Estrenos de cine: El Conde, un film de vampiros para explorar el pasado más oscuro de Chile
Con elementos del cine fantástico, el terror y la sátira, Pablo Larraín transforma a Augusto Pinochet en un anciano con colmillos y sed de sangre y construye alrededor de esa alegoría su película más explícitamente política
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El Conde (Chile/2023). Dirección: Pablo Larraín. Guión: Guillermo Calderón y Pablo Larraín. Fotografía: Edward Lachman. Edición: Sofía Subercaseaux. Elenco: Jaime Vadell, Alfredo Castro, Gloria Münchmeyer, Paula Luchsinger, Diego Muñoz, Catalina Guerra, Amparo Noguera, Marcial Tagle, Antonia Zegers. Distribuidora: Maco Cine. Duración: 110 minutos. Calificación: solo apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: buena.
El Conde es la película con mayor carga explícita en términos políticos de toda la carrera del realizador chileno Pablo Larraín, cuya obra en el cine también puede leerse como el largo reclamo al pinochetismo de una rendición de cuentas. Todas las reflexiones que viene acumulando Larraín en las películas que hizo en su país confluyen en El Conde a través de un mensaje categórico: mientras haya impunidad ni siquiera la muerte podrá frenar el daño que una figura como la de Augusto Pinochet le hace a su sociedad.
Larraín encontró en varias fuentes (la sátira, el cine fantástico y de terror, la novela gráfica) la fórmula para sostener esta idea, que llega a la pantalla cuando se cumple medio siglo del golpe militar que encumbró al poder a ese hombre fuerte que no se preocupa por ser calificado como un torturador o un asesino serial de sus adversarios ideológicos, pero reacciona escandalizado, y luego profundamente resentido y desengañado, cuando lo acusan de ser un ladrón.
El Pinochet de El Conde (su apodo predilecto) es un anciano vampiro cansado de su condición. Puede volar sobre la vasta y áspera geografía patagónica en la que habita mientras sobrevive, cada vez con menos ganas, alimentado con la sangre humana de algunos de sus compatriotas. Querría dejar todo el patrimonio que posee en manos de sus codiciosos y mezquinos hijos, pero su temible esposa Lucía lo convence una y otra vez de lo contrario, con la invalorable asistencia de un terrorífico sirviente, un mayordomo de frío instinto asesino y grado militar que acepta servirlo de por vida.
Todo este alegórico cuadro se va abriendo ante nuestros ojos de un modo a veces risueño y casi siempre macabro. Larraín se regodea mostrando con un negrísimo sentido del humor los sanguinolentos hábitos alimenticios del dictador. También expone cada una de las marcas de su eterna decadencia a través de la creatividad visual que siempre se le reconoce. El fantasmagórico escenario de esta historia adquiere por momentos una belleza deslumbrante, atrapada en la fotografía expresionista en blanco y negro del talentoso Edward Lachman.
Pero en la medida en que esas imágenes hipnóticas y surrealistas nos envuelven, más y más palabras necesita en este caso Larraín para sostenerlas. El Conde se distingue de sus películas anteriores en ese punto crucial. Aquí, la aparente necesidad del realizador de dejar sentado el sentido expreso de un manifiesto político anula, paradójicamente, esa invitación que nos hacía a través de las imágenes para descubrir cómo podría sostenerse el ideario de un gobernante autoritario más allá de su presencia misma en este mundo.
Lo mismo podría decirse de otro personaje decisivo de la trama, una joven contadora contratada por uno de los hijos del dictador para poner en orden las cuentas y los papeles de una potencial herencia multimillonaria. La chica resulta ser una novicia enviada con la intención de exorcizar a Pinochet. Otro acercamiento a un asunto de la vida y la historia de Chile que desde hace mucho desvela a Larraín: las relaciones entre el poder político y el eclesiástico en tiempos autoritarios.
No hay mucho espacio para pensar o estimular la imaginación cuando la imagen de un gobernante que bebe la sangre de los chilenos para mantener su poder y su riqueza queda expuesta de manera tan literal, y además respaldada, como si fuera poco, por un persistente relato en off. De todas maneras, aquí Larraín se reserva una carta muy atractiva: la dueña de esa voz (en inglés) resultará decisiva en un giro de la trama que conviene no revelar, relacionado con la evolución histórica del personaje protagónico.
Larraín no tiene ninguna conmiseración con Pinochet, que en su mirada es un hombre decrépito, calculador, deprimido, rencoroso y vengativo. Pero mucha menos compasión siente por el resto de su entorno, todo un muestrario de las mayores crueldades y miserias de la condición humana.
Para construir el retrato del dictador, Larraín contó con la inmejorable ayuda de Jaime Vadell, que logró lo que parecía imposible: darles carnadura, sentido y motivación a los actos de un ser creado por voluntad de otros para la abyección. Lo mismo puede decirse del gran Alfredo Castro, que consigue darle al siniestro lugarteniente del dictador un misterio que a veces queda oculto detrás del pronunciamiento político más elocuente y, a la vez, menos sutil. Larraín debe sentir esa necesidad porque desde esta película nos dice que su querella contra el autoritarismo está lejos de agotarse.
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