La tercera parte de una serie de cuatro notas en donde el rosarino visita las ciudades que marcaron su vida. Hoy: Rosario
“Esto ocurrio con la llegada de los socialistas a la Intendencia”, advierte Páez. Se refiere al paseo que recorre la vera del Paraná, que planta a la ciudad de cara al río y que auspicia una nueva caminata, en este caso por la Costanera. El sol que calienta esta tarde otoñal (“parece un día de la infancia”, evoca Páez) es perfecto para una recreación de los usos, costumbres e hitos del artista cachorro. Aparecen, entonces, los sabores: los carlitos del Bar Junior, la cerveza tirada de Gorostarzu, la bohemia del Bar Saudades. Y aparecen los recuerdos canallas: “La primera vez que toqué en el estadio de Central fue con Charly, en la presentación de Clics modernos, y yo venía como el hijo pródigo. De todos modos, a la ciudad la llevás con vos adonde vayas. Sería como intentar dejar de ser el hijo de tu padre y de tu madre. Es un bien ganancial que uno no pide, pero tiene”.
La ciudad tiene un aura cultural muy importante. Y varios símbolos: Fontanarrosa, Olmedo…
…Fontana y Berni, en la plástica, y el Che Guevara en la vida política.
Vos también sos uno de esos íconos, claramente. ¿Te sentís consecuente con eso o un generador?
Rosario es una ciudad muy especial. Viví aquí los primeros años de mi vida: del 63 hasta comienzos de los 80, y era una ciudad muy gris, muy oscura, que vivió de espaldas al río y al puerto. Entonces había que imaginarse un mundo. Yo tuve la suerte de crecer en una casa donde se estimulaba ese imaginario. ¿Si yo me correspondo con esa tradición? A lo mejor podría estar fundada en los desangelados de la ciudad. Entonces se pone en funcionamiento una tradición imaginativa, pero uno tampoco sabe si pertenece a ella.
Lo que sí tengo es un contacto metafísico con la ciudad y con sus artistas. Cuando escucho a Nebbia, yo escucho Rosario. Y conozco todos los modismos, sus formas, desde las armonizaciones hasta los giros vocales. Hay algo que no puedo definir, pero en muchos gestos puedo reconocerlo inmediatamente, incluso en Berni.
¿Cuál es tu primer recuerdo musical?
Uh, no sé. Lo que sí me acuerdo es la escena de los sábados a la tarde con mi viejo. El llevaba la Municipalidad en Rosario y revisaba los expedientes (“comuníquese y archívese”, ¡pa!, sello). Yo leía el expediente y él se fijaba si la copia de él estaba bien. Y mientras tanto, se cargaba el tocadiscos con Jobim, con Sinatra, con Goyeneche, con Troilo, con Oscar Peterson, con Debussy. Había un piano en casa pero durante mi infancia no se tocó nunca: el fantasma de mi madre, todo eso [Margarita Avalos, su madre, falleció meses después del nacimiento de Fito].
Tengo entendido que hay grabaciones de tu mamá tocando el piano. ¿Qué tocaba?
Schumann, Debussy, Chopin. Piezas para piano: Tchaikovsky… artistas, se podría decir, modernos, de fines del siglo XIX y de principios del siglo XX. Era una pianista sofisticada.Ese único disco lo grabó en Radio Nacional, según me contó mi padre, en Rosario. Es la grabación de un concierto que te daban en 78 RPM. Yo lo escuché dos o tres veces. Me daba miedo. Me acuerdo una vez que lo escuché con Fabi en una casa en Villa Urquiza y nos quedamos alucinados. Era extraordinario, impresionante.
Entonces ese piano de la casa de la calle Balcarce, decías que imponía un respeto fantasmal…
Sí, era un piano familiar, de pared, a la vieja usanza. Era un piano alemán Forster muy raro: bordó, exótico, con unos candelabros. Y lo había tocado mi abuela, después lo tocó mi tía Charito junto con mi madre, que eran de la misma generación, y después quedó allí… Hasta que un viernes a la noche (estaban pasando El hombre que volvió de la muerte con Narciso Ibáñez Menta), bajé el volumen de la tele y, ante la sorpresa de todos, fui al piano y comencé a hacer unos clusters. Tenía menos de 9 años y se quedaron todos impactados. Estaba pensando en el cine, de alguna forma, haciendo música para una imagen intentando hacer que funcione. Y me lo festejaron mucho.
¿Y el primer contacto con el rock?
Con dos colegas del colegio tocábamos folclore. Pero cerca del final de la primaria, incorporamos Sui Generis. El primer disco de rock que escuché fue Es una nube, no hay duda. Lo compré en la disquería Oliveira, que quedaba en Corrientes y Cevallos. Fue la primera vez que escuché rock en castellano; antes había escuchado a Los Gatos por la radio, pero me acuerdo que Vox Dei me voló la peluca. Todavía ahora si me pongo a escuchar el disco, me impacta la calidad.
¿En ese momento empezaste a ir a las disquerías?
Estamos hablando de la aparición de la revista Pelo. Esa era la información, y aunque iba con mi padre, unas dos veces por mes, a partir de ahí yo tomaba las decisiones. Y era una aventura, porque nos quedábamos tres horas en un lugar que no era más grande que la mitad del living de mi casa. Y te digo lo que compré allí: Zeppelin II; todo lo que fue el comienzo de Sui Generis; el final de Almendra; Vox Dei entero, que era mi favorito en esa época: Cuero caliente, Jeremías pies de plomo, La Biblia, La nave infernal, en fin, todos esos discos increíbles que tienen.
¿Te acordás del primer recital que viste?
La Máquina de Hacer Pájaros, el 7 de agosto de 1976. En la fila 7 del teatro Astengo. Fue inolvidable. Yo creo que eso y el concierto de Luis al poco tiempo, con Tommy Gubitsch haciendo El jardín de los presentes, fueron los que me llevaron definitivamente a saber que eso era lo que más me gustaba.
¿Conservás el recuerdo real de esos conciertos o se mitificaron?
Los recuerdo con mucha precisión. Por ejemplo, el arranque de La Máquina… no me lo borro. Se apagan las luces, se corre el telón; el miedo de estar en un lugar público a oscuras… Era peligroso para un chico como yo estar ahí. No pasaba nada, en realidad, pero yo sentía peligro. Apenas empieza el concierto y Charly comienza “Con el patín deshecho está…” (de “Rock”), muy chiquito todo y de repente… ¡tran, tran! El tipo que estaba al lado mío se paró, y yo pensé que iba a sacar un cuchillo y me iba a matar. ¡Mirá el nivel de paranoia y locura de un pibe de 14 años! Pero inmediatamente esa locura se deshizo con la energía maravillosa que traía Charly y el grupo. Yo recuerdo esos cuatro acordes: re cuarta, re mayor, do cuarta, do mayor, repetido cuatro veces antes de empezar la batería. Para mí eso fue el motor, la vuelta a la llave en el tablero. Fue tal la excitación que me agarró, era tan hermoso lo que transmitía (te juro que hasta el día de hoy me lo acuerdo), una fuerza, una vitalidad, algo salvaje. Charly, me acuerdo, al poco rato terminó con una rosa en medio de la boca y tirado así entre el melotrón, el minimoog y el piano. Era alucinante… Se puso salvaje, Charly… ¡loco! En el 76, por favor...
Ya que hablamos de instrumentos. Hay una historia con un órgano eléctrico Hohner que le pedías prestado…
…a Juan Chianelli, que era el tecladista de Irreal. El vivía en el barrio Echesortu, que quedaba a cuarenta cuadras de mi casa. Varias veces hicimos la caminata: una vez con el Pájaro Gómez, el cantante de Vilma Palma, porque él tocaba la batería conmigo. Con él y con un amigo que se llamaba Guaro nos lo llevábamos un viernes y se lo devolvíamos al día siguiente, porque tenía que ensayar. Con esa pianette Hohner hicimos las primeras reuniones en mi casa, y en 1978 se armó Neolalia: uno leía poemas, yo tocaba música, otro –que se llamaba el Sapo López– actuaba, recitaba y después había una frontera rarísima, flauta, guitarra eléctrica, era una especie de MIA del subdesarrollo.
Muy experimental…
Chicos haciéndose los grandes. Pero ya fumábamos (tabaco, digo), ya nos metíamos los primeros tragos. Esas reuniones se hacían en el altillo de mi casa: El Carajo le habíamos puesto. Y nos juntábamos allí.
¿Había algo de público?
No, éramos un grupo de idealistas importante. Me acuerdo que el rito era sacar la lamparita blanca, poner una verde, y armar el piano con mucha dificultad, para amplificarlo con un equipo de mala muerte. Ahí hice la letra de “Puñal tras puñal” y “Sobre la cuerda floja”, un poquito más adelante.
Liliana Herrero aparece como un faro en tu formación intelectual. ¿Cuándo se conocieron?
En el 79. Ella tenía un departamento en Corrientes y Pellegrini que compartía con Raúl Sepúlveda, su pareja, y en un momento, no sé si fue por Juan [Baglietto], [Rubén] Goldín, o Norberto Campos, un actor y director maravilloso que hacía cosas del Negro Fontanarrosa… Pero en un momento tenía que ocurrir porque éramos veinte, ¿entendés? Y Liliana se transformó en una suerte de madre protectora, o hermana mayor. Ella y Raúl me hablaban mucho del peronismo. Pero él, además, era un músico extraordinario, maestro, mentor, que me hizo hacer las primeras escuchas de la música de [el sello] ECM. A Liliana la recuerdo en su cocina, cebando mate y escuchando música: yo mostrándole Clics modernos y ella mostrándome al Cuchi Leguizamón y al Dúo Salteño, nada menos. En ese momento, a ella le daba mucho pudor cantar. Así que, de alguna manera, cuando hicimos el primer disco, yo la saqué de la cocina.
¿En esa época te habías afiliado al MAS?
Por esos años me gustaba una colorada que estaba buenísima. Y en un momento terminé tocando en un acto del MAS, pero ni sabía lo que era el MAS. Me interesaban las tetas de la colorada. Nunca obtuve nada de ella… Después sí, ya en Buenos Aires, participé en algunos actos del MAS: fui a tocar conociendo un poco más de qué iba la cosa, pero ya habían pasado casi diez años.
¿Te acordás cuánto y cuándo fue la primera vez que ganaste plata con la música?
Me acuerdo que el “Zorro” (Milicich), el manager de Enrique Llopis, me pagaba una platita de vez en cuando. Pero un día tocaba en el teatro Astengo, y yo había hecho en esos días “La vida es una moneda”. La escuchó y se volvió loco, pero la letra le parecía rara. Entonces llamaron a Rafael Ielpi que le puso una letra que nunca me gustó, porque era muy pretenciosa. Ese día, el “Zorro” me pagó con un chocolate Shot. Y yo pensaba: “Qué hijo de puta, lo que vengo a ensayar y todavía me paga con esto”.
¿Cómo ocurre la explosión de la Trova Rosarina?
De la mano de Juan salimos todos a la palestra. Esa fue una idea exclusiva de Juan cuando se separa Irreal. El arma una suerte de combo que se llamaba Baglietto y Sus Amigos, que éramos Rubén Goldín, Silvina Garré, Raúl Giovanolli, que era un pibe que tocaba el clarinete, Piraña Fegúndez en percusión, el Zappo Aguilera. Hacíamos música de Corradini, que era el compositor de Irreal, y también de Silvio Rodríguez, de Chico Novarro, de María Elena Walsh, de diferentes autores y también de Goldín, de Fandermole, de Adrián Abonizio y mías. Pero Juan era la figura convocante: si estaba Juan el lugar
tenía onda, si no estaba Juan no pasaba nada. Porque él tenía una imagen extraordinaria; el escenario, la época y el pelo largo y los tiradores, el mameluco, era de mucha onda. La primera vez en Buenos Aires fue en un festival que organizó la revista Humor contra Sinatra. Una cosa inexplicable, sólo explicable por la coyuntura: Sinatra asociado a Palito y Palito asociado a la dictadura, de una forma bastante arbitraria, creo. Además, yo era fan de Sinatra. Pero a mí no me importaba Sinatra ni nada. “Vamos a tocar” y vamos. Eso fue Obras y eso fue la consagración de Juan en Buenos Aires. Todo el mundo se quedó enloquecido con él. Y con motivo: traía repertorio original y buenísimo. Así que todas las estrellas se alinearon para que al poco tiempo estemos grabando Tiempos difíciles en los estudios de EMI, en Belgrano.
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