En Priscilla, Sofia Coppola retrata en su mejor película la soledad de quien fue la mujer del rey, pero nunca la reina
Basada en la autobiografía de la novia apenas adolescente de Elvis, cuya figura siempre aparece retirada del ojo de la cámara, funciona como perfecto corolario de la obsesión de la directora sobre los efectos de la fama
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Priscilla (Estados Unidos/2023). Dirección: Sofia Coppola. Guion: Sofia Coppola, Priscilla Presley, Sandra Harmon. Fotografía: Philippe Le Sour. Edición: Sarah Flack. Elenco: Cailee Spaeny, Jacob Elordi, Ari Cohen, Dagmara Dominczyk, Tim Post, Lynne Griffin. Calificación: apta para mayores de 13 años con reservas. Distribuidora: BF Distribution. Duración: 113 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Priscilla quizás sea la película que mejor informe la búsqueda sustancial del cine de Sofia Coppola. Un cine de fama y oropeles, de privilegios inconscientes, rebotando en una suntuosa burbuja de soledad y aislamiento. En las películas anteriores la fama y el cautiverio eran propios, designados por el linaje, el genio o la herencia. Así lo era la casa familiar para las vírgenes sacrificiales de la novela de Jeffrey Eugenides, embriagada de colores y sudores veraniegos. O la corte francesa para la trágica María Antonieta, eterno purgatorio ante la furia revolucionaria. Los personajes de Coppola son adolescentes en una prisión de lujo que anhelan el afuera hasta descubrir que con él solo podrán perder la vida, o por lo menos la cabeza.
En Priscilla, en cambio, ni la gloria ni la prisión son propias, son apenas una dependencia de quien permanece en los márgenes toda la película: Elvis Presley. Su embriagante figura es símbolo y delegado del encierro: él es amante casto y carcelero que cumple los sueños de su inocente enamorada como un santo popular consagrado en los altares de Las Vegas y Hollywood. Graceland resulta una tierra más ajena que Versalles porque es un palacio en el que no hay reinas, solo un rey.
Sofia Coppola ha sabido construir un cine desde un claro punto de vista: el de las chicas adolescentes de todo tiempo y lugar para las que el mundo se revela tan fascinante como devastador. Así era la ciudad de Tokio que descubría el personaje de Scarlett Johansson en sus excursiones por esas calles con inmensos rascacielos: un monstruo gigante y rugiente, una energía envolvente y arrolladora. El refugio es siempre lo más pequeño, lo más cercano, las cosas que forman ese mundo propio y de alguna forma amenazado. Por ello los planos detalle son una de las claves de su poética: los cepillos del pelo, los adornitos, las uñas pintadas, los bordados en las cortinas, los ojos recién delineados. Ese mundo de detalles es reconstruido con nostalgia en los primeros minutos de Priscilla, casi como la evocación de un sueño perdido.
Priscilla está inspirada en Elvis and Me, las memorias de Priscilla Presley publicadas en 1985, un recuerdo modelado en la madurez luego de la reconciliación con la pérdida y el trámite de su liberación. Un cuento de hadas fallido, una historia de amor y soledad filmada con los colores y las penumbras de los melodramas de Douglas Sirk.
La película comienza en Alemania Occidental en 1959, cuando Priscilla (Cailee Spaeny) tiene apenas 14 años. Su padre es un capitán del ejército destinado a Wiesbaden y Elvis (Jacob Elordi), diez años mayor que ella, cumple sus obligaciones militares en Europa. Aburrida en un bar que replica los diners norteamericanos, es abordada por el oficial a cargo del entretenimiento de la base militar. “¿Te gusta Elvis Presley?”, le pregunta. “Por supuesto. ¿A quién no?”. La invitación es la entrada a otro mundo, el encuentro con un príncipe azul que solo conocía por las canciones y las películas, que la corteja con galantería y pudor, ansioso por sentirse de nuevo en casa. Priscilla será eso para Elvis: el anclaje hogareño frente a las excentricidades de la fama y los romances efímeros de Hollywood.
Al principio, después de cada encuentro, dibuja un corazón en el borde del pupitre del colegio, escribe una confesión enamorada a su diario íntimo; unos años después llega un viaje de ensueño a Graceland y la conquista de su propia aventura. Cada paso hacia ese romance es la asunción de su condición de Eliza Doolittle frente a su Pigmalión: el cabello oscuro, las píldoras, los vestidos estampados, la creación de una imagen perfecta para ese reino ajeno.
No hay que pensar a Priscilla como una biopic, no es ese el camino que propone Coppola. La estrategia de las elipsis, el trabajo formal sobre el personaje -atrapado en los marcos de las ventanas, convertido en decorado, habitante de la persistente penumbra- y el uso anacrónico de la música -como hiciera en María Antonietta- no delinean el camino de una vida sino la progresiva deconstrucción de un sueño. La explosión de deseo que promete Elvis desde las revistas se estrella contra la castidad de su vida sexual, la convivencia se revela una representación intermitente de una historia de amor en la que siempre será espectadora.
La notoriedad había sido algo concreto y tangible en el universo de Coppola, idea probablemente inspirada en su propia historia familiar: anhelada en sueños mortuorios, padecida en el absurdo o el desprecio, convertida en fetiche o souvenir. Para Priscilla, la fama, su gloria y su tormento, siempre son de otro; lo que se ve para ella es apenas su más triste y solitario reflejo.
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