Patricia Suárez: “Afuera me va muy bien; nadie es profeta en su tierra”
La dramaturga más representada en Buenos Aires habla de Las polacas, la serie que escribió basada en su exitosa trilogía teatral
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Carga, en una mano, una bolsa de plástico con seis o siete libros, novelas y cuentos, que acaba de comprar en alguna mesa de saldos de Avenida de Mayo. En el otro brazo, la cartera amplia de donde salen dos libros infantiles con su firma. “Para tu nene”, dice, memoriosa y alegre, locuaz y salerosa, café caliente en un día nublado, Patricia Suárez se sale del molde. “¿Sabés lo que una psicóloga me dijo una vez? Que yo no tenía look de escritora. ¡Pero vení que te leo en griego!”, arenga al borde como si al contar construyera el diálogo de una comedia. Lectora compulsiva, no tiene tiempo –ni apariencia, según aquella terapeuta- para pertenecer a ningún club. “Es que vengo de afuera. Y no soy snob. Salvo alguna excepción, no me metí ni me peleé nunca con nadie, soy muy querida, gracias a Dios. El precio fue callarse y patear en el baño”, dice la rosarina, desde hace dos décadas en Buenos Aires, una ciudad que la recibió con las manos abiertas cuando vino en los primeros 2000 con su pareja de entonces, el dramaturgo Ariel Barchilón, padre de Alegría, de 18 años, su única hija.
En 2003, ganó el premio Clarín por la novela Perdida en el momento. El año anterior, había estrenado en el Patio de Actores la trilogía Las polacas, integrada por La Varsovia, que dirigió Laura Yusem; Historias tártaras, por Clara Pando; y La señora Golde, por Elvira Onetto, obras que podían verse por separado o en continuado. En aquel momento, mucho antes que en 2019 la telenovela Argentina, tierra de amor y venganza (ATAV) tratara el tema, fue una novedad ocuparse de la trata de mujeres de Europa del este, obligadas a ejercer la prostitución por la red mafiosa Zwi migdal, desbaratada en la década del treinta gracias a la denuncia de una de las víctimas, Raquel Liberman. A sala llena y dos años en cartel, Yusem le advirtió que “esto no pasa siempre, es por las chicas”.
El camino de Suárez no empieza en las artes escénicas sino en la narrativa. Nunca estudió actuación, no es actriz, no le interesa el escenario. Su lugar es el escritorio, entre papeles y libros, y la memoria de historias familiares, contadas especialmente por su madre y la abuela paterna, y de cualquier otra fuente adonde una anécdota banal pueda conducir a un nudo jugoso.
“Quería aprender a dialogar de manera convincente. Por eso me anoté en un curso de Mauricio Kartun, venía una vez por semana Buenos Aires, pero lo que me parecía iba a ser muy fácil, se complicó. Me di cuenta que no tenía nada que ver, un cuento es un cuento y la obra de teatro es la obra de teatro, me rompí la cabeza y pensé que nunca iba a poder pero seguí estudiando con él”, dice sobre su maestro teatral, como antes lo fue Hebe Uhart y su mirada marginal sobre las cosas: “De ellos aprendí de entrada que ‘el teatro no paga’ y que ‘las editoriales grandes te van a maltratar pero las chicas respetan tu libertad’, máximas que siguen vigentes. También considero maestra a Ana María Shua, no tomé clases con ella pero charlamos mucho”.
Muy prolífica en todos los géneros, es autora de multitud de obras de teatro varias veces organizadas en trilogías como si siempre necesitara contar más para completar un puzzle interminable: además de Las polacas, trilogías sobre el Nazismo y el Peronismo, con Leonel Giacometto; sobre historias rurales familiares (La tarántula, Natalina y El escorpión), entre otras. A cuatro manos, además de Giacometto, escribió con Adriana Tursi (En casa de Nora), María Rosa Pfeiffer (La bámbola) y Sandra Franzen (El corazón del incauto). La lista es muy larga y no faltan los unipersonales celebrados por las actrices protagonistas y por la crítica, como Nina, con Ana Padilla; La cajita de jaspe, con la recordada Susana Di Gerónimo; y La maldecida de Fedra, con Maiamar Abrodos y con Eleonora Wexler. Su producción de novelas y cuentos para todas las edades no se queda atrás: Un fragmento de la vida de Irene S., Esta no es mi noche, Álbum de polaroids, Historia de Pollito Belleza, solo por mencionar algunos títulos. No obstante esta amplitud de formatos, el nombre Patricia Suárez prevalece asociado al teatro:
“Creo que me fue bien en la dramaturgia porque venía de la narrativa. Sabía contar un cuentito mientras que la mayoría lo hacía desde la actuación. Me siento una loca diciendo esto pero a mí me da tanto placer escribir teatro. Los personajes son tan cercanos, se sientan ahí y te cuentan, te ponés en su lugar y no en el de una voz que narra, los siento como amigos”.
–¿Qué dice tu madre sobre tus obras y libros donde tanto has reflejado las historias familiares?
–Nunca vino a ver mis obras, mi papá tampoco, tampoco lee nada mío... algo al principio. Dice que para qué, si ella me lo contó todo y yo lo escribo distinto. Estuve un año peleada con ella por contar algo que no quería.
–¿No les gustó tu elección de vida?
–Estaba destinada al negocio porque soy la mayor. Mis padres eran comerciantes, ahora son jubilados, pero le debo a Carlitos Menem haber fundido la pequeña empresa porque si no seguiría allá y escribiría los fines de semana. Estudié Psicología cinco años pero quería escribir. Reconozco que en Rosario en ese momento no era un destino apacible para una hija escribir cuentitos, era como ser astronauta, estaba criada para tener una profesión tradicional o hacerme cargo del negocio. Cuando vieron que me iba bien, empezaron a ponerse orgullosos. Pasaron muchas cosas. Estaba casada hacía trece años, conocí a Ariel (Barchilón), me embaracé y me fui a Buenos Aires. ¡Mi vieja vivía a Lexotanil!
–Formás parte de la Colectiva de Autoras aunque no sos muy activa
–Les tengo mucho aprecio porque lo que hacen es necesario y mucho de lo que se consigue es gracias a que hay mujeres reunidas luchando por eso. No tengo paciencia para dedicarme. Me pasa esto: escribí sobre la trata de personas hace veinte años, sobre el aborto (El fruto), la homosexualidad femenina (Carmencita), muchas sin ninguna repercusión. Nunca necesité que me publicitaran con el feminismo, para mi ser feminista es parte de una mujer que escribe. En los primeros 2000, las autoras jóvenes éramos pocas y no era aún el momento del feminismo. He usado durante mucho tiempo seudónimos masculinos para que no desecharan de entrada lo que mandaba a concursos; o armaban una antología y la mayoría eran hombres. Creo en la igualdad y creo que las historias que contamos las mujeres incomodan mucho a los varones por eso los que dirigen teatros oficiales temen esas decisiones.
En el Teatro Nacional Cervantes, Suárez estrenó en 2005, Rudolf con Patricia Palmer y Luciano Correa, dirigidos por Dora Milea. Esa convocatoria la decidió a quedarse en Buenos Aires y no volver con su pequeña hija a Rosario. Esperaba que pronto el Complejo Teatral de la Ciudad también la llamara. Todavía no sucedió. “Nunca estuve en el San Martín. Hice los deberes, ‘el método’ de cada año llevar mis cosas y hasta pedir una cita con Jorge Telerman. Y nada. Ni siquiera un ‘esto podría ser para 2029’, nada. Me mandó a hablar con Eva Halac (directora del Regio) y nada; con Vivi Tellas (Sarmiento), ni te registra”.
–Ganaste premios del Instituto Nacional del Teatro, del Fondo Nacional de las Artes, de Argentores, varios Estrella de Mar, pero nunca te dieron un ACE...
–No. Continúo con la parte resentida. Nominaciones sí pero nunca gané. Afuera me va muy bien. Nadie es profeta en su tierra.
–¿Te parece que acá no te fue bien? En 2018 y 2019, según el sitio teatral Alternativa, fuiste la autora más representada en la Ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires.
–¡Sí! A nivel oficial, no. En el comercial, tampoco. Pero vale tanto que personas en lugares lejanos hagan una obra tuya, aunque eso no se publique en ningún lado. Porque esa gente cree en vos. Mucha gente que te elige y confía. Me siento muy popular por eso.
–Han dirigido tus obras Hugo Urquijo, Laura Yusem, Corina Fiorillo, Omar Aíta, Alejandro Ullúa, entre otros. ¿Vas a los ensayos, opinás sobre lo que ves en ese proceso?
–No. Porque vengo de la narrativa. No entiendo bien las partes del escenario, no me gusta verlos en jeans antes de vestirse de campesinos, no, le quita toda magia. A mí me pasa eso. Quizás, quizás, haría algún bien yendo a los ensayos. Hay veces que me sorprenden algunas lecturas que yo no hice y a favor; otras veces, es para el suicidio. Pero nadie hace tu obra para mal, puso tiempo y plata, lo eligió y no salió, bueno, no salió, esa es mi filosofía.
–¿Con qué directores estás tranquila?
–Bueno, con mi marido, Claudio (risas), con Corina (Fiorillo), con Sandra (Franzen), no erran nunca en la composición que yo quise hacer. No lo afirmaría pero es más fácil, creo, trabajar con mujeres, ven mejor los dobleces. A lo mejor si dirigiera mis obras, sería mejor porque tu palabra adquiere otra contundencia, sos vos. Pero no tengo paciencia… mejor me quedo de este lado del escritorio. ¿Sabés qué me gustaría? Tener una sala pequeña para programar mis obras y obras de mujeres que admiro. Por ejemplo, los del Cervantes, ¿por qué no me dan la salita chiquita que tienen para programar los miércoles a la noche? ¿O en la Ciudad?
Casada con el director Claudio Aprile pero sin convivencia (ella con su hija en San Telmo, él en Flores), durante los primeros meses de la pandemia se dedicó a la docencia online. “Me fue bien, tuve muchos alumnos, hablaba como un loro todo el día. Unos meses. Pero es raro. De golpe un tipo saca una pata de pollo de la heladera y la come ahí, no sé… Prefiero las clases particulares, de seguimiento de obra de a uno”, dice. Después se volcó a novelizar sus obras de teatro, tarea que le gusta y funciona “porque el teatro es como el padre o la madre de la novela, es la misma estructura aristotélica”, dice la dramaturga cultora de una escritura dramática tradicional: “Sí, me sirve pensarlo estructuralmente pero no niego que otros puedan escribir de otra manera”.
Centrada en la narrativa y no en el teatro (“porque es triste no saber si se podrá hacer o no”), pronto saldrá publicada una nueva novela, a pedido de la editorial Vera Romántica, con mucho humor –asegura-, sobre las actrices que a partir de cierta edad deben reciclarse y cambiar de vida. El título es Segunda chance y contó con la ayuda de la lectura capítulo a capítulo de Lucía Miranda, una de las novelistas románticas de la editorial, género muy poco valorado en el mundo literario pero que con el policial son los que mejor han soportado la caída de las ventas.
Dos proyectos más la involucran y no tienen que ver con el teatro sino con las series: uno es Anna Magnani y otras historias, seis capítulos cortos de 20 minutos, donde confluye animación y actuación, dirigidos por la santafesina Claudia Ruiz, basados en cuentos de amor “totalmente locos y ridículos”, siempre relacionados con una actriz del mundo del cine. La otra serie es una derivación más de las tantas que ha tenido la trilogía Las polacas.
“No me han dado un año de descanso gracias a Dios, siempre están haciéndose. Esta vez, se trata de un grupo rosarino, casi 30 actores que se juntaron, armaron un fideicomiso en la Bolsa y vendieron acciones para no depender del Incaa ni de todas esas tristezas del subsidio que no llega o no te lo dan. Ya empiezan a filmar, seis capítulos de media hora, dirigidos por Damián Ciampechini, con la historia de las prostituyas polacas más la mafia rosarina. Tuve que rehacer muchísimo”, dice la multiplicadora de muchos spin-off a la trama original. “Después viene Adrián Suar y en dos minutos te saca todo el público que acuñaste en veinte años”, dice acerca de la coincidencia temática entre sus obras y la telenovela ATAV, producida por Polka para ElTrece.
–¿Tuviste algún tipo de consulta?
–No, ninguna, nada. Lo único y lo agradezco es que en ese momento en la reseña de LA NACION, Pablo Mascareño escribió que el tema había sido tratado en teatro por Patricia Suárez. Me dio un gran alivio porque si no parece que se le ocurrió a Suar y a Carolina Aguirre (la guionista) y vos no exististe nunca. Cuando buscas en Internet Zwi migdal, aparece mi nombre. Cómo puede ser, ni una flor me mandaron. Imagino que Suar debe saber quién soy, creo. O la guionista no quiso que nadie más interviniera. Claro, cualquier tipo de reconocimiento hacia mí habría significado dinero.
–¿El proyecto rosarino de Las polacas adónde se vería?
–Están en negociaciones con la TV Pública para la emisión. El producto lo hacen todo ellos y quieren terminar de filmar cuanto antes, por las dudas se complique la situación sanitaria. Iban a tener una reunión con autoridades del canal, vía Zoom, justo el día que se encontraron los bolsos con la plata y se suspendió. Pero ya avanzará. En Rosario seguro se hará y se verá porque es nuestra historia, la historia de nuestra ciudad.
–¿Qué pensás sobre la relación del arte con la política?
–No creo que el nacionalismo esté bueno y menos para un artista, no creo en las causas. Aclaro, está bárbara la lucha, sí, pero no creo en bajar línea en el arte, es un lugar extremo y polarizado que les viene bien a los políticos polarizados. He tenido mi corazón en el Partido Socialista rosarino, trabajé con (Hermes) Binner pero no me interesa lo cerrado, lo que limite.
–¿Qué teatro te gusta como espectadora?
–El que me emociona. No me interesa la provocación, ni lo panfletario, estoy grande y sé donde buscar qué pensar y qué filosofía quiero. Pero sí que me emocione, que me muestre algo que no había notado, que me abra un mundo con ese cuento. (Rafael) Spregelburd -y no somos amigos ni nada- me parece perfecto cómo escribe. Y Mariela (Asensio) no entendés nada si la leés, pero ves la puesta y tiene una fuerza tremenda que me gusta. (Daniel) Dalmaroni me encanta cómo escribe. Con Susana Torres Molina queremos escribir juntas, hay una brecha pero tengo muchas ganas. Otras tienen mucho éxito pero no me gustan, no me pasa nada. No importa, es lo que me pasa a mí. Ahora estoy enamorada de la novela.
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