En el cierre del Lollapalooza, Kendrick Lamar contó su propia versión de la historia de la música negra
En la noche de cierre de la edición 2019 del Lollapalooza , Kendrick Lamar se las puso difícil a los que todavía sospechan que su status de superestrella es parte de los beneficios del hype. Igual que el de Arctic Monkeys, su show fue de una categoría distinta a la de todos los demás, tanto por las ambiciones de su planteo estético como por el vuelo artístico para conseguirlo. La gama de recursos de este excepcional músico nacido hace 31 años en Compton -un lugar bien picante de Los Ángeles- es apabullante: un flow versátil e hipervirtuoso, una banda de apoyo de primerísimo nivel que sabe reprocesar con inventiva la rica tradición de la música negra relacionada con la psicodelia (Parliament, Funkadelic, Sly & the Family Stone) y una puesta en escena deslumbrante. Todo combinado a la perfección en un espectáculo muy elevado.
A diferencia de otros de sus colegas del género, Lamar -un escéptico por naturaleza- descarta los delirios megalómanos y las extravagancias -su mayor exceso fueron unas lenguas de fuego que aparecieron intermitentemente durante el concierto- para concentrar toda la energía en un discurso que trabaja al mismo tiempo en varios niveles: sonido expansivo, recargado de referencias y relecturas; precisión milimétrica para cada juego vocal; y fuerte significado político en una lírica que por algo se transformó en la banda sonora del Black Lives Matter ("Money Trees", "m.A.A.d city"). Está claro que el músico también tiene plena conciencia de cómo la industria corporativa es capaz de reciclar a su favor los eslóganes más incendiarios y transformarlos en nuevos objetos de consumo. Y lo dice de manera explícita más de una vez.
En términos de imaginación musical Kendrick, juega en la liga de Kanye West, pero con una mirada más apuntada a las raíces del groove que al futurismo. Además, hace una apelación constante a la estirpe old school. Su impronta espiritual y sus alusiones al kung fu (materializadas en un par de cortos de animación proyectados en la enorme pantalla ubicada en el fondo del escenario) también pertenecen a una genealogía: un universo con huellas del Ghost Dog de El camino del samurai de Jim Jarmusch y el orientalismo de un venerable colectivo de la otra costa, Wu-Tang Clan. Cuenta en su propia lengua, a la vez reflexiva e irónica, esas historias de suburbio que, con herramientas diversas, ya abordaron los films de blaxploitation de los setenta y el gangsta rap de los noventa. Pero desde hace un tiempo (sobre todo en DAMN., su último álbum al día de hoy, bien representado en el repertorio del concierto del domingo en el Hipódromo de San Isidro: "ELEMENT.", "HUMBLE.", "XXX."), esos relatos pesados conviven con otros que reflejan concienzudamente las tensiones relacionadas con el éxito.
No hubo fisuras en esta presentación en sociedad en la Argentina del denominado "nuevo rey del hip hop": apenas un respiro para pedir un rato de silencio, solo perturbado por el sonido proveniente de un escenario aledaño, en homenaje a Nipsey Hussle, rapero de California, muerto en un tiroteo hace unos días. Antes y después de ese breve retiro espiritual fue todo magia, talento y energía. Un catálogo lujoso de lo mejor de la riquísima historia de la música negra de los últimos cuarenta años diseñado por un artesano brillante colado en la industria.
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