En Los delincuentes, Rodrigo Moreno construye el robo perfecto del mayor botín posible: el tiempo para ser libre
La representante argentina al Oscar es una reflexión sobre la identidad artística, con un humor sutil e irreverente, que encuentra a un empleado bancario con un plan para ganarse el paraíso en las sierras cordobesas
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Los delincuentes (Argentina-Luxemburgo-Brasil-Chile/2023). Guion y dirección: Rodrigo Moreno. Fotografía y cámara: Alejo Maglio, Ines Duacastella. Edición: Manuel Ferrari, Nicolás Goldbart, Rodrigo Moreno. Elenco: Daniel Elías, Esteban Bigliardi, Margarita Molfino, Germán De Silva, Laura Paredes, Mariana Chaud, Cecilia Rainero, Javier Zoro Sutton, Adriana Aizenberg. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Maco Cine. Duración: 189 minutos. Nuestra opinión: excelente.
Emergente de los nuevos aires del cine argentino en los tardíos 90, Rodrigo Moreno fue uno de los artífices de esa identidad en tránsito que en esta última década parece puesta nuevamente en cuestión. Desde Mala época (1998) –en colaboración con Mariano De Rosa, Salvador Rosselli y Nicolás Saad– hasta la celebrada El custodio (2006) –con un ejemplar labor de Julio Chavez– modeló una insistente preocupación por los mundos en crisis, las tensiones entre el trabajo y las posibles formas de libertad, el justo empleo del tiempo en la era neoliberal. Su cine fue reactivo a las tradiciones -como el de muchos de su generación-, una exploración consciente de los márgenes urbanos, de una realidad esquiva a la agenda pública, el ejercicio de un humor sutil e irreverente ante lo inesperado. Ficciones como Un mundo misterioso (2011) o documentales como Una ciudad de provincia (2017) profundizaron ese camino ya entrado el presente milenio, situando a sus personajes ante el azar y la deriva, una búsqueda posible de autonomía que reinvente la tradición renegada y la reescriba de la forma más personal.
Eso es Los delincuentes. Su obra de madurez, su película de reflexión sobre la identidad de todo artista, un camino de regreso al corazón del cine argentino y sus hitos desde el mejor lugar posible. El punto de partida es Apenas un delincuente (1949), la película que hizo famoso a Hugo Fregonese, lo llevó a Hollywood y también marcó uno de los grandes hitos de nuestra cinematografía. Un policial de posguerra, una historia sobre el robo a un banco, una radiografía de la ilusión de salvarse para siempre. Los delincuentes propone otro viaje, uno de regreso en esa premisa pero sin anhelos de riqueza, sin libertades vacías. En su juego de dobles y bifurcaciones la historia persigue su destino, desde una Buenos Aires urbana y bulliciosa, epicentro de la vorágine citadina, hasta el paraíso de las sierras cordobesas, el hallazgo de la poesía y el tiempo sin ataduras.
Morán (Daniel Elías) es un bancario y en apenas unas pinceladas de acción descubrimos su rutina: el subte de las mañanas, el cafecito en el bar, la apertura de tesorería, el cigarrillo de la tarde. Como lo había imaginado Jorge Salcedo en Apenas un delincuente, el robo perfecto es posible. Todo el dinero de la bóveda extraído en la víspera de un fin de semana largo le confirma la estrategia: poner el dinero a resguardo, esperar una condena para el disfrute. Para ello Morán necesita un cómplice, casi un inesperado álter ego. El cajero Román (Esteban Bigliardi, un rostro habitual en el cine de Moreno) será ese inesperado custodio, el que regrese al banco y resista la investigación, el que conduzca la espera. Esa es la lógica de la película, la del desdoblamiento constante: dos partes de la historia, dos personajes concebidos como anagramas de sí mismos, dos caminos que se separan para unirse en un mismo objetivo.
Moreno empuja en esos dobleces la notable originalidad de su relato, que se emancipa de la contención y unidad de aquellos cines conurbanos de los 90 para recrearse en sus múltiples formas: el policial autóctono, las formas visuales de polar francés de los 70, el humor libre del teatro del absurdo -notable en las secuencias de investigación en el banco conducidas por Laura Paredes-, el lirismo criollo de la poesía de Ricardo Zelarayán. En ese ir y venir entre Morán y Román, entre el robo que esconde un precepto filosófico y el encierro en una vida de cumplimiento, el tiempo asoma como un enigma indescifrable, como un espiral que enlaza lo irreal con lo mundano, como una búsqueda incansable de lo posible. El policial como juego, la tradición como inesperada escapatoria.
El cine argentino del presente ha logrado forjar un camino incipiente. Las narrativas-río del equipo de El Pampero (desde la faraónica La flor de Mariano Llinás hasta la deslumbrante Trenque Lauquen de Laura Citarella), las nuevas formas de la comedia con Martin Shanly, Lucía Seles y la dupla Jallinsky y Marinaro a la cabeza, el terror bajo el pulso de Demian Rugna, las exploración política de Naishtat y Alché en la reciente Puan.
Un cine que se reinventa luego del corsé de la renovación pasada, que plantea alternativas al mainstream de plataformas, que piensa lo nacional desde una mirada emancipadora. Moreno se sitúa a sí mismo en esa gesta, recoge los destellos de su obra pasada para expandirlos en una nueva amalgama cinematográfica, sin temores a digresiones y anacronismos, asimilando la historia de su país y su generación como algo más que un punto de partida.
Los delincuentes revela así una forma posible de hacer un cine propio. Un guion construido en el transcurso del tiempo -casi el mismo que el de la proyectada condena para el robo-, alimentado por los vaivenes del rodaje y los descubrimientos de la edición, un cine que se alumbra a sí mismo, que hace de su director el consciente artífice de ese camino que estábamos esperando.
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