Greta Keller, la voz que sólo Dios podía llegar a destruir
Según la época en que mintiera su edad, Greta Keller pudo haber nacido en Viena cualquier 8 de febrero entre 1903 y 1913. La razón para aceptar que realmente fue en 1905 y mañana corresponde celebrar su centenario es que ése es el año en que coinciden las sólidas notas que acompañan casi todas las antologías de sus grabaciones editadas últimamente.
Leonard Bernstein afirmaba que "el canto de Greta Keller, igual que ella misma, es una maravilla sin tiempo que refuerza nuestras secretas esperanzas de inmortalidad", un elogio que, por venir de alguien que sólo se admiraba a sí mismo, da idea del lugar que esta reina del cabaré ocupó en la estima de grandes músicos e intérpretes del siglo pasado, una lista que incluía a Igor Stravinsky, Fred Astaire, Marian Anderson, Maurice Chevalier, Noël Coward y Marlene Dietrich, a quien conocía desde los años veinte, cuando debutaron en Berlín en el coro de una comedia musical junto a otra futura leyenda: Peter Lorre.
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Sin embargo, a pesar de esas adhesiones y de que permaneció activa durante seis décadas grabando en cuatro idiomas para todos los sellos importantes del hemisferio norte, su nombre nunca fue conocido fuera del pequeño círculo de clientes de clubes nocturnos y restaurantes de lujo para quienes era una gran estrella y de unos cuantos oyentes más dispuestos a aceptar en discos su voz tenue interpretando canciones románticas como si se tratara de una confesión.
El discreto culto de Greta Keller tuvo distintas sedes. Hasta la semana antes de estallar la Segunda Guerra Mundial se movía de cabarés alemanes a cafés-concert de París y lo mismo se la podía escuchar cantando durante el gran festival del nazismo que fueron las Olimpíadas de Berlín de 1936 que en la BBC de Londres. Luego se refugió en Manhattan, en un "Chez Greta" construido para ella dentro del hotel Algonquin, que se convirtió en la estación obligatoria para cualquiera con necesidad de ser visto en el circuito de la llamada Café Society.
Sin que nadie se explicara por qué, se casó con David Bacon, un actor protegido de Howard Hughes que ni siquiera acuchillado en traje de baño, a la luz del día y en una carretera, logró notoriedad. El asesinato la mantuvo alejada durante algún tiempo, pero el fin de la guerra y una oferta irresistible del Palace Hotel de St. Moritz la convencieron para volver a sufrir en público acompañada por un pianista, lo que hizo en Suiza durante diez años, hasta el retorno a Nueva York para inaugurar el Waldorfkeller, su nuevo templo en el Waldorf Astoria.
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Greta Keller no inventó el café-concert ni el cabaré literario, pero, junto con Mabel Mercer, Leslie Hutchinson y Bobby Short, el único que queda vivo y activo, perfeccionó la rutina de cantar en salones elegantes y llenos de celebridades, con una cordial arrogancia y la sabia naturalidad de quien lo hace en un tugurio y para un público de perdedores.
Se expresaba en inglés, francés y alemán, siempre con acento y prefiriendo el idioma que no correspondía al lugar, para afirmar una imagen de viajera constante y misteriosa que decía canciones conocidas por todos como si se tratara de amargas conclusiones personales a las que había arribado luego de años de recorrer el mundo, creando la ilusión de que, luego de pagada la cuenta y retiradas las pieles del guardarropa, más allá de las puertas art déco ya no quedaba una realidad en la que valiera la pena vivir.
Lo curioso es que esa forma de cantar sin énfasis ni alegría que fue perfecta para transmitir la desesperanza europea de preguerra no perdió nunca vigencia y pudo seguir fiel a "Thanks for the Memory", "Parlez-moi d´amour", "Auf Wiedersehen, my dear" y otros antiguos temas hasta el final. Porque aunque el gran director de teatro Max Reinhardt decía "su voz es de aquellas que sólo Dios puede destruir", deseando que eso no ocurriera nunca, finalmente sucedió y, cargada de halagos, medallas, cruces y premios, Greta Keller murió en Viena a fines de 1977, apenas cumplidos los setenta y dos años, probablemente.
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