Inmaculada es una exuberante y dantesca reformulación del giallo de los 70 con una talentosa Sydney Sweeney
Dirigida con oficio cinéfilo por Michael Mohan cuenta la historia de una monja recién llegada desde Estados Unidos hasta el corazón de un ancestral convento en Italia para tomar sus votos, y a Sweeney la acompaña Álvaro Morte
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Inmaculada (Immaculate, Estados Unidos/2024). Dirección: Michael Mohan. Guion: Andrew Lobel. Fotografía: Elisha Christian. Edición: Christian Masini. Elenco: Sydney Sweeney, Álvaro Morte, Simona Tabasco, Benedetta Porcaroli, Giulia Heathfield Di Renzi, Giorgio Colangeli. Calificación: apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 89 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
El terror y la religión han consagrado una de las combinatorias más fructíferas del cine. Desde las posesiones satánicas hasta la tradición de las ‘monjas locas’ –subgénero con nervio de exploit en los 70-, han demostrado que esa encrucijada despierta tanto miedo y ansiedad como anhelo y fascinación en fieles e infieles de la creencia, inducidos por el poder de las imágenes del martirio y sus proyecciones en el alma de los ávidos espectadores.
Ese fue el punto de partida del interés de la actriz Sydney Sweeney en un guion que conoció de refilón durante un casting en su temprana juventud y que decidió reflotar como productora ejecutiva en este tiempo de meteórico ascenso, tras los sucesos de Euforia y la reciente comedia Con todos menos contigo, como paso imprescindible para afirmar su protagonismo y bautizarse en un género que ha dado grandes estrellas.
Escrita con ingenio por Andrew Lobel y dirigida con oficio cinéfilo por Michael Mohan –quien ha trabajado con la actriz en Los voyeurs (2021)- la historia es la de la hermana Cecilia (la propia Sweeney), una monja recién llegada desde Estados Unidos hasta el corazón de un ancestral convento en Italia para tomar sus votos. Su padrino es el padre Tedeschi (Álvaro Morte), testigo de su germen santo tras sobrevivir a un mortal accidente en un río helado de Michigan.
Con ese auspicio y su devota convicción, Cecilia viste los hábitos y renuncia a los placeres mundanos en un ceremonial que combina el casamiento eclesiástico con el calvario crístico. La estética elegida por Mohan es barroca y opresiva, definida en espacios estrechos y colores sepias, con sombras pronunciadas que ciñen el recorrido de Cecilia hacia lo profundo de la fe. Lógicamente, lo que sigue es el atisbo del milagro y la concepción sin pecado que tienen a Cecilia como pieza crucial de ese renacimiento para la Iglesia.
La película se desmarca de la tradición de posesiones diabólicas que tanto ha dado al género desde los tiempos de El exorcista hasta las recientes reinvenciones de profecías, para abrevar en una reformulación de los humores del giallo italiano –con citas explícitas a Suspiria de Dario Argento-, sumada al goce pérfido por el grito de la scream queen y la exégesis de esa alquimia entre ciencia y religión que ha nutrido a los clásicos victorianos como Frankenstein de Mary Shelley.
El hallazgo de un vientre para el nuevo mesías y la concepción inmaculada que se pergeña desde las altas cúpulas del poder eclesiástico combinan con efectividad estética los laboratorios de científicos locos con las mascaradas de los sacrificios religiosos, dando cuerpo a escenas febriles y extravagantes y a una plasticidad de Sweeney en la interpretación de su heroína que conjuga lo sagrado y lo dantesco.
Mohan restringe los condicionantes del terror moderno, propenso a los golpes de efecto y las explicaciones clarificadoras del trauma, para recostarse en un cine exuberante y perturbador, que no ofrece respuestas tranquilizadoras. Su mayor triunfo está en el terreno visual, dejando la trama en un recorrido austero que no cede a vueltas de turca o identidades sorpresa para alcanzar su máximo efecto en la conciencia de un mundo melancólico y decadente, en el que late sereno el pavor a una sacralidad inventada.
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