Fascinantes variaciones sobre el mito de las sirenas
La sirena / Libro y dirección: Luis Cano / Intérprete: Monina Bonelli / Música: Ana Foutel / Escenografía y vestuario: Rodrigo González Garillo / Iluminación: Julio A López / Sala: El Extranjero, Valentín Gómez 3378 / Funciones: lunes, a las 20.30 / Duración: 50 minutos / Nuestra opinión: muy buena.
Una vez más, un antiquísimo mito cobra vida -teatral, en la ocasión, ya que una sirena ha aterrizado en un bar portuario poblado de marineros (los espectadores) y de mujeres (las espectadoras) ubicados en distintos sectores de la platea, previo consentimiento. Y no es cuestión de perdérsela, dado que la mujer pez Nina irradia la emoción desgarradora que le confiere Monina Bonelli, intérprete al parecer sin límites, capaz de cruzar el umbral de la moderación y brindarse incondicionalmente a su personaje, con un instinto infalible, apelando así al compromiso activo del público.
Si de estas criaturas fabulosas -originariamente aladas, más tarde escamadas las distintas versiones han dicho que eran doncellas o meretrices, hay que decir que la sirena que ha encallado en ese bar, sentada sobre un banquito encima de una tarima, pertenece a la segunda categoría. Y bebe para olvidar, para recordar. Se dirige alternadamente con tono desafiante a los marineros y a las mujeres en busca de su comprensión. Nina va dejando caer sus pistas de sirena caída, sufriente, curtida, casi en la última estación de su calvario.
Claro que esta sirena tatuada tiene quien le escriba y la lleve a escena: Luis Cano es el autor de un bello texto poético que desde la primera frase dicha por la protagonista -"Miren lo que trajo la marea" evoca un mundo de travesías y migraciones, de mitos y leyendas ligados al mar. Como tantísimos escritores -entre ellos, Dante, Oscar Wilde, Kafka, Lampedusa, Cano se dejó conquistar por estas cantoras, en principio hijas de las musas y del río Aqueloo, que fueron encaradas por Ulises, atado a un mástil, y por Orfeo, que les puso la tapa con su propio canto? El dramaturgo toma distancia de la misoginia que tiñó a estos seres mitológicos signados como la perdición de navegantes en la Antigüedad y en la Edad Media, que obviamente victimiza a los hombres. Porque Nina, apenas adolescente, tuvo que defenderse de la violencia de un marinero, quizás un tritón. Ya veterana y desorientada, recala en El Taray y ofrece historias por un trago, transfigurada por luces que fluctúan del verde al azul, con algún compasivo reflejo cálido sobre su rostro atribulado. Y, en un momento inolvidable, su voz se eleva en ese canto sobrehumano, imposible, que conoció Ulises.
Si bien la sirena Nina no tiene ni lira ni flauta, cuenta con una pianista y compositora del nivel de Ana Foutel. Música contemporánea que supo entrar en el juego sutilmente humorístico que le propuso el director y se disfrazó de hombre gordo con el piano preparado, en una zona de penumbra. Y, cada tanto, cuando la oportunidad lo amerita, sopla un cuerno o golpea el platillo, rodeada de partituras que no usa, ajena casi siempre a los pedidos de Nina, sin concederle ni una mirada al público.
Tan redondo como el espectáculo, el pequeño tablado donde se vuelve sirena tiene pilares que sostienen una cortina que va girando y mutando hasta revelar una pintura marina del siglo XVIII desteñida por el tiempo, por la sal, por esa bruma que brota del piso. Teatro dentro del teatro, último refugio de una desamparada sirena que usa tacos, aunque dice que tiene las piernas destruidas.
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