En Exorcismo, Russell Crowe reinterpreta el éxito más improbable de su carrera fílmica en clave de terror
Un actor caído en desgracia, cuya carrera fue víctima de sus adicciones, comienza a fusionarse con el rol del sacerdote que interpreta; “cine dentro del cine”, con varios asteriscos para fanáticos de la carrera del australiano
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Exorcismo (The Exorcism, Estados Unidos/2024). Dirección: Joshua John Miller. Guion: Joshua John Miller, M. A. Fortin. Fotografía: Simon Duggan. Edición: Gardner Gould, Matthew Woolley. Elenco: Russell Crowe, Ryan Simpkins, Sam Worthington, Chloe Bailey, Adam Goldberg, David Hyde Pierce. Calificación: apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Imagem Films. Duración: 93 minutos. Nuestra opinión: regular.
Es probable que la historia que aparece como telón de fondo del estreno de Exorcismo sea mucho más interesante que la película en sí misma. Al parecer, el definitivo impulso llegó con el inesperado éxito de El exorcismo del Papa (2023), uno de los tantos títulos singulares que Russell Crowe protagonizó en esta etapa crepuscular de su carrera. El suceso pasó de la pantalla a las plataformas, y luego a un desfile de memes en las redes sociales que generó semejante entusiasmo que ya se encargó una secuela. Ese extraño fenómeno determinó el destino de Exorcismo, una especie de metarrelato sobre un actor otrora famoso –y caído en desgracia por adicciones- elegido para interpretar a un sacerdote en una película de terror satánico. “Cine dentro del cine” podría ser la breve definición, y también la coartada para estrenar esta película demorada desde su rodaje en 2019 cuyo destino inicial de plataforma terminó cambiando por un aterrizaje en salas.
Pero Exorcismo tiene otro germen aún más significativo. El director Joshua John Miller es hijo de Jason Miller, el actor que interpretó nada más ni nada menos que al padre Karras en El exorcista (1973), hito popular de William Friedkin y madre de todos los clásicos del terror satánico. Y eso queda en claro cuando pensamos en el punto de vista que ofrece la película. La historia comienza con un breve prólogo. Un actor repasa sus líneas mientras recorre un imponente set de filmación. Sube las falsas escaleras mientras repite rezos y admoniciones en soledad. De pronto, un golpe de efecto y la voz cavernosa de su reemplazante confirma el destino trágico escondido en ese ensayo interrumpido. Su sustituto es Anthony Miller (Russell Crowe), un actor desempleado y con problemas de conciencia luego de la muerte de su esposa y el distanciamiento de su hija Lee (Ryan Simpkins). Es ella quien va a contarnos esta historia.
El punto de partida de Exorcismo es prometedor. Un actor cuyos fantasmas lo convierten en el perfecto candidato para interpretar a un sacerdote atormentado. Están los abusos silenciados de su infancia como monaguillo, su éxito adulto signado por la irresponsabilidad y las adicciones, el tormento de su presente por el fracaso profesional y la desintegración familiar. La entrada en la oscuridad interior del personaje se produce con astucia visual, un uso adecuado de la penumbra en los escenarios y la ambigüedad del tiempo que ofrece el punto de vista de Lee, adolescente que busca la posible reconciliación con su padre. Pero a medida que comienza el rodaje de esa película que obnubila a Anthony, la tentación de circunscribir su crisis a los efectos más pedestres del terror, a lecturas bíblicas y golpes sonoros, y a una estética fronteriza con la parodia, recluye a la película de Miller en la trampa de sus propias falencias.
Crowe sostiene a su personaje con convicción durante su lento descenso a los infiernos de la culpa –subtexto explícito de la posesión-, pero su oficio no alcanza para ofrecer unidad a una historia nutrida de fragmentos dispersos de una experiencia personal –la del director y su célebre padre-, adherida a la del medio y su lenguaje –la distancia que ofrece el mismo concepto de metarrelato-, y desaprovechada en el intento de explotar el consumo irónico y sacar algún meme efectivo antes que una buena película. El impacto de Exorcismo en el corazón –y en el humor- de los espectadores tendrá la última palabra, pero dentro de los límites de la pantalla, el resultado no parece muy inspirador.
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