Ese hombre culto con el humor más chabacano
Fue productor, director, guionista, animador, fue dueño del zoológico y casi fue a la cárcel como funcionario público
Gerardo Sofovich cerró su vida en plena sintonía con la meta personal que se fijó hace más de medio siglo, cuando decidió entrar a la televisión porque soñaba con tener éxito y vivir bien. Lo logró al punto de convertirse en una de las figuras más importantes y poderosas de toda la historia de la televisión argentina, artífice de éxitos que, en muchos casos, perduraron tal vez más de lo aconsejable porque su creador creía en aquello de que "no hay chistes viejos, sino públicos nuevos".
Ésta era una de las muchas obsesiones que caracterizaron a Sofovich, cuya muerte se produjo en la madrugada de ayer, víctima de una hemorragia interna, una de las tantas secuelas de las recurrentes crisis cardíacas que debió afrontar desde 2004, agravadas en los últimos años por el empecinamiento de este hombre múltiple e hiperactivo (autor, productor, director y ocasional actor, que varias veces fue capaz de mantener simultáneamente varias obras teatrales y programas televisivos y pasó con sus programas por los cinco canales abiertos) en no abandonar su vida noctámbula, su febril ritmo de trabajo y sus hábitos de fumador.
Tampoco renunció a un temperamento en el que difícilmente había lugar para términos medios ("Depende de quién me ataque voy a contestar", señaló una vez). Acusado más de una vez de autoritario y dictatorial, cuestionado por su arrogancia y una escasa disposición a reconocer errores, jamás dejó de señalar que se sentía perseguido y cuestionado sin motivo por sus elecciones ideológicas.
Con ese argumento enfrentó varios cuestionamientos judiciales de los que en los últimos tiempos casi no se hablaba, pero que durante un buen tiempo lo expusieron a serias acusaciones a raíz de su desempeño, entre 1991 y 1992, como interventor en Argentina Televisora Color (ATC), el actual Canal 7. "Lo había aceptado como acto de servicio por mi amistad con Menem, pero no se puede tener esa actitud desde un lugar tan vulnerable como el mío", reconoció muchos años después, ya definitivamente sobreseído por la Justicia, desde sus oficinas ubicadas en el piso 14 de la avenida Quintana al 500, en el corazón de Recoleta.
Ese reducto, con sus iniciales acuñadas en una puerta de hierro blindada, era todo un símbolo de la vida de un hombre dispuesto a mantener todo bajo estricto control. Tal vez por eso, y porque desconfiar formaba parte de su identidad, delegaba muy poco y acumulaba todas las funciones del proceso creativo: los libros, los ensayos (en los que apostaba mucho a la improvisación), la puesta en escena y la dirección de cámaras estaban bajo su responsabilidad casi exclusiva.
Y como quiso ser fiel hasta el final a un estilo que desplegaba con la seguridad de quien siempre se sintió dueño casi natural de la verdad, se despidió del espectáculo y de la vida como integrante clave del jurado de un programa de preguntas y respuestas sobre cultura general, Los 8 escalones, en cuyo esquema aparecía como el infalible poseedor de todas las respuestas correctas. Las respaldaba con sus conocimientos de lector voraz y hasta se permitía, en amables intercambios con los participantes, jugar con la ruptura de su tradicional imagen de hombre frívolo.
También se lo veía con frecuencia en ShowMatch, en donde ocupó durante varias temporadas la presidencia del jurado de "Bailando por un sueño". Disfrutaba de ese lugar, desde el que no veía otra cosa que la continuidad de sus propias ideas sobre cómo triunfar en el mundo del espectáculo ("El éxito es la votación, es lo que tiene repercusión. Yo soy exitoso: están las cifras para demostrarlo"). Y allí, junto a Marcelo Tinelli, que lo presentaba con aire malicioso y juguetón con la música de El padrino, logró mitigar en parte las molestias que le provocaba la obsesión de sentirse incomprendido, víctima "de la envidia por llevar casi cuatro décadas de éxito ininterrumpido", pese a que hasta el más recalcitrante de sus muchos adversarios jamás dejó de reconocer todo lo que hizo por la televisión argentina, a lo que habrá que sumar no menos significativos aportes en el teatro, el cine y la radio.
Nacido en Buenos Aires el 18 de marzo de 1937, hijo del reconocido periodista y escritor Manuel Sofovich, Gerardo pasó por el periodismo escrito (Noticias Gráficas, Tía Vicenta) y la publicidad (en la agencia Radiux) antes de hacerse cargo de los textos que un locutor leía en Vacaciones en Mar del Plata, ligero magazine estival con el que debutó, en 1960, en la pantalla chica.
Los primeros éxitos de ese camino llegaron muy rápido, tres años después y siempre en el terreno del humor. Primero con Balamicina, junto a Carlos Balá, y poco después, con la primera temporada de Operación Ja Ja, ambos escritos, producidos y dirigidos junto a su hermano Hugo, dos años menor. La sociedad perduró hasta fines de la década del 70 y el largo distanciamiento entre ambos, que siguieron exitosos caminos individuales, cesó en 1998 con una pública reconciliación.
Sin embargo, nunca volvieron a trabajar juntos ni a producir éxitos como Polémica en el bar y La peluquería, que nacieron casi al mismo tiempo en 1965 como sketches de Operación Ja Ja, vivieron su etapa más plena y lograda en los años 70 e iniciaron un largo ocaso, al principio disimulado en la década del 80 por impresionantes registros de rating, sobre todo en el primer caso: se mantuvo en el aire durante más de 35 temporadas y el propio Sofovich soñaba con reeditarlo una vez más.
Operación Ja Ja fue la cuna de personajes inimitables como el Yéneral González (notable creación de Alberto Olmedo) y de grandes hallazgos cómicos: entre ellos, el más perdurable resultó La peluquería, que comenzó con Fidel Pintos, siguió con Jorge Porcel como don Mateo y se degradó en sus últimas apariciones con los hijos y los nietos de este último (Miguel Ángel Rodríguez, Toti Ciliberto, Pablo Granados, Pachu Peña) en compañía de mujeres que hablaban poco y mostraban mucho.
La gran mesa de Polémica en el bar tuvo a Juan Carlos Altavista (Minguito), Adolfo García Grau, Fidel Pintos, Javier Portales y Jorge Porcel como parroquianos, más el aporte de Alberto Irízar y Vicente La Russa ("El preso"). Más tarde pasaron por allí Mario Sánchez, Julio De Grazia, Mario Sapag, Rolo Puente y Mariano Iúdica, entre otros, hasta que, a partir de 1990, cuando se emitía por Telefé, Sofovich decidió convertirse en uno de los contertulios y sumar sucesivamente a periodistas (Hugo Gambini, Raúl Urtizberea, Samuel Gelblung, Luis Pedro Toni), políticos (César Jaroslavsky, Jorge Asís) y figuras femeninas (Nancy Pazos, Sylvina Walger) a un café cada vez más plagado de menciones comerciales y marcas.
Ésa era otra de las señales distintivas de Sofovich, un fanático confeso de Boca Juniors que llegó primero y más lejos a la hora de mezclar lo que hasta allí eran límites claros entre la programación y la publicidad. Favorecido casi a su medida en 1991 con un cambio en la ley de radiodifusión que anulaba la prohibición de mencionar marcas comerciales dentro de los programas, Sofovich institucionalizó en sus programas lo que se conoce como "publicidad no tradicional".
Este difuso procedimiento y su versión anterior más informal (el llamado "chivo", mención publicitaria no declarada) le permitieron al animador enriquecer su ya holgado patrimonio personal (cómo olvidar su entusiasmo en promocionar al interactivo oso Teddy y al juego del Jenga, entre otros) e incursionar con el mismo propósito en otros terrenos, como las llamadas telefónicas.
Así nació otra iniciativa de larga permanencia en el aire, La noche del domingo, que ocasionalmente en sus comienzos también aparecía los sábados. Desde allí Sofovich impuso fórmulas con su sello, desde las pulseadas hasta los cortes de manzana, aunque el hecho más resonante de ese ciclo, en 1988, ocurrió cuando el escritor Dalmiro Sáenz mezcló una alusión a Jesucristo con palabras de fuerte carga de sexualidad explícita y a raíz de ese episodio perdió el 50 por ciento de sus anunciantes y recibió del Comfer una suspensión de seis meses, luego levantada.
El ciclo pudo seguir su camino con su desfile de juegos con premios, shows musicales y largos reportajes que seguían una línea abierta en 1972, cuando sorprendió a muchos como conductor de Las dos campanas, ciclo periodístico en el que se ponía frente a frente dos personalidades de la actualidad con posturas antagónicas, y continuó en años sucesivos con títulos como Semana 9 y A la manera de Sofovich.
En esa multiplicidad de compromisos estaba cuando se hizo cargo el 4 de junio de 1991 de la intervención de ATC, que en sus palabras resultó "una experiencia no querida que asumí por mi larga amistad con Menem, muy anterior a ese momento", y a la que impuso el eslogan "Ahora también competimos" mediante una programación ecléctica en la que Ricardo Darín y Alejandro Dolina convivían con Graciela Alfano y Luis Beldi.
Poco después fue denunciado ante la Justicia por negociaciones incompatibles con la función pública, cuestionado porque en tanto interventor de un ente oficial se había contratado a sí mismo como productor y animador privado para hacer allí A la manera de Sofovich. Y aunque se defendió con el argumento de que no cobraba cachet alguno, la investigación judicial se hizo tan fuerte que debió renunciar en diciembre de 1992, poco después de que el juez Ricardo Weschler le dictara prisión preventiva en suspenso y embargara sus bienes por un millón y medio de dólares. La noche misma de su alejamiento se dejó ver en una comida con Menem y, a la vez, se las ingenió para ejercer influencia sobre la emisora por un buen tiempo al ser reemplazado por un hombre de su confianza, Enrique Álvarez, al menos hasta 1995.
Ese año ratificó su propósito de respaldar al menemismo, esta vez con un diario, El Expreso, que tuvo un paso tan fugaz y pequeño como su curioso formato, de menores dimensiones que las de una revista convencional. Más tarde se declaró satisfecho por las innovaciones que logró imponer en el Zoo de Buenos Aires, al que llegó como parte de una sociedad que se hizo cargo de la privatización del paseo. No tuvo la misma suerte cuando se presentó junto a Julio Ramos y Palito Ortega, entre otros, para concursar en su momento por la adjudicación de Canal 13.
En los últimos años, aún sin perder jamás una exposición permanente ante la pantalla chica, nunca pudo reverdecer los laureles y el rating de antes, combinando algún programa logrado (Tiempo límite) con frecuentes caídas en la vulgaridad y, sobre todo, la estéril reiteración de fórmulas muy gastadas. Pero siempre se empeñó en defenderlas, mientras el éxito final de su carrera se desplazaba hacia los escenarios de la calle Corrientes: "Toda mi vida he tratado de hacer una televisión con buen gusto -se defendía-. Y como elegí ser popular porque era la vía del éxito, me lo reprochan. Está bien, hice pulseadas. Pero en todos mis programas siempre he tratado de educar, y eso no me lo puede negar nadie. En Polémica en el bar mostré pintura argentina. Fui el primero en llevar música clásica, tenores...". Como en los casinos que tanto frecuentaba, a Sofovich siempre le gustó jugar fuerte. Así fue su vida, marcada por el éxito, y también por la polémica.