Ferri, un prodigio de expresividad
Chéri / Elenco: Alessandra Ferri (Léa), Herman Cornejo (Chéri), Norma Aleandro (Charlotte) / Creación, dirección y coreografía: Martha Clarke / Textos: Tina Howe, inspirados en Chéri y El fin de Chéri, de Colette / Piano: Polly Ferman / Programa: obras de Claude Debussy, Maurice Ravel, Francis Poulenc, Morton Feldman, Federico Mompou / Sala: Teatro Maipo.
Nuestra opinión: buena.
La sola posibilidad de ver bailar una vez más a la gran Alessandra Ferri lo justifica todo. Por estos días, ofrece Chéri en el Maipo, y cada minuto suyo sobre el escenario está cargado de sentido. De regreso, después de haberse mantenido algún tiempo apartada de la danza, Ferri sigue siendo un prodigio de expresividad y de precisión, de levedad y de fuerza en la medida justa, de intensidad y de sutileza. Su modo de estar ahí, de moverse o de permanecer inmóvil haciendo pasar por su rostro las esperanzas, los sueños y los temores de la heroína que encarna, constituye un imán irresistible para los ojos y para el alma del espectador. Cada uno de sus movimientos produce momentos de belleza sublime y revela matices siempre diferentes de su personaje, lo cual es un mérito absolutamente personal porque, en esta oportunidad, el arte interpretativo de Ferri debe (y logra) sobreponerse a las limitaciones de una coreografía que no abunda en ideas.
La obra cuenta una versión libre del amor entre el joven Chéri y la madura Léa, amiga íntima de la madre de Chéri, historia concebida por la escritora Colette y narrada en dos de sus libros: Chéri y El fin de Chéri. En los textos que Tina Howe pone en boca de Charlotte, la madre de Chéri, y que sintetizan para la escena ambas novelas, poco ha quedado de Colette, más allá de los nombres de los protagonistas y el hilo argumental que los une. El personaje de la madre de Chéri, interpretado por Norma Aleandro, cumple la función de escandir con sus intervenciones la acción dramática y condensar el paso de los años que se da en el transcurso de la historia original (tarea nada sencilla en un espectáculo que apenas dura una hora y quince minutos).
Así, si prescindiera de la información proporcionada por Charlotte, la historia podría ser la de cualquier pareja de amantes desafortunados. Y en este punto el lenguaje coreográfico se reduce a dos modulaciones: los pas de deux plenos de abrazos en los momentos de júbilo o desesperación amorosa y los movimientos solitarios, al ras del suelo, como si los personajes se derrumbaran o no pudieran mantener la vertical, en los momentos de desconsuelo. Un destello de Clarke que la pareja sabe aprovechar: la escena de éxtasis sensual en la que los bailarines, literal y bellamente, se trepan por las paredes.
Herman Cornejo es el partenaire perfecto, siempre al servicio del lucimiento de su compañera. Su presencia escénica es convincente y su probada excelencia artística se vislumbra, porque ni su parte ni la disposición del escenario favorecen el despliegue de su potencial. Hacia el final de la obra, cuando Chéri cobra protagonismo, a Cornejo se lo percibe demasiado contenido en los pasos de batería, en los saltos y en las piruetas, acaso incómodo en un espacio exiguo, reducido aún más por una cama, una mesa y una silla, elementos escenográficos convencionales en una pieza teatral, pero que, incomprensiblemente, no fueron integrados de manera creativa a la coreografía.
Un placer añadido es escuchar a Polly Ferman, sobria al piano (instalado también sobre el escenario), sostener el vuelo de los bailarines en las notas de Ravel, Debussy, Poulenc y Mompou. Un vuelo breve que deja con ganas de más, en más de un sentido.
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