El primer disco de Jack White en cuatro años es un set caótico, expansivo, tosco y ruidoso que es fácilmente su disco más extraño. Como es habitual, exhibe a un hombre dedicado a las artes oscuras del rock: a sus raíces enmarañadas, a sus tradiciones de grabación, a su furia engreída y a su megalomanía atractiva y desviada.
El disco mira menos a Nashville, la ciudad adoptiva de White, y más a su poderosa Detroit natal, la tierra de George Clinton y los Stooges, llevando aún más lejos el funk ácido al que se acercó en Lazaretto, de 2014. La electrónica tiene un lugar prominente y, si no, escuchen el tríptico de “Hypermisophoniac”, “Ice Station Zebra” y “Over and Over and Over”, una tormenta de groove con aullidos de sintetizadores de último modelo, bases de heavy metal, excursiones de guitarras fantásticas, flows de rap old school, y pasajes aislados de jazz al piano. Algunos desvíos experimentales son callejones sin salida, como “Everything You’ve Ever Learned”, en el que White suena como un ludita vacilando ante juguetes digitales. Pero el espíritu de libertad freak es un fin valioso en sí mismo. “Los jugadores y los cínicos quizás piensen que es raro/Pero si rebobinás la cinta, todos estamos copiando a Dios”, canta White en “Ice Station Zebra”, en busca de una unidad musical cósmica, y alcanzándola con funk.
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