En la Zona Cero de la peor catástrofe natural de la historia, los soldados del mundo conviven con un pueblo condenado. El día a día de una reconstrucción que parece imposible.
De donde viene ese golpe. De donde viene el empuje de esa música que hace temblar todo. Bajo el tinglado funciona el locutorio: todos los soldados y sus laptops. "La rutina sin computadora te mata", dicen ahí. Pero de dónde viene ese golpe. Una caballeriza, un ejército rojo se levanta de su tumba… De dónde vienen esos golpes. Ese galope. Uno de los cocineros miró el agua temblar y se detuvo en el agua casi como reflejo: ¿no vio todo lo que empezó a caer alrededor? ¿No sintió la lata de arvejas que casi le parte la cabeza? Se quedó sosteniendo la olla mientras el agua temblaba, pero toda la cocina de campaña se empezó a mover. Uno a uno los vasos metálicos, al piso de tierra. ¿Qué pasa, negrito, qué pasa? Un mayor pasó rajando. Y cuando la pila de sillas plásticas que estaban sobre la mesa cayó, y unos que dormían la siesta en los bancos de madera saltaron, el cocinero ya no dudó: algo está pasando. Todos corrieron a la cancha. Los soldados e infantes de marina se encontraron en medio de la cancha de fútbol. Los de Comunicación también. Temblaban sus camarotes, se cortó la señal, el que hablaba por teléfono dijo: "Te tengo que cortar mamita, se escucha mal y encima se me mueve el piso". Y así se despidió, justo en el mismo momento del que después hablaría el mundo. Pero para él era cortita la cosa: te dejo porque el piso tiembla y ya no te escucho.
En un semicírculo, en medio de la cancha, oyeron a la bestia rugir: Puerto Príncipe a las 16 horas del martes 12 de enero. 12-E. Terremoto en Haití. Toda la tropa argentina casi al pie del avión, porque estaban a un mes de la vuelta. La puta que te parió. Las ondas expansivas de los gritos y la Tierra. Treinta segundos que pasaron en cámara lenta. Treinta segundos que no son lo mismo que una hora de sueño o que los tres minutos que tarda un huevo en hacerse. Y el cocinero repasó mentalmente si algo quedó al fuego, allá, en la cocina, bajo el tinglado nacional, mientras todo tiembla. No, dice. Cayendo, pero en orden. Ningún muerto ni herido entre la tropa argentina.
En los mercados de Puerto Príncipe, sobre una alfombra de fruta podrida los vendedores sientan la nueva fruta. Sin embargo, es posible distinguir que una de las obsesiones haitianas es la limpieza. Pero la limpieza personal. Johnny, un trabajador haitiano, cuenta el secreto de las mujeres haitianas: son grandes lavanderas. Un haitiano estereotípico es un hermoso cuerpo de músculos firmes, dientes blancos, y "lo blanco del ojo" (la esclerótica) de un color amarillo, barroso, como de quien lleva días sin dormir, pero no días sin bañarse, o sin lavar su ropa... Y deambula por una ciudad destruida, pero tiene su camisa, su vestido, su pollera, sus jeans, limpios. Así lo dice una cultura silenciosa, una cultura en que las mujeres se pasan horas y horas con restos de jabón que a veces juntan de la calle, frotando la ropa para ganar su desafío Ala. Se trata, dice Johnny, de la costumbre con que las abuelas miden la limpieza. Sobre la ropa colgada al sol, después de un día, las viejas arrojan un puñado de ceniza: si el polvo negro de la ceniza de carbón no queda en la ropa y cae… es que la ropa está limpia.
Johnny habla español y créole ("criollo", en francés) y trabaja yendo y viniendo entre República Dominicana y Haití a bordo de alguno de los camiones de la flota que gerencia un empresario argentino radicado en Dominicana desde hace más de diez años. Ese cruce de fronteras entre dos países y dos lenguas permite ver en él a la clase exclusiva de haitianos que conocen los dos mundos: el mundo de Haití y el mundo de los que miran Haití desde fuera. Y ese segundo mundo es un imaginario bestial, "el dominicano asimila al haitiano con los chivos", dice.
Johnny nos acompañó en el camino. En un tramo de la ruta hacia la frontera, irrumpe un enorme espejo de agua azul. Es un lago que marca el inicio de Haití. De un lado, tierra dominicana; del otro lado, el agua haitiana. Johnny habla y no se detiene porque es interrogado por la desesperación de quienes quieren saber a qué país se enfrentan una vez que crucen la frontera. Johnny tiene 25 años, flaco, el pelo rapado, y sonríe cuando no habla. En esa sonrisa flota mientras espera más preguntas. Lleva puestos anteojos negros, y el lago que ahora se espeja en ellos muestra el sol de la tarde. Ese lago es Haití. Johnny viaja y atraviesa la ruta dominicana ya dormido.
Una vez que se cruza la frontera, se ven las primeras poblaciones refugiadas en campamentos. Esa realidad más rural no está a la altura dramática de Puerto Príncipe, pero sirve de adelanto. ¿Hay un muerto? ¿Por qué van las mujeres de blanco y los hombres con pantalón negro y camisa blanca? "Son un grupo de evangélicos", dice Johnny. Parecen llevar una especie de caja, o un cofre, o una vasija. "Son evangélicos. La mitad de los haitianos son católicos, pero además de católicos, son otra cosa: los que son católicos son todos brujos." Como el suegro de Johnny, brujo que no hace maldad. Se trata, según él, del único que previó el terremoto. "El único, la única persona que sabía eso, que estaba como durmiendo y soñó, como que vino un espíritu hablando con él y al otro día cogió para la iglesia católica y fue a explicar eso, ¿entiendes? Para que sigan rezando, ¿entiendes? Para que sepan lo que va a pasar el suegro mío fue para la iglesia, y ese día se levantó como a las 3 de la mañana, se puso a llorar porque vio muchas cosas... Pero todavía no había ocurrido."
A Haití no se llega aterrizando en Haití. Se llega atravesando la ruta de un país que los odia. Llegar a Haití a través de República Dominicana es una travesía por un imaginario de frontera que dibuja un mapa espantoso. Para el dominicano, el haitiano es un multiviolador ancestral culpable de que haya dominicanos negros, es un hachador serial de árboles que convirtió a su país en un desierto de sal. "El haitiano, si encuentra una fruta en un árbol, tumba directamente el árbol; no la recoge de la rama." La explicación de la desforestación basada en que no hay distribución de gas y que entonces se cocina con carbón no tiene oídos. Los hijos de los haitianos nacidos en República Dominicana no son dominicanos ni haitianos. Ni la sangre ni la tierra dan patria. Son apátridas. El hijo de un haitiano en República Dominicana es "hombre de ningún lugar".
Claro que Haití tiene sus leyes, sus formas. "Acá la justicia se hace por propia mano. Los prendemos fuego a los que roban. Porque Préval puso la vaina, un día, unas palabras que dio, después de un robo a una mujer que estaba friendo, «cero tolerancia», una cosa así", dice Johnny.
El terremoto cierra un ciclo iniciado dramáticamente con el golpe de Estado al presidente Jean-Bertrand Aristide, en 2004. Aquel golpe se trató de una versión sofisticada y contradictoria de los típicos golpes de estado latinoamericanos, envuelto en la sospecha previsible y real (los Estados Unidos de América apoyaban la destitución del presidente Aristide, tras el giro a la izquierda de su gobierno). Aquel golpe prologa de sentido a los muertos de esta tragedia. Desde 2004, se instala en Haití una misión de Naciones Unidas (la MINUSTAH), con una presencia permanente de Cascos Azules (que incluye desde el principio a las Fuerzas Armadas argentinas).
La historia de Haití le otorga el galardón de Primera Nación Independiente de América Latina, en 1804. Su independencia es el resultado de una lucha iniciada por una criolla oligarquía azucarera a la que el tiro le salió por la culata: la fuerza energúmena que se desató fue la de los negros que luchaban por la libertad. Así, un intento de cambio de régimen colonial devino en una revolución social que cortó la rama que la sostuvo: la oligarquía azucarera (la "sacarocracia"). Desde allí es que se revela un país, una historia, cuya excepcionalidad la otorga también su particularidad cultural: hablan en créole, el vudú es la religión popular y, al revés del resto de los países latinoamericanos –cuyo coloniaje tuvo la forma de un duro catecismo español–, los haitianos nacieron como una nación exenta de esa marca "piadosa". Los albores de la Revolución Francesa contagiaron la ideología de quien recibía el látigo francés: si Francia liberaba a los hombres de la Humanidad bajo los principios de Igualdad, Libertad y Fraternidad, los haitianos, bajo su yugo, golpeaban la puerta diciendo que ellos también eran Mundo. Por ende, también merecían las mieles de esos principios.
Lo cierto es que este presente de devastación no tiene raíces tan lejanas: la realidad de un Estado inexistente y una histórica desigualdad social son el resultado de que Haití haya mantenido su sintonía con las modas y consensos mundiales contemporáneos: dictaduras nefastas que duraron hasta la década del 80 y políticas de ajuste neoliberal en los años 90. A esa inestabilidad social, a esa economía informal, a ese paisaje de pobreza africana, se le suman los rigores de la Madre Naturaleza.
La calma que acompaña el fin de una jornada de rutinas estrictas (patrullar, distribuir alimentos, esperar órdenes) no parece el tipo de paisaje de guerra con que se asocia la desproporcionada presencia militar en Haití. El campamento de Naciones Unidas se ubica en las afueras de Puerto Príncipe, y allí, desde el terremoto de enero, su rutina es un hervidero por el que pasan ejércitos, funcionarios y ONGs de todo el mundo. En el medio de ese caos, el responsable de Naciones Unidas en Haití, Edmond Mulet, intenta maniobrar dos objetivos básicos: reconstruir las capacidades estatales del gobierno haitiano (con el presidente René Préval a la cabeza) y obtener un compromiso real para que cada organismo internacional y país solidario se haga responsable de una sola cosa. Que el BID construya 500 kilómetros de carretera, que Venezuela o Canadá reconstruyan una provincia, y así sucesivamente. El campamento argentino es una subespecie dentro de la misión de Naciones Unidas, una de las muñecas rusas dentro del resto de las tropas de once naciones en Haití. El predio cuenta con una cantina, un bar y un pequeño supermercado donde el mundo no se priva de los productos mundiales. De noche, la risa de un bombero voluntario español que lleva su cuarta cerveza se confunde con el diálogo de dos militares canadienses que, desde un rincón, observan a la haitiana que atiende la barra.
Las escenas son previsibles. Un soldado uruguayo se acerca en ojotas, mate y termo en mano, hasta el jeep donde un marine descansa. El diálogo de media hora fluye sobre el sabor del mate. "Probá", insiste el uruguayo. El marine prueba. En el termo metalizado que el uruguayo no suelta, se refleja la luz que gobierna la base para quien mira de frente, y el marine, que no soltó su arma durante la simpática conversación, se hace consciente del cuadro cuando el soldado llama a otro para que saque una foto que inmortalice el momento.
A quinientos metros de ahí, en una central de policía que tiene el tamaño y la infraestructura de una comisaría de González Catán, funciona el gobierno haitiano.
"Yo vivo en un barrio cerrado. La mayoría de la gente de MINUSTAH vive en este lugar. El terremoto me agarró en la cama. Yo estaba en la cama chateando con mi mujer, y mis compañeros estaban al lado, y yo sentía que se movía la cama y pensé que era uno que me estaba haciendo una joda, pero estaba dormido, así que empecé a los gritos y salí." A Alejandro, junto al Estado Mayor del Ejército, el terremoto lo agarró lejos del campamento. Alejandro usa los anteojos negros más espejados de todo Haití. Es un suboficial del Ejército Argentino de nueva generación: su aspecto, su mirada, sus "razones para estar allí" no se traman alrededor de ninguna fantasía desbocada por fuera del placer y el deseo de ser militar, un culto a la vocación de servicio. Es la clase de persona que habla como quien conoce todos los secretos del lugar, una complicidad secreta ya lo afirma a esa tierra. Y nada le viene mejor que un grupo de periodistas que no saben ni siquiera cómo llamar al créole que hablan los haitianos. Alejandro conoce, por ejemplo, al "mejor artesano" de todo Puerto Príncipe, uno "que no te quiere arrancar la cabeza". Y allí los lleva, en el boulevard fuera de la base, como quien acompaña a alguien a poner los pies en el agua. Se abraza al artesano haitiano. Y sonríe como dueño de un objeto precioso: la curiosidad argentina de unos periodistas desbocados.
Hablar de Haití para él es hablar de Haití 1, Haití 2 o Haití 11. Cada misión argentina de Cascos Azules tiene un número, y el destino lo cruzó con el primero y el último Haití, quizás el más importante por la dimensión trágica. Haití, deja ver Alejandro, es la verdadera madre de todas las batallas del Ejército Argentino: un pueblo de negros, tataranietos de esclavos, país sin ejército y casi sin Estado, donde las posibilidades de redimir la historia son irrepetibles. En ese pueblo, en esa miseria horrible, en ese pozo ciego, hay un cero para empezar de nuevo. Hombres y mujeres voluntarios de las tres armas quieren sacarse de encima la mochila pesada de la historia. "Más allá de lo que pueda creer cualquiera, nosotros no le repartimos palo a los haitianos. Los brasileños, en cambio, tienen una postura distinta; está bien, tienen su jurisdicción y tienen que imponerse, y a veces es difícil, pero a ellos los haitianos los odian. Cuando la cosa se pone pesada, y tenés que accionar, no te queda otra, pero lo hacés por la integridad física de los otros que están ahí, que esperan la ayuda. En 2004, participé de repartos de alimentos donde la gente se amontonaba y se empujaba, y terminaban todos con unos tajos de quince puntos, ¿entendés? Entonces, vos tenés que tratar de evitar al revoltoso que se va a tirar encima del más débil, y bueno, ese que no puede controlar su desesperación se va a ligar el sable. Es doloroso, pero es así."
Alejandro usa algo que sólo podríamos describir como bufanda, pero que es un antitranspirante que le seca el sudor que baja de la frente, los cachetes y el cuello. El clima seco del invierno no salva del calor, aunque durante la noche se puede dormir en paz. Alejandro dirige todas las expediciones "campo adentro". Cuando el tráfico traba por minutos el camión, se baja y dirige el tránsito. Cuando se pasa junto a algún campamento de desplazados, propone entrar. Y ahí su actitud se revela: saluda a las madres, toca a los chicos, hace jueguito con la pelota de los que están jugando, tomando la pelota de prepo pero sonriendo. "Yo respeto a las mujeres y a los chicos", dice. "Frente a la mujer haitiana me saco el sombrero. Las tenés que ver cargar las bolsas de 50 kilos de arroz." Los que distinguen el escudito argentino le gritan ¡Messi!, y él les devuelve Primero Maradona... Hay risas breves y nerviosas.
En el Haití 1 hubo un huracán que dejó 2400 víctimas entre muertos y desaparecidos. Pero ahora hablamos de una ciudad de casi tres millones de habitantes y de más de 200 mil muertos, cerca del 10% de la población. "Yo creo que no se va a llegar a contabilizar con exactitud la cantidad de muertos, porque el gobierno mismo está diciendo que ellos cuentan 220 mil muertos, están dando las cifras oficiales ahora en función de los que ellos enterraron. Acá hay una modalidad, por ejemplo, que es prender fuego a los cuerpos o enterrar uno mismo al pariente. Hay un pequeño cementerio, y cuando nosotros llegamos la gente traía sus muertos, los tiraba en la puerta, o había otros que se metían adentro del cementerio, hacían un pozo y lo metían ahí." Lo que se espeja en sus anteojos es un fragmento del puerto, y, más precisamente, la cola de un barco que no se sabe si parte o llega. "Están acostumbrados al sacrificio y a la muerte permanentemente. Viven entre golpes de Estado, dictaduras, huracanes y terremotos." La camioneta blanca de Naciones Unidas tiene la habilidad de sortear el laberinto humano del centro de la ciudad, y cualquier auto de algún haitiano siente impotencia cuando ve que se impone en alguna bocacalle. "Yo, la verdad, no me quiero meter en tu laburo, pero aguantá que hay lugares que no han sido tocados, y capaz que eso te sirve más como para tener la impresión de cómo se caían."
Haití es un puntito. Un planeta descendido a un mundo argentino donde la palabra "tinglado" tiene sonido natural, como de grillo. Haití descendió a la vida de un soldado de Moreno, de Rawson, de San Juan, de Ezpeleta. Sabían de qué se trataba, porque Haití había estado en alguna conversación familiar, en algún informe nocturno de CNN y uno de ellos se había quedado mirando cómo un huracán arrasaba las pequeñas vidas de criaturas llamadas haitianos.
Ese martes, la mañana fresca dio respiro. El sol dudó en salir. Y era imposible por la oscuridad, que no se quería ir de ahí, descifrar una cara. Una compañía a la que le tocaba uno de los catorce puntos de distribución de comida en Puerto Príncipe espera en silencio la llegada de los tres periodistas. "Estar listo a las cuatro y media", como pidió el coronel, no es "estar por ahí", boludeando, saliendo del baño con los restos del Kolynos en los labios, silbando mientras se va a guardar el cepillo de dientes a la carpa. No. Estar listo es estar arriba del camión, con chaleco y casco, y con alguna infusión que chive dentro y rasguñe –si es café, mejor– el telón del despertar. Una voz marcial repite dentro de uno: estás en Haití, a millones de haitianos se les acaba de morir algún pariente en un terremoto, te dirigís a un estadio rodeado de militares argentinos a distribuir las bolsas de arroz, 50 kilos cada dos mujeres, por cada mujer una familia, y te va a rodear en el trayecto, en las calles, un rumor de gente negra a cuyo paso cantará el Himno Nacional: ¡food, food, food! Un centro: una bolsa blanca de arroz con escudito norteamericano y el peso de 50 kilos. La bolsa de arroz y el cuerpo de una mujer: de esas dos mitades un militar hace una sola cosa. Un dibujo difuso en su mente. Alejandro está apoyado en el camión mientras descansa y toma un trago de agua: 50 kilos de mujer levantan 50 kilos de arroz. Una cosa pesa a la otra. A uno, al salteño, se le ocurre la dieta del arroz para su mujer en Argentina. Vamos a llevarles la bolsa de arroz para que se las pongan en la cabeza nuestras gordis. Risas. Todos ríen. Todos se miran en busca del efecto contagioso de la risa.
Esa mañana, más tarde, volviendo del estadio, una imagen que se vuelve natural: quince o veinte le pegan a uno de todos los modos posibles. Ocurre en el medio de uno de los tantos mercados de la ciudad. ¿No intervienen? "Si te metés es peor. Saltan todos. Es un modo de ordenarse que tienen ellos. Vos tenés que saber que esa es su ley."
En el camino, habla un soldado que quiere ilustrar la imagen del terremoto, esos segundos, ese instante. "Corrimos todos a la cancha de fútbol que está entre las carpas de los soldados y los camarotes del Estado Mayor. Ahí empezamos a oír el ruido de los gritos. Porque primero es el ruido de los gritos, como algo extraño, después son los gritos de verdad." El rugido viene de la ciudad e inunda todo. Mamá, estoy bien, quedate tranquila que estoy bien. ¡Y estamos todos bien! El camarote de comunicación argentino no sufrió daños ni alteró su conexión. Pronto, cuando el temblor pasó, se fue poblando de soldados de todo el mundo, que hacían cola para repetir lo mismo: que estaban bien, que fue un susto, que no les pasó nada. El centro del terremoto se dio en Jacmel, una provincia a pocos kilómetros de Puerto Príncipe, pero los efectos estaban ahí: la precariedad de Puerto Príncipe, las casas de todas las clases sociales hechas cenizas.
Las mujeres haitianas son un comentario permanente. El terremoto corrió la cortina de su erotismo: caminar con 50 kilos en la cabeza desde el camión de Naciones Unidas hasta su casa, mover su cuerpo serpenteándolo para que el equilibrio sostenga la pesada bolsa de arroz, una sensualidad de la que no sería capaz ninguna modelo anoréxica. La solidez muscular es el eje que aún no tembló en Haití; todo lo demás tembló, y cayeron las casas, los barrios, Cité Soleil, Pétionville, todos, las escuelas, las cárceles, todo ceniza...
Casi el 10% de Puerto Príncipe bajo toneladas de concreto. Alejandro no recuerda qué día tuvo que ir a uno de los lugares más dolorosos de Puerto Príncipe: una escuela católica llamada Saint Gerard que se cayó sobre los propios chicos que estudiaban adentro. Todavía están reconstruyendo la lista de alumnos. Pero de aquella tarde entre los escombros y los cuerpos no se olvida más. "¿Vos sabés lo que es poner los cuerpos en las bolsas? Eran bolsas de consorcio hasta que trajeron las bolsas especiales. Los mismos padres te traían los cuerpos y te los tiraban en el piso. Como si te dijeran: «Acá ya no está mi hijo», y te tiraban el cuerpo como un envase. Y en un momento no soporté más, me fui a un costado y llamé a mi mujer. Le dije que estaba bien, pero que quería hablar con el nene, con el más chiquito de mis hijos, «¡poneme al nene en el teléfono!», le dije. Y ahí lo oí, lo oí bien, y ahí pude seguir. Porque no te puedo explicar por qué, pero en cada uno de los chicos que levantaba, veía a mi nene. Ya no lo podía soportar."
Alejandro usa un nick en sus chats diarios y, probablemente, sea el que use el resto de su vida. Es un proverbio que aprendió en créole, y del que ensaya su traducción: "El que hiere olvida, el que queda con la cicatriz recuerda". La moral es binaria en el pequeño enunciado: una víctima y un victimario se cruzan en un país donde las dos cosas pueden ser una sola. Haití hiere y lleva la cicatriz a la vez. Alejandro, un militar joven, descendió a ese pequeño corazón de las tinieblas con el propósito inconsciente de toda aventura: saber quién es. En ese paisaje de destrucción, también Alejandro, soldado de un ejército con una historia, realiza la prueba de la limpieza haitiana, como si cada mañana al subir a un camión con el sello de UN repitiera para sí: sos un soldado argentino, estás haciendo el bien. La ceniza que arroja sobre sí mismo rebota porque está limpio. Haití lava las conciencias del mundo, hasta los imperios se muestran sensibles y apoyan allí la mejilla que no le ofrecen a nadie, para que sea acariciada.
Se hace de noche en Puerto Príncipe. Sarkozy pasó rasante sobre el país un día de febrero, la semana en que parecía adelantarse la temporada de lluvias. Foto con Préval y anuncio de ayuda. El primero, el más estridente: Francia condona la deuda de Haití. Un perdón desciende sobre los haitianos. Nadie pregunta si Haití perdonará la deuda moral con un país que lo colonizó y lo arrasó muchas veces. Ese mismo día, como todos los días, en una esquina del boulevard Louverture, un policía de tránsito local detiene un camión del ejército norteamericano. Le indica minutos después que avance. Y ellos avanzan y saludan. En esa pequeña escena, en esa arandela de burocracia, también se afirma una dignidad de nación. Toda la fuerza del mundo pesa sobre ese negro policía de tránsito que no se cubre de la lluvia que empieza a caer: dirige un tránsito pesado, bajo el agua.
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