivisecciona ese disco como la conclusión de una trilogía que comprende a Aquello y Siempre son las cuatro. Mientras en Buenos Aires estallaba el rock de la primavera democrática –1984 fue un año de una gran calidad y cantidad de bandas y solistas–, en Uruguay se afirmaba Jaime Roos, que había vuelto a radicarse en su país luego de un largo periplo europeo y que, a su manera, también había procesado los nuevos sonidos que proponían el pop y el post punk. "Mediocampo es un disco –escribe Torrón– que habla de la infancia, recuerdos y de identidad montevideana, con murga y candombe; pero también de discotecas, noche, tabúes con rock, new wave y pop. Sigue siendo un disco arriesgado y experimental, pero su comunicación es mucho más directa".
El trabajo de Torrón es interesantísimo. No solo analiza el disco tema por tema, sino que abarca otras épocas, como los años de vagabundeo y exilio, acompañado de los testimonios del propio Jaime. El momento regional estaba impregnado por las tensiones surgidas entre la resaca de las dictaduras en retirada y las flamantes democracias. Muchas de las opiniones de Roos en el libro Mediocampo podían ser aplicadas a lo que ocurría aquí: "Las clases medias más intelectuales, los universitarios, no bailaban. La dictadura veía mal al baile, pero también era mal visto por las patrullas ideológicas filocomunistas. Era sinónimo de alienación. Según ellos, hacía que uno se distrajera y que la lucha popular se desinflara. Estoy hablando en serio: llegué a escuchar a un importante intelectual decir que la revolución sexual era un invento de la CIA. Estaba mal tener sexo, estaba mal bailar, estaba mal expresar cualquier cosa que fuera instintiva".
El otro libro editado es Brindis por Pierrot, del periodista Mauricio Rodríguez. Al igual que el de Torrón, se zambulle en un álbum como una excusa para recorrer y poner en foco aspectos integrales de la trayectoria. El disco catapultó la canción que lo titula: "Brindis por Pierrot", el tema, es una obra monumental, una de las más complejas y fascinantes de la historia de la música popular regional. Por estatura, peso específico y logros narrativos y poéticos, habita la misma catedral que "Construcción", de Chico Buarque, o que "Pedro Navaja", de Rubén Blades, por citar dos obras maestras. Se trata de un retrato de la bohemia montevideana que mezcla en una misma baza alcohol y metafísica. Fue la consagración de Jaime Roos y, también, de la de su voz principal, el murguista Canario Luna. La estructura de la canción está sostenida por sinuosas curvas y contracurvas, del coro griego al cuplé carnavalero, del apunte periodístico a la evocación de personajes extraviados. "¿Qué será de los porteños, ocupando el Liberaij?", pregunta por caso el protagonista de Brindis por Pierrot, y hace referencia al episodio de los hampones argentinos fugados desde el Delta del Tigre hacia el Uruguay luego del robo de un banco, historia que inspiró a Ricardo Piglia para su novela Plata quemada. Y así: todo es recuerdo y ensoñación.
Dice Jaime en el libro: "Tengo la suerte de haber vivido los años suficientes para poder constatar que todo aquello que demandó gran sacrificio no solamente no fue en vano, sino que floreció. Y que esas flores siguen vivas. «Brindis por Pierrot» es una canción que sigue viva. Y eso es lo que te da alivio. Porque hay templos que el tiempo los carcome y se derrumban. Hay otros que no. Y también veo que hoy por hoy hacer todo aquello sería imposible. Esa es la síntesis".
"Brindis por Pierrot" fue uno de los temas que mostró un universo cancionístico nuevo y fascinante para los 5000 porteños que ocuparon Obras en 1990. Hoy estos libros abren más ventanas de una obra majestuosa, que inoculó a todo el estuario. A tres décadas, como toda marca profunda, ya está incorporada. Como un aliento, como parte del aire, como un sabor: el sabor de lo que es igual y un poco distinto.
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