Livin’ la vida loca
Dice que está cansado. Termina la semana que pasó en Buenos Aires dedicado a presentaciones de su última novela, "Los amigos que perdí", y entrevistas respecto de ella, y no tuvo tiempo siquiera de conocer Boquitas Pintadas. Sentía gran curiosidad por el hotel-restaurante de Ger Tepass que le habían recomendado el domingo anterior en Santiago, Chile. "Tal vez pase luego de Medios locos", comenta. Va camino de Canal 7 y me pregunta si se trata de un programa tan irreverente como "Chile Today", "una rareza en una televisión muy mojigata".
- "¿A que no saben qué me pasó el otro día en «Chile Today»?" Cuenta Jaime Bayly que el conductor le preguntó por algo sucedido "cuando eras un cabro chico" y que él se quedó tieso: en Chile esa expresión significa joven, pero en Perú –país donde Bayly nació el 19 de febrero de 1965– es una forma despectiva de decir homosexual.
"¿Perdón?", reaccionó, pero enseguida recordó el milagro de la polisemia. "Un malentendido delicioso, ¿verdad?" Sus acompañantes se ríen. ¿A que no saben qué le pasará ese día en Medios locos?
Marcela Pacheco y Gisela Marziotta escuchan mientras Adolfo Castelo, Gillespi y Mex Urtizberea conducen la entrevista. El sexismo se completa con una pregunta de Urtizberea:
–¿Olés mucha nuca?
–Bueno... –retrocede Bayly. Duda unos segundos y un brillo en sus ojos revela que está por salir a torear:
–Mira, si me quieres hacer una pregunta valiente, ten cojones y házmela. ¿Qué me quieres preguntar?
–Si sos bala –escupe Urtizberea.
Bayly comprende, pero disimula:
–¿Qué es bala?
Marcela Pacheco dice "gay", Urtizberea busca el control perdido y Bayly dispara munición gruesa. Lo hace con extrema elegancia: encomiable ejemplar de la alta burguesía peruana, sabe que una persona educada como él nunca explota. Para Bayly, ocultar el enojo es regla familiar y –lo que importa más– el origen de sus novelas: No se lo digas a nadie, La noche es virgen, Yo amo a mi mami y la nueva.
–¿De dónde sale su ficción?
–Creo que de la rabia. Hay un gran divorcio entre mi apariencia y lo que pasa dentro de mí, y eso produce una frustración, una rabia. Todo eso que se acumula ahí adentro, en ese abismo entre mi imagen y mi personalidad, salta luego violentamente en mi ficción.
El abismo parece grande. "me nace ahí abajo, al sur del ombligo, una pasión acaso malsana por el humor indiscriminado y, en general, por la vida loca, entendida ella como el goce perpetuo, la búsqueda infatigable del placer. ¡Y qué placer era asistir a los baños turcos con usted, doctor!", se lee en Los amigos que perdí. En cambio Bayly, cuando entra en La Boutique del Libro, murmura: "Qué bonito lugar. Hice bien en no ponerme corbata". Va de negro, neto: saco de cuero largo, remera, pulóver de escote V, pantalón pinzado, calzado sin hebillas ni cordones. Saluda al público –más mujeres que varones– que lo espera en sillas de plástico. Las señoras de San Isidro se lo quieren comer a besos: es tan amoroso. Y qué monono le queda el pelo corto partido a la izquierda, con un remolino atrás.
Tal vez ninguna de ellas considere una bendición que un hijo propio pertenezca a una minoría, pero manifiestan su enorme comprensión por Bayly, a quien imaginan en el protagonista de La noche es virgen –novela ganadora del Premio Herralde del sello español Anagrama– que dice: "Yo no soy el payaso que sale en televisión. Yo soy medio gay y bien fumón y no tan disforzado como me ven en la pequeña pantalla". Por eso logran que el autor, derramado sobre una silla –porque eso no es sentarse–, responda sin eufemismos a sus preguntas: "He sentido atracción, deseo y amor por algunas mujeres y he sentido atracción, deseo y admiración por la belleza de un hombre"; "En la sexualidad, defiendo la libertad"; "Es natural que dos personas del mismo sexo se amen y es inmoral decirles que su amor está mal".
En esta librería adornada con las fotos de otras visitas literarias, se ha creado un clima de intimidad que lleva la conversación bien lejos de las letras. Una señora paqueta quiere militar por la diversidad, aunque no le sale muy bien y dice "uno nunca sabe" como argumento para pensar el amor homosexual. Un hombre le pregunta a Bayly cómo reaccionó su padre ante su bisexualidad y sonríe cuando escucha la respuesta: "No ha reaccionado todavía". Alguien quiere saber si el autor cree que todos los seres humanos nacemos bisexuales y él le dice que sí, que venimos al mundo sexualmente ambiguos y polivalentes y que él aprendió a aceptar su complejidad.
Tanto habla Bayly del tema que habló con la revista Flash, cuya nota del 5 de mayo de 1998 lleva el título: "¿Drogadicto y bisexual?" Pero quizá su mejor declaración esté en Cuando hablaba dormido, libro de Alvaro Vargas Llosa, su amigo e hijo de su mentor Mario: "No soy cien por ciento heterosexual –lo que a estas alturas me parece que no sorprende a nadie, creo que ya no es una primicia– pero tampoco soy cien por ciento, químicamente puro, radical y militantemente homosexual. Creo que mi sexualidad es más o menos ambigua".
–¿Por qué habla tanto de su bisexualidad?
–Porque todo el mundo me pregunta. Yo podría decir: "No hablo de eso. Es mi vida privada". Pero me sentiría un poco cobarde: si hablo de eso en mis libros, ¿por qué no en mi vida pública? Pero evito las declaraciones enfáticas: he dicho que me puede gustar una mujer o me puede gustar un hombre, y no estoy dispuesto a decir más. En América latina somos tan mentirosos y cobardes con ese tema, que me parece bien que alguien salga a decirlo tranquilamente, sin tacos ni peluca. Si a los dieciocho años, aterrado ya por la naturaleza ambigua de mi sexualidad, hubiera visto a alguien en televisión confesar serenamente que era bisexual, quizás hubiera dicho: "Bueno, esto no tiene por qué matarme. Se puede vivir con esto. Y hasta se puede tener éxito con esto". Por eso lo he dicho. Y porque es la verdad. Y porque me provoca. Y porque no le hago daño a nadie. Son buenas razones para decirlo.
en años pasados hubo mejores razones para callarlo. Bayly era el famoso niño terrible de la televisión peruana, no tanto porque saliera al aire duro de cocaína sino porque era un analista político desatado: por ejemplo, le dijo "loco" a Alan García (y se quedó sin programa durante su presidencia). Por la celebridad y por la presión de su familia, en la biografía que aparece en la solapa de No se lo digas a nadie dice: "Está casado y tiene una hija". Y antes de la primera línea, se destaca una advertencia: "Las historias que aquí se narran sólo ocurrieron en la imaginación del autor: cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia". Ninguna de esas palabras evitó el escándalo que provocó en Perú el debut literario de Bayly.
–¿Por qué incluyó esas frases?
–En ese momento vivía con Sandra y mi hija Camila, que acababa de nacer. Nuestras familias se oponían con mucha virulencia a que yo publicara esta novela, así que escribí esas cosas para aplacar las iras. Y también para desconcertar un poquito al lector militante, que entendería la novela como un manifiesto, como mi salida del closet. Pero los straight pensaron: "Está casado, ¿y qué? Es un infiltrado". Y los gays dijeron: "Ah, sí. Está casado. Es un hipócrita más". No contenté a nadie: ni a mi mamá, ni a mi suegra, ni a los gays, ni a los straights. Fue una frase innecesaria.
No se lo digas a nadie es el big bang del Universo Bayly: su protagonista, Joaquín, cambia de nombre pero no de características en sus siguientes novelas. El pequeño Joaquín y Maricucha se parecen al Jimmy y su mamá de Yo amo a mi mami; el joven Joaquín que sale con Michael, cantante de Papaya Pop, se parece al Gabriel enamorado del músico Mariano en La noche es virgen; la novia de Joaquín, Alexandra, se parece a Melanie, la ex novia del Manuel de Los amigos que perdí. Tal vez eso se deba a que Joaquín y Jimmy y Gabriel y Manuel se parecen, sobre todo, a Bayly.
La exitosa –diez ediciones, sin contar las piratas– primera novela de Bayly cuenta la historia de un chico de la clase alta limeña, hijo de una señora muy católica y un señor muy machista, que siente deseos que su familia considera inadecuados, que abandona la universidad y la casa paterna, que trabaja en televisión, que consume cocaína, que decide abandonar el ambiente opresivo de la sociedad peruana para vivir su vida en Miami. La vida de Bayly comienza en el encopetado barrio de Miraflores, donde nace de un empresario severo y una mujer del Opus Dei. A diferencia de sus nueve hermanos ("más limeños, más proper", los describe), dio toda clase de disgustos a sus padres, entre ellos dejar la carrera de Derecho y el hogar, conducir programas de tevé, consumir cocaína, radicarse en Miami, separarse de la madre de sus dos hijas. Y publicó seis libros –además de los cuatro disponibles en la Argentina, Ultimos días de la prensa y Fue ayer y no me acuerdo– que Bayly senior no leyó hasta el día de hoy; ni siquera el último, que le está dedicado: "A mi padre, el amigo que no perdí".
–¿Qué le produce ese rechazo?
–Me duele. Y me decepciona que siendo este libro, al menos desde la dedicatoria, un intento por acercarme a él, no quiera hacer el esfuerzo de leerlo. Yo entiendo que seguramente no le va a gustar el capítulo donde se narra con lujo de detalles el amor fugaz entre dos hombres. Ya. Pero creo que sería bueno que por lo menos tratase de leerlo. No veo por qué tendría que producirle arcadas. Se lo dediqué como un acto de amor, como una manera de decirle: "Mira, papá, sé que mis libros te han jodido y te han dado vergüenza, y sé que éste también te va a joder, pero no los escribo porque te odie sino porque éste soy yo. Estos son mis libros".
Esos libros que son suyos son ahora de quienes los sacan del exhibidor de Anagrama en el segundo piso del Tower Records de Belgrano: luego de escucharlo hablar, los admiradores manotean una copia de La noche es virgen, Yo amo a mi mami o Los amigos que perdí, le sacan el nailon y lo acercan al autor. Un hombre de seguridad habla a su handy. Y una empleada pide: "Por favor, pasen primero por la caja para evitar problemas a la salida".
Una chica muy arregladita parece ajena a los festejos del Día Nacional del Choreo de Libros. Acaba de entrar corriendo y se dirige sin vacilar hacia la agente de prensa de Anagrama. "Ay, hoy tampoco llegué a verlo", le dice a Marisa Avigliano, mientras la arrincona contra la zona de compositores a la altura de Schumann; "qué lástima, ya me lo perdí la vez pasada en la Feria del Libro, no pude tener acceso a él...". Es bien claro el tipo de acceso que anhela: "Tú que estás con él todo el día, dime... Sí, también soy peruana... Dime, ¿en qué hotel está?".
La chica es una de las múltiples víctimas del influjo seductor de Bayly. Reconozco en ella los síntomas que vi el día anterior en San Isidro. En la primera fila, una mujer rubia de unos cincuenta años asentía –el suspiro permanente, los ojos sólo para él– a cualquier cosa que dijera Bayly. Sobre la falda llevaba una carpeta, un cuaderno, las tres últimas novelas de Bayly y un grabador que registraba la charla. Antes de irse, le pidió autógrafos, foto y beso.
Bayly es un seductor serial. Tal vez le venga del trabajo: "Los periodistas tienen que sacarte el chisme, prometerte que no lo van a contar, contarlo y exagerarlo. Todos los buenos periodistas son chismosos, desleales y mentirosos. Y eso se me aplica, por supuesto. Ser neutral es condenadamente aburrido". O tal vez sea la básica necesidad de encontrar aprobación. Sea lo que fuere, Bayly seduce con un método basado en la suavidad y el halago.
Suaves son el tono de la voz y la piel de sus manos flacas que cortan el aire en gestos leves; suaves son su andar y el movimiento de sus labios cuando el sonido es una ese. Suavemente posa la mano en la espalda de Marcela –"una amiga que ha insistido en venir a la presentación"– para acompañarla al cruzar una puerta; suavemente sostiene con tres dedos el micrófono en sus charlas. Bayly no es un conquistador que llega e impone un ser irresistible, sino que trabaja y trabaja hasta que el interlocutor sucumbe.
Por lo general, esa labor se sostiene con lisonjas. En su programa de la cadena norteamericana Telemundo (Jaime Bayly; antes hizo En directo, El show de Jaime Bayly y Qué hay de nuevo) adula a sus entrevistados hasta que el ego los dopa y le revelan un material inesperado. En las presentaciones de Los amigos que perdí, rara vez comenzó una respuesta sin una introducción del tipo: "Qué buena pregunta"; "Tienes razón"; "Es una observación muy interesente". Se sube al Honda de Juan Carlos Zaragoza, distribuidor local de sus libros, y comenta: "El primer auto que me compré en Miami fue un Honda. Me encantan. Nunca te traen problemas". En la librería Cúspide de Recoleta una chica quiere saber si se considera ángel o demonio: "Lo que tú quieras".
Por esta nota sufrí la intoxicación que produce su compañía: apenas lo encontraba, me parecía un encantador de serpientes; al rato, un encantador de gente; más tarde, un tipo bastante encantador; por último, un completo encanto. Al día siguiente, tras muchas horas libre de su influjo, volvía a ver la calabaza en lugar del carruaje: "¡Qué muchacho manipulador!", pensaba; pero poco después volvía a rendirme ante el sonido de su voz, su sonrisa chanfleada, su mirada de yo no fui.
En el piso 17 del hotel Intercontinental, me dice lo que quiero oír:
–¿Usted es un encantador de serpientes?
–¿Esa es tu teoría? No me parece muy extraviada.
Pero también me da algo:
–Yo soy producto de la televisión. Incluso mi sensibilidad de escritor está bajo la influencia de la televisión. Allí aprendí que mucha gente prefiere que le mientas bonito a que le digas la verdad. Por eso les digo a todos que son un encanto. Cada una de esas personas que se acercan, me dan un besito, me estrujan un poco y me toman una foto, contribuye heroicamente a que mi rabia crezca. Luego de estar cuatro horas sonriendo, abrazando, cargando niños y firmando cosas bonitas, los odio a todos. Para escribir, es bueno tener un pozo de rabia.
Uno de esos héroes anónimos le hace una pregunta que se contesta con un sí o un no, pero Bayly escamotea la definición con una pirueta verbal que causa un silencio de asombro. Marisa Avigliano rompe el hechizo: "¿Sí o no?". Y él se ríe –suave– por toda respuesta. Murmura en mi oído: "Soy el rey de las respuestas evasivas". Y cambia hábilmente el tema: "¿Qué opinan del programa de Chiche Gelblung. ¿Debo ir o no?".
Son las nueve menos diez del martes y Gustavo, del equipo de Memoria, cuenta con el índice de una mano a las personas que acompañan a Bayly: un montón, llegados en dos autos. Los mira con mala onda (nada personal: es la cara de un productor de tevé minutos antes de salir al aire) y se distiende un poquito cuando, al final de la línea de cortesanos, ve sobresalir la cabeza del invitado.
Está por terminar Amor latino, anuncian. Bayly saluda a Gelblung y se sienta a esperar su turno: Memoria empieza con una nota a Patricia Pacheco, la mamá de la mamá del supuesto hijo de Rodrigo Bueno o "la contracara de Beatriz Olave", como la presenta el conductor. Durante la charla, Bayly toma agua, se acomoda la corbata, se mira los zapatos negros con hebilla: se aburre. Mira de reojo una pantalla y ve que Gelblung lo presenta, habla brevemente de Los amigos que perdí y va al grano: le pregunta por su relación con las drogas.
Y Bayly cuenta: "Entre los 20 y los 22 años tomé cocaína"; "Las drogas sacan lo peor de ti"; "Consumir drogas es una cobardía, una verdadera capitulación: quiere decir que tus conflictos y tus traumas te han derrotado"; "Ya no tengo curiosidad, pero creo que el Estado no debiera robarnos la libertad de tomar ciertas decisiones"; "Las drogas deben venderse en la farmacia".
Y cuando Gelblung empieza el elogio de la incorrección de Bayly –"un hombre exitoso que no oculta su pasado, que hace todo lo contrario de los periodistas que han hecho carrera"–, el clima se rompe. Bayly reconoce su propio estilo de adulación y saca el antídoto de la burla: "Ahora sólo tomo agua mineral. Con gas cuando me siento autodestructivo", le dice. "¿No me crees? Si fuera diferente no te lo diría a ti, ¿sabes?" Gelblung, que no es tonto, se incomoda, se defiende, se va a un corte: "Uno se pone nervioso cuando entrevista a un colega". Antes del fin del programa llegará la venganza: no uno sino dos videos de Olave para que Bayly analice y comente.
Dice Gabriel en La noche es virgen: "Y snif, snif, qué rico, ya siento cómo me sube el chamo a la cabeza, un par más para estar bien armadito, snif, snif, y me pongo un poquito más a la lengua y lo saboreo y el cuerpo me tiembla, ay, qué rico, soy un coquero perdido y cierro el paco y salgo del cuartucho que apesta a mierda". Y tres años más tarde dice Manuel en Los amigos que perdí: "Es decir, Daniel, que, como tú bien sabes, ni siquiera era tan rico meterse cocaína: era un tormento seguro, una manera idiota de flagelarse y malgastar el dinero". Y ahora repite Bayly en mi cara lo que dijo en un chat en Terra: "Tomé cocaína y gracias a Dios pude dejarla. Espero que Maradona se libere de esa esclavitud. Consumir drogas envilece el cuerpo y el espíritu". No obstante –ambiguo: un auténtico Bayly–, está a favor de la legalización de las sustancias prohibidas: "Creo que se acabarían las mafias y los carteles y no aumentaría el consumo personal".
Bayly anhela dejar los temas sexo & drogas: no quiere parecer rockero sino un escritor como Truman Capote. El título Los amigos que perdí parece un homenaje al autor de A sangre fría, un experto en perder amigos. Capote escribió en el prefacio de Música para camaleones: "En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos de Plegarias atendidas en la revista Esquire. Esto causó enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias". Hasta tal punto la mamá de Bayly cree que su hijo hace lo mismo que dice que sus libros no son autobiográficos sino autodestructivos.
–Además de perder, ¿ganó amigos con sus libros?
–Sí. Y mejores que los que perdí. Como me han leído, son mis amigos sin que yo lo sepa: son buenos amigos de mis personajes... Además, son amistades más convenientes: no esperan que me porte bien. El único problema es que estos nuevos amigos están tan aterrados como los que perdí: "No te atrevas nunca a escribir sobre mí", me advierten. Y yo, por supuesto, les digo: "¿Cómo se te ocurre que yo haría semejante cosa?".
Bayly admite que miente más en su vida que en su ficción: "Creo que en mis libros digo las verdades, aunque oficialmente son mentiras, y en mi vida miento con tanto encanto que hay momentos en los cuales ya no sé qué diablos es verdad y qué es mentira". Las verdades de sus libros se concentran en pocos temas: la soledad, la libertad, el amor, el sexo, la familia. "Un conjunto de obsesiones o, mejor, los distintos cuartos de un hotel viejo, decadente y sórdido", define. "Tú puedes entrar a diferentes cuartos y cada uno es distinto al otro, aunque se parecen. Y yo quiero entrar a todos los cuartos, sobre todo a las habitaciones prohibidas y a los closets."
–¿Quiénes influyeron para que entrara en ese hotel?
–Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, pero también muchos norteamericanos: David Leavitt, Richard Ford, Raymond Carver, Charles Bukowski, John Irving. De los latinoamericanos, Roberto Bolaño, y no sólo por sus libros sino también por su valentía: no necesita nada, puede escribir en el banco de un parque y dormir ahí. A su lado me siento un cobarde: me gusta vivir cómodamente, me preocupo por las apariencias, viajo en primera...
–¿Por eso hace televisión?
–Hago mi programa porque soy un cínico: la televisión me quita poco tiempo y me paga bien. No me gusta, pero tengo miedo de ser pobre. Si logro juntar un dinero y si me va más o menos bien como escritor, quizá en cinco o diez años pueda darle una patada a la tele, o depender cada vez menos.
Difícil creerle. Poco después, cuando le pregunto cuál sería el mejor escenario para su muerte, dice:
–Me gustaría morir en televisión. Me imagino hablando, diciendo algo memorable, con 40 puntos de rating; de pronto un dolor en el brazo izquierdo sube hacia mi pecho y la cámara toma una mueca de dolor en un close up. Hay murmullos de pavor en el estudio. Y caigo.
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