Hollywood, en crisis: el genio artístico, ¿un mito protector de las conductas abusivas?
Para algunos, evaluar la obra de un creador a la luz de su biografía es una blasfemia; pero no todos coinciden con esa idea divergente
¿Ahora sí podemos enterrar de una vez por todas la idea de "separar al artista de su arte"?
Cada vez que se acusa a alguien creativo (un hombre, por lo general) de maltratar a las personas (a las mujeres, por lo general), se alza un clamor destinado a evitar que los detalles biográficos incómodos se cuelen en nuestra valoración de su obra. Pero los actores de Hollywood acusados de abuso sexual o de cosas peores -Harvey Weinstein, James Toback, Kevin Spacey y Louis C. K., por nombrar a unos pocos de una lista en expansión permanente-nunca parecieron muy interesados en separar su arte de sus fechorías. Cada día sabemos más acerca de cómo la industria del entretenimiento fue configurada por sus abusos de poder. Ya es hora de considerar cómo su arte también fue configurado por esos abusos.
A estos hombres se los acusa de haber utilizado su posición creativa para delinquir, convirtiendo los sets de filmación en cotos de caza, manipulando a las víctimas jóvenes en sus clases de teatro y atrayendo a las colegas femeninas con el pretexto de la interacción, solamente para colocarlas en situaciones sexuales sobre las que no habían sido consultadas. Las actuaciones que vemos en la pantalla tomaron forma a partir de estas acciones. Y esas ofensas afectaron el recorrido de otros artistas, al determinar a cuáles se les da protagonismo y a cuáles se acosa o se avergüenza fuera del trabajo. A su vez, la aclamación de la crítica y la influencia económica permitieron que sus proyectos sirvieran para aislarlos de las consecuencias de su comportamiento.
Para algunos críticos, esta idea de evaluar la obra de un artista a la luz de su biografía es una blasfemia. En 2009, la detención de Roman Polanski inspiró una mesa redonda de The New York Times sobre si debíamos "separar la obra del artista del artista mismo a pesar de que hubiese evidencias de comportamiento reprochable o incluso delictivo".
Esta intenta ser una pieza útil acerca de la actitud predominante sobre la cuestión a principios del siglo XXI. El guionista y crítico Jay Parini escribió: "Ser artista no tiene nada, nada que ver con la conducta personal de uno". Mark Anthony Neal, un académico de la Universidad Duke, lo explica de este modo: "Dejen que el arte se sostenga por sí mismo y que a estos hombres se los juzgue, y así los extremos nunca se van a tocar".
Pero a Polanski se lo imputó por invitar a una chica de 13 años al jacuzzi de Jack Nicholson con el pretexto de que modelara para unas fotos y después drogarla y violarla. Los extremos se tocaron.
La propensión a cometer actos reprobables ha sido imbuida en el mito del genio artístico, designación que rara vez se hace extensiva a las mujeres. Es lo que el historiador Martin Jay llama "la coartada estética": el arte justifica el delito. Jay dice que en el siglo XIX el genio artístico "solía interpretarse como algo libre de toda consideración no estética, ya fuese cognitiva, estética o de cualquier otro orden". Y por lo general esos lapsus éticos permitidos a los artistas tenían que ver con el maltrato a la mujer.
En la actualidad, esa tradición sigue viva. Recientemente, el crítico de cine de The New Yorker Richard Brody respondió a las denuncias de abuso sexual contra Harvey Weinstein sugiriendo que aunque la información externa sobre los cineastas "pueda ser esclarecedora, cuanto mejor es una película, más probable es que la biografía solo abunde en detalles relacionados con lo que para un ojo perspicaz debió haber sido evidente". Un cálculo estrafalario que cancela el debate de las malas acciones sobre la base del talento de la persona que las comete. El periodista Gay Tales fue aún más directo al desestimar a Anthony Rapp, la estrella de Rent que acusó a Kevin Spacey de haberse aprovechado de él cuando tenía 14 años. "Detesto a ese actor que le arruinó la carrera a este tipo", dijo.
Los directores, mientras tanto, justifican el maltrato o el simple resentimiento contra las mujeres como una elección artística osada. Bernardo Bertolucci, el director de Último tango en París, se jactó de haber optado por no informarle a la protagonista, Maria Schneider, todos los detalles de la famosa escena de la manteca "porque quería que ella reaccionara como una chica y no como una actriz". ("Me sentí humillada y, para ser sincera, me sentí un poco violada", dijo Schneider al recordar aquella experiencia). El director Lars von Trier ha llevado su misoginia a la categoría de un personaje, al deleitarse en irritar a las actrices y luego venderles las historias a las revistas como evidencia picante de su brillante espíritu transgresor. Pero parece que al hacer alarde de su control sobre las mujeres este cineasta famoso por controlar estrictamente todos los aspectos del rodaje no hace más que aumentar su reputación.
Mientras tanto, la industria del entretenimiento parece estar bastante interesada en confundir arte y artista, siempre y cuando esto sirva para vender entradas de cine. (Si Hollywood no hubiera invertido en vender a las personas que están detrás del arte, los Premios Oscar no se transmitirían por televisión). Las estrellas y los personajes influyentes instintivamente son elogiados por sus contribuciones a la sociedad. Incluso cuando se los acusó de abuso, los hombres de Hollywood intentaron evadir los cargos sacando a relucir esas buenas acciones. Cínicamente, Spacey eligió el momento para anunciar que es gay, en un intento por revertir un relato de acoso espeluznante en uno enternecedor de salida del placar. Weinstein respondió a las acusaciones de un montón de mujeres mencionando su generosa contribución a un fondo de becas para cineastas mujeres. Y el invierno pasado, al salir de la corte donde se lo juzgaba por abuso sexual, Bill Cosby estuvo más que feliz de confundir su arte con su vida personal y salió del tribunal gritando voz en cuello "¡Hey, hey hey!", el latiguillo de su personaje de Old Fat Albert.
Louis C. K., uno de los comediantes norteamericanos más célebres y respetados de la actualidad, creó un personaje público que capitaliza los elogios que le brindan al autor provocativo y al benefactor hollywoodense. Se lo ha calificado como una figura considerada y feminista, un cómico capaz de aterrizar con chistes inesperados mientras navega entre las posiciones políticamente correctas sobre los temas de actualidad. Su rutina de stand up gira obsesivamente en torno a la masturbación, pero también está llena de opiniones acerca del poder y el consentimiento, que lo sitúan como una especie de pervertido ético, versión apocada del aliado de las feministas sexopositivas de moda.
Los hombres como Louis C. K. podrán ser los que crean el arte, pero también son los que lo destruyen. Ellos aplastaron las ambiciones de mujeres y, en algunos casos, de hombres jóvenes de la industria del entretenimiento, despojándolos de sus propias oportunidades. Las comediantes Dana Min Goodman y Julia Wolov dicen que, después de que Louis C. K. las arrinconó y se masturbó delante de ellas en el US Comedy Arts Festival de 2002, tuvieron miedo de que hablar del incidente pusiera en riesgo sus carreras.
Quizás en vez de considerar la posibilidad de separar el arte del artista, sea más instructivo pensar en la imposibilidad de separar el artista de la industria. Louis C. K. no solo es comediante y director, sino también guardián y creador de las tendencias de la industria, cuya influencia se ha extendido mucho más allá de sus peculiares proyectos.
Los que se sintieron agraviados por las oportunidades que perdieron los artistas en las últimas semanas deberían saber que los castings que aparentan ser decisiones artísticas casi siempre son también decisiones económicas. Después de que Ridley Scott eligió sacar a Kevin Spacey de su película casi terminada Todo el dinero del mundo y volver a filmar las escenas con Christopher Plummer, la agencia de noticias AP informó que en realidad Plummer había sido la primera opción para el papel. No obstante, el estudio exigió alguien de más renombre, pero ese renombre terminó siendo un gran lastre.
El hábito de tratar a los artistas como creadores trascendentes más que como agentes de un sistema económico sirve para protegerlos de lo que se espera de cualquier otro trabajador del mercado laboral. Y del mismo modo que un pirata informático o una empresa de tecnología tratan de distraer al consumidor de los procesos de producción más infames a través de la producción en masa de productos codiciables, Hollywood vende espectáculos que enmascaran las condiciones bajo las cuales se producen.
¿Qué hacer con estas personas? Parece indiscutible que los delincuentes que permanecen en posiciones de poder deberían ser destituidos para prevenir abusos futuros. En cuanto al arte, podemos empezar por considerar cómo se hace la obra a la hora de apreciarla.
Lamentablemente, esta discusión suele tomar la forma de una disyuntiva inconducente: ¿La obra de quién apoyamos y la obra de quién descartamos para siempre? El jueves, HBO cortó sus vínculos con Louis C. K., al bajarlo de un show a beneficio y levantar sus especiales de comedia del servicio on demand. El primer movimiento parece sabio, pero el segundo podría ser contraproducente. Los especiales de comedia de Louis C. K. son artefactos tanto de su talento artístico para la comedia como de su personaje autojustificador. Puede ser que algunos espectadores no quieran volver a verle nunca más la cara, pero otros podrían tomar consciencia del problema al ver su obra con una mirada nueva.
Nada de esto implica que no sea valioso considerar una obra de arte en sus propios términos, ni que los detalles biográficos resulten necesariamente en conexiones esclarecedoras. Muchas vidas personales son sencillamente aburridas, y las obras bienintencionadas con demasiada corrección política pueden ser muy malas. Sin embargo, la insistencia en que siempre se separen despierta sospechas. Algunos de los que defienden esto temen que demasiada biografía pueda arruinar nuestra apreciación del arte. Pero las mujeres y otras audiencias marginadas ya estamos acostumbradas a manejar esa disonancia cognitiva de buscar significado en un arte que, como mínimo, nos ignora.
Trazar conexiones entre arte y abuso, de hecho, puede ayudarnos a ver las obras con mayor claridad, a comprenderlas en toda su complejidad y a conectarlas con nuestra vida y experiencias reales, aun cuando esas experiencias sean negativas. Bajo esta luz, algunos aspectos de la obra pueden parecer más impresionantes. El conocimiento de que Selma Blair o Lupita Nyong'o sufrieron abuso a lo largo de su carrera solamente hace que sus desempeños sean más extraordinarios. Si una pieza de arte de veras se echa a perder por el entendimiento de las condiciones bajo las cuales fue generada, entonces tal vez el artista no era tan excepcional como habíamos pensado.
Traducción de Jaime Arrambide
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