Lo engancho justo cuando vuelve de comprar almohadas. No hacemos Zoom, hablamos por teléfono. Tiene la voz clara, pausada, como si supiera que tomo notas y me diera tiempo. Es la tarde, la hora del mate.
–Valía 1.300 cada una, pero comprabas dos y te la dejaban en 800, y ahí nomás salimos corriendo porque las almohadas nuestras están viejas. Una vecina nos avisó, vayan, dijo.
Martín Echegaray Davies habla desde Trelew, donde hoy hace seis grados y mañana, según el pronóstico, cero. El clima siempre fue importante para él. Antes porque trabajaba en el campo, a la intemperie: reparaba molinos en la Patagonia. Para describir su trabajo él usa el término jagüelero, lo tomó del Martín Fierro. Y después porque emprendió una caminata a Alaska y todos los días miraba dos cosas: la ruta a seguir y el clima.
Lo voy a contar simple y directo. El 31 de octubre de 2017, con 60 años, Echegaray arrancó un viaje a pie de Ushuaia a Alaska. No sabía cuánto tardaría, pero tenía la firme convicción de caminar hacia el norte. Con brisa apacible, calor de fuego, vientos endemoniados o frío de veinte bajo cero, el objetivo era claro y la voluntad, de titanio. Antes de salir le puso un nombre al plan: Caminata Las 3 Américas, y abrió una página de Facebook.
En Halloween de 2017, el patagónico torció su biografía: dejó de ser un hombre que planta o arregla molinos para convertirse en un loco que va a pata hasta Alaska, un tozudo, un caminante.
En el viaje usó zapatillas reforzadas –cinco pares– y arrastró un carro, el carricatre pilchero, de doscientos kilos. Ahí llevaba ollas y sartenes, ocho litros de agua, latas de comida, pinzas, llaves para cambiar ruedas, lo que necesitaba para avanzar varios días en la estepa donde no hay kioscos ni gomerías. O en la selva o en las cordilleras de Colombia. La mayoría de las veces no usaba la vajilla porque la gente lo invitaba a comer, pero él se sentía seguro con el carro a tope de cosas.
En la soledad de la naturaleza, Echegaray domó los demonios propios y al viento, y se hizo fuerte. A medida que pasaban los meses, sus piernas ya no parecían de carne y hueso. Eran los yunques de un mutante que seguía una receta antigua y básica: poner un pie delante del otro. Caminar como caminaron nuestros antepasados. Caminar para ver más allá. Caminar para aclarar los pensamientos y para olvidar.
"La libertad cuando se camina es la de no ser nadie, porque el cuerpo que camina no tiene historia, tan solo un flujo de vida inmemorial. Así, somos un animal de dos patas que avanza, una simple fuerza pura entre grandes árboles, apenas un grito. Y, a menudo, caminando uno grita para expresar su presencia animal recobrada", escribe el filósofo francés Frédéric Gros en su libro sobre caminar Andar, una filosofía.
De Buenos Aires a Alaska hay unos 14.000 kilómetros en línea recta, pero el patagónico le agregó un detalle patriótico: pasar por las capitales de provincia argentinas, y eso sumó 4.000 y muchas entrevistas en diarios, radios, televisión y web. En cada capital visitaba la oficina de turismo para que un empleado firmara y sellara su diario-bitácora. Necesitaba dejar constancia porque quería registrar su hazaña en el Guinness. Les escribió cuando comenzaba el viaje y no le respondieron. No le importó. Anotó la dirección de la sede en Bogotá y siguió juntando material. Cuando pasara por ahí iría a tocar la puerta.
Como El hombre que camina, la escultura de Alberto Giacometti, Echegaray iba hacia el futuro a gamba.
Pasó el tiempo. Pasó una lluvia de meteoritos en el desierto peruano y varias fronteras, todas las de América Latina y una en América del Norte. Pasaron 23.000 kilómetros, 14 países y un continente de anécdotas. Hace menos de dos meses aterrizó en Ezeiza con barbijo y máscara facial. Nadie lo esperaba para vitorearlo. En Retiro tomó un ómnibus y viajó un día y medio hasta sus pagos. En el micro, un pasajero lo reconoció. En el viaje no solo había cumplido años, se había hecho popular. Una de las hijas le pidió a un amigo, Denis Torres, que le pintara un mural frente a la casa, y ahí está: Martín Echegaray camina con su carro en un atardecer en llamas. Se ve el mapa de América en primer plano y un molino a lo lejos.
Llegó. Está en su casa con su mujer, sus hijas, nietos y una bisnieta nueva. Volvió después de caminar dos años y dos meses y de pasar ocho meses parado en Fargo, Dakota del Norte. Lo frenó el coronavirus. Tuvo que parar porque el mundo se había detenido.
–¿Se cansaba de esperar?
–Yo soy un animal acostumbrado a lo que venga. ¿Entendés? Sabía que había que esperar y listo.
Y antes sabía que había que caminar y, también, listo. A veces habla o actúa como si en vez de humano fuera Transformer.
–Yo soy un trabajador nomás, no tengo hábitos de personas de ciudad. No soy como los que hacen trekking y después tienen que elongar. Yo no tengo drama, no soy de esos. Hay que caminar, camino; hay que esperar, espero.
Ya caminó y esperó. Pasó el tiempo. Ahora está en su casa y mañana le sacan una muela.
Todo tiene una historia, ¿querés que te la cuente?
–Sí.
Me lo pregunta porque quiero saber cómo terminó en Fargo, el pueblo donde esperó ocho meses. Todo empezó un día helado de enero, el ocho exactamente. Él caminaba, como el día anterior y el anterior. Caminaba con gorro polar y el bigote escarchado por un paisaje blanco.
La nieve había caído sobre la ruta y no se distinguía el asfalto. El espacio que lo rodeaba era blanco como me imagino que debe ser Alaska.
Un par de policías se acercó a decirle que no circulara, por precaución y por frío. Pero él los convenció de que sabía lo que hacía y lo dejaron seguir. Alrededor de las ocho de la mañana una mujer paró el auto para decirle que no siguiera. No con este clima helado. Please, mister, stop. En la tarde habría nevisca y sería realmente peligroso. Podía morir de hipotermia. Echegaray, que debía tener la mente en blanco-Alaska, le dio las gracias por la preocupación y continuó.
A medida que pasaban las horas el frío era todavía más frío y, tal como había dicho la mujer, empezaron el viento y la nevisca. La carpa que había comprado en Houston era para -16 pero hacía -20. ¿Resistiría? ¿Viviría para subir las fotos al Facebook? Sus seguidores lo alentaban y le mandaban likes, aplausos y bendiciones.
Al clima hostil le ponía el pecho parido en la estepa áspera de Chubut. Cortaba el viento con el cuerpo y avanzaba. El norte lo llamaba.
–¿No le daba miedo?
–Si me da miedo me quedo en mi casa. Yo iba preparado para aguantarme lo que sea.
A eso de las cuatro de la tarde la mujer que se había acercado en la mañana volvió y le dijo que había contratado una camioneta con un tráiler para llevar su carro y que ya le había reservado un hotel, la cena y el desayuno. ¿Cuál de esas tres palabras lo convenció? ¿O fueron las tres? Esa noche durmió en un hotel con calefacción mientras afuera nevaba.
¿Le salvó la vida esa mujer de la que hoy no se acuerda el nombre? (Lo tiene anotado).
–Era una mujer jubilada que iba con una amiga y el marido de la amiga, eso sí te lo puedo decir.
Después de esa noche el tiempo empeoró. Me mandó la captura de pantalla de su celular: -32. A la mañana siguiente, la mujer lo pasó a buscar y lo llevó a la puerta de la iglesia de Rollie. A él, que mejor ni le nombren a Dios. A él, que cree en lo que ve. Fargo. Far go, en inglés, llegar lejos.
Rollie Johnson es un pastor laico que sería crucial en su espera. Le consiguió un hotel y una casa, después otra y luego un departamento que se alquilaba por Airbnb, pero con el Covid no había turistas, así que podía quedarse.
–Tenía servicio de limpieza y podía lavar mi ropa. Acá en cambio tengo que estar limpiando porque si no mi esposa me caga a pedos. Ahora, por ejemplo, hablo con vos y estoy barriendo.
Martín Echegaray Davies es descendiente de los primeros galeses que llegaron a la Argentina en el barco Mimosa con Lewis Jones, en 1865. Este año se cumplieron 155 años del desembarco. Venían de Liverpool en busca de un territorio donde practicar su religión y tradiciones con el aval que no encontraban en Gran Bretaña. Tendrían que haber llegado a Rawson, pero recalaron en Puerto Madryn, la Patagonia desolada y seca. Lo primero que hicieron fue salir a buscar agua, necesitaban un río que regara sus cultivos, un valle donde establecerse. Partieron de la forma que sabían: a pie. En el camino seguro que hubo canto porque los galeses caminan cantando. También hubo enfermedad y muerte, pero lo lograron: encontraron el río Chubut y volvieron para avisarle al resto que había un lugar.
Los bisabuelos de Echegaray venían en ese barco y él se siente profundamente galés. Hace ocho años hizo otra caminata, la previa de esta. Con otros descendientes de galeses caminaron esos setenta kilómetros hasta el agua. Pero Echegaray no se conformó: según él había que hacer "la gesta". Eso significa: encontrar el agua y volver para avisar del hallazgo, el doble de kilómetros. La última parte la hizo solo. Se iba acostumbrando a la soledad.
En otra caminata, en la estación de servicio de Tecka, conoció a Claudio Manzolillo, un geólogo petrolero mendocino que vive hace cuarenta años en Houston, Texas, y tiene una mujer de ascendencia galesa, Ana María Hughes; para agregar coincidencia, prima de varios amigos de Echegaray. Todos los años Manzolillo viene al sur. Ese año volvía de Chile y se detuvo en esa estación de servicio.
Echegaray había parado porque se le había pinchado una rueda del carro que arrastraba en ese momento. Se saludaron, intercambiaron parentesco y Manzolillo lo ayudó a cambiar la rueda. Terminaron hablando de los galeses y quedaron conectados. Cuando Martín anunció su Caminata Las 3 Américas Manzolillo decidió apoyarlo.
–¿Cómo? –le pregunto por teléfono y responde desde una casa de Houston (de fondo se escuchan pajaritos).
–Lo ayudé con los mapas. Lo importante para Martín era la ruta más directa y menos onerosa en esfuerzo personal porque tenía que tirar del carro. Le miraba la topografía y le trazaba más o menos el camino buscando la ruta menos transitada. Él lo consultaba con los camioneros, que son los que más saben, y tomaba la decisión final.
También le preparó una carta de presentación en inglés donde decía quién es, qué hacía, cuándo salió, cuál es su objetivo. Al final estaba el nombre de Manzolillo, el mail y el teléfono. Echegaray la imprimió, la plastificó y la pegó atrás del carro.
–Más de una vez me llamó la policía. En Estados Unidos cada estado tiene sus regulaciones. Por ejemplo, desde Texas se fue caminando por la autopista –está permitido– y en Oklahoma hizo lo mismo y lo paró la policía. Me llamaron y me pidieron que le explicara que eso no se podía hacer y que tendría que ir por colectora.
Cuando Martín pasó por Houston Manzolillo estaba en Argentina, pero le consiguió la casa de un coterráneo de Trelew para que se quedara. Y también promovió el agasajo en la Casa Argentina de Houston, una cena para unas 15 personas a la que asistió el cónsul Gabriel Volpi.
Me enteré de la caminata de Echegaray hace dos años. En ese momento estaba escribiendo un libro sobre caminar y me pareció que caminar con alguien que hacía una caminata a lo grande sería el mejor plan. Le escribí por Facebook, su base de operaciones, y me contestó más rápido de lo que pensaba. Esa misma noche dijo que sí, que podía caminar con él cuando quisiera. Fue tan fácil que me asusté y no lo llamé por algunos días. Finalmente hablamos y, unos meses más tarde, cuando él andaba por Tucumán, viajé hasta ahí solo para caminar con él.
Caminamos tres días por el norte de la provincia, Ruta Nacional 9, desde la capital hasta el límite con Salta. Es un camino de la red del Mercosur, muy transitado, en esa época por camiones cargados de limones. Cada tanto encontrábamos algunos caídos en la banquina y los juntábamos. También había botellas chicas de ginebra Tres Plumas, partes de muñecos –recuerdo una cabeza y una pierna–, florcitas mínimas y hermosas, bolsas que se enredaban en el aire como la de Belleza americana, basura que cedía cuando los pueblos quedaban atrás.
El método Echegaray es caminar por la banquina. Como dicen en el campo, despacito y por la costa como sulky sin patente. Camina con el carro a menos de un metro de las ruedas de los camiones altos como edificios que pasan rapidísimo. Durante los primeros kilómetros que hicimos juntos, el sonido de la velocidad me rayaba los oídos. Era tan fuerte que sentía que de un minuto a otro me sangrarían. También sentía que terminaríamos aplastados y con las tripas al aire como los zorrinos. Pero hice como él y me aguanté y seguí adelante.
Un día habíamos caminado 30 kilómetros, pero según su cronograma era poco. En geografías planas, camina cerca de 40 por día. Había atardecido y las ondulaciones del terreno dificultaban el paso. Los camioneros nos llamaban la atención con las luces largas. ¿Qué habrán pensado? Que éramos linyeras, unos crotos que buscaban dónde quedarse esa noche. En una cuesta pasamos frente a un cartel de ruta que decía Virgen de Luján y, abajo, "protégenos". En vez de rezar puteé fuerte y a los cuatro vientos como las salidas de ventilación. Total, nadie me escuchaba.
Arrastrar el carro hacía que le costara más caminar, entonces Echegaray no se desviaba para conocer un pueblo porque después tenía que regresar y perdía fuerza y tiempo. Dormía ahí nomás, a unos metros de la banquina.
–Yo no vine a hacer turismo –me dijo ni bien nos conocimos–. Yo estoy haciendo un rally, eso quiere decir llegar a Alaska en el menor tiempo posible.
Cuando empezó la caminata se le ocurrió una idea: hacerse una selfie con la gente que lo cruzaba y le pedía una foto. Con el paso de los meses, sumaba fotos y más fotos con desconocidos. Él siempre serio, prolijo. El bigote recortado, con camisa, corbata y una boina vasca con pines. Los desconocidos sonreían y al día siguiente se buscaban en el Facebook de Martín y se convertían en seguidores.
Cada noche, después del camino, en un galpón o en la casa de algún anfitrión, subía las fotos a su página y llovían likes, corazones y tríceps de ¡vamos! ¡fuerza! Cuando no daba señales de vida, los seguidores se preocupaban y hablaban entre ellos: ¿alguien sabe algo de Martín? Hace días que no aparece, sus parientes por favor podrían informarnos.
Durante sus años de caminata lo seguí a través de las redes. Supe que en Bolivia se apunó y tuvo que hacer un tramo en auto. Supe que en Bogotá fue a la oficina de los récords Guinness y se habían mudado de país. Mandó 600 archivos con pruebas de su caminata y nunca le respondieron los correos. Supe que perdió dos celulares y que una vez tuvo que parar unos días porque le dolían los pies. Supe que en Río Bravo, en el estado de Tamaulipas, pasó un mes y diez días en la casa de Cecilia Flores y su marido Antonio esperando que le saliera la visa para cruzar a Estados Unidos. Supe que un periodista contó las selfies que se sacó con los que lo cruzaban: 1.718. Supe que al cruzar la frontera no tuvo problemas con el inglés porque había tantos latinos que hablaba español. Supe que en Nebraska lo llevaron a conocer el museo de la inmigración galesa y se emocionó al ver que usan molinos de agua, como acá. Supe que invitó a su mujer a que esperara con él en Fargo y que le dijo que no. Y supe, porque me lo contó, que la hamburguesa de Estados Unidos le pareció la "porquería más grande que comí porque eso no es carne picada, es una pasta como el paté de foi". Tampoco le gustaron las salsas y las mezclas ("Son capaces de ponerle chimichurri a una manzana, ¿entendés lo que te digo? Mezclan todo").
La caminata trascendió su figura y empezó a ser un poco de todos. Los seguidores se identificaban con el esfuerzo descomunal de un ser humano como ellos, como nosotros, que se había propuesto una meta que parecía imposible y la estaba cumpliendo. Cada seguidor que lo recibía en su casa –los motociclistas lo incluyeron como uno más y formaron una red de contención– y le daba de comer y le ofrecía un colchón para descansar, le agradecía su constancia. Algo así como si usted puede con esa carga yo tengo que poder con la mía. Gracias por hacérmelo ver.
Una vez, al irse de una casa, una mujer le dijo que sentía que había recibido a Jesús. Un maestro en crear comunidad, aunque diga meyenyer en lugar de Messenger y le cueste editar videos.
–¿Cuántos seguidores tiene?
–En Facebook tengo cierta de clase de seguidores, en YouTube otros. En total ya pasaron los 77.000 pero hay que ver si están mezclados.
En un momento de la caminata Claudio Manzolillo le creó un Gofund para recaudar dinero antes de que lo necesitara. Por si se enfermaba –no tenía seguro médico– o debía volver por alguna razón de fuerza mayor. Eso no sucedió, pero el dinero –3.740 dólares– sirvió para sacar el pasaje de vuelta. Pagará, también, para el traslado del carricatre, que viajó en camión de Fargo a Houston y ahora espera en un cajón de madera que se destraben los trámites aduaneros que lo devolverán al país.
El cajón lo construyó Tom Smith, un bicicletero de Fargo que también le prestó a Martín una bici para pasear. También pasaba mucho tiempo haciendo videos para calmar el ansia de los seguidores. Carne para las fieras: nutrición animal. Un día le escribieron para reclamarle los derechos de autor de la música de los videítos que subía y que tenían miles de views.
–Tuve que cambiar la música de 33 videos. Para hacerlo me pasé una semana aprendiendo cómo hacerlo.
Los seguidores le piden que escriba libros, que siga contando su viaje, que haga más videos.
–Me he puesto ya como cuatro veces y llego a algo que no me sale y tengo que volver a estudiar y me queda un video por la mitad.
Desde que volvió a Trelew quiere irse a Dolavon y a Gaiman a filmar y mostrarles su tierra a los seguidores en distintas partes de América y del mundo, pero en Chubut la cuarentena es estricta y no puede salir de la casa.
El hombre que caminó demasiado ahora está sentado en una silla.
El ocho de enero de este año amaneció con tormenta de nieve y mucho viento cuando sonó el teléfono de Rollie Johnson. Él lo ignoró creyendo que se trataba de alguna promoción. Pero dejaron un mensaje y lo escuchó: era Bathya, la jubilada que había pagado el hotel, la cena y el desayuno de Martín. Había conseguido el teléfono de Rollie porque sabía que hablaba español. Le decía que en un rato estaría en la iglesia con el hombre que caminaba por la ruta o sería hombre congelado.
Rollie Johnson es pastor laico en la Primera Iglesia Luterana de Fargo, aunque vive en Moorhead, del otro lado del río Rojo, en Minnesota. Ronda los sesenta años, toca la guitarra durante el servicio, prepara y da el sermón y es un referente de una iglesia con más de cinco mil miembros. Escribió dos libros: Paying Attention y Paying Attention II, ambos tienen que ver con prestar atención a la presencia de Dios en lo cotidiano. Y Martín ¿no era, acaso, una prueba?
Además de ser un hombre de fe ("Jesús es mi salvador"), Rollie se define como un hombre de los bosques: escala en roca, sale en bote, va de campamento con sus hijos y organiza excursiones para los miembros de la iglesia. Comparte con Echegaray el espíritu de aventura.
Fargo está a 250 kilómetros de la frontera con Canadá. En ómnibus son unas dos horas y media, caminando: cinco días. Aunque la capital del estado de Dakota del Norte es Bismark, Fargo es la ciudad más poblada con unos 200.000 habitantes. Integra lo que se conoce como las planicies centrales de Estados Unidos. Es una zona agrícola donde se cultiva remolacha azucarera –una variedad de remolacha de la que se extrae azúcar para industrializar–, maíz, porotos, soja y trigo. Son territorios planos y fértiles, una pampa, la geografía que les da coraje a los vientos para que sean extremos. En la televisión, además de la temperatura, hablan del wind feel factor, algo así como la sensación térmica del viento.
Entre Argentina y Fargo hay dos horas de diferencia (nosotros vamos adelante). Quedé en hablar con Rollie a las cuatro de la tarde, antes de su clase de taekuondo. Apenas suena y responde. Está entusiasmado, tiene ganas de hablar de Martín.
Primero me pregunta él: quiere saber sobre el clima, y le cuento de la primavera, los brotes en los árboles y las azaleas explotadas de fucsia. Después, cuenta de su otoño amarillo, de los días que se acortan, el frío en el horizonte, y del coronavirus, que sigue bravo. Habla muy buen español, su mujer Ady Pinto es mexicana, debe ser por eso. Se conocieron hace treinta y un años en Puerto Vallarta y para conquistarla él miró novelas mexicanas ("Los ricos también lloran", ¿la conoces?").
–¿Practicás con ella?
–Oh, no, ella no me tiene paciencia. Yo soy metiche, hablo con todo el mundo.
Todos los años, desde hace veintidós, va de misión a Yucatán, México, donde durante doce días se dedica a construir viviendas o a algún proyecto solidario. Cuando termina pasa por la playa y vuelve a uno de los inviernos más crudos del mundo.
–Mi señora está superceloso a mí porque yo estoy disfrutando de la brisa mexicana y ella está encarcelada con fiebre de cabaña.
–¿Fiebre de cabaña?
–Oh, es una frase muy común aquí por los inviernos duros, la gente no puede salir.
Al recibir el llamado de Bathya, la mujer que rescató a Echegaray, Rollie le dijo ok, que lo llevara a la iglesia aunque no sabía con qué se encontraría. Dios aparte, el patagónico le cayó bien enseguida.
–¿Por qué?
–Porque no necesita muchas cosas para estar contento. Tiene la risa fácil y cuando le pregunto las dificultades del viaje, niega con la cabeza y dice: "No, no, no hubo muchas".
Rollie lo presentó en servicio del domingo y contó sobre el viaje de miles de kilómetros. Invitó a los fieles a chequear la información en la página Caminata Las 3 Américas. Terminó el speech contándoles que el frío intenso de Dakota del Norte había sido lo más duro en el viaje del caminante. "Pueden sentirse orgullosos, queridos north dakotan y minnesotan, sepan que no estamos solos en nuestra miseria. Martín ha cruzado infinitas cadenas montañosas, selvas húmedas, valles profundos y desiertos extensos y nada puede compararse con un invierno en nuestras praderas del norte". Evidentemente sabía por dónde entrar.
–Trabajo en una iglesia grandote y mandé un email a los miembros con la siguiente pregunta: ¿quién puede proveir un lugar para quedar Martín unas semanas?
También escribió un artículo para la revista de la iglesia donde hacía brillar la decisión de Echegaray de vivir una aventura a los sesenta años: "Martín le dijo sí al crecimiento, a aprender, a renovarse a y la aventura. Ese es el camino a seguir. ¡Amén!". Con veinticinco años de experiencia en la iglesia, Rollie tocó el corazón de los fieles y las puertas de las casas de Fargo se abrieron para Echegaray como si fueran automáticas. Hubo cama caliente, cenas, almuerzos y dinero. Hasta le pagaron un hotel. Cuando el gerente conoció su historia lo invitó a quedarse una semana. Después un hombre dijo que él se hacía cargo, después una mujer y así varios vecinos le pagaron más noches.
–Costaba 117 dólares por día, sacá la cuenta de cuánta guita se tiraron. Yo no soy un tipo de plata y no me gusta gastar inútilmente la plata de los demás–dijo Martín desde Trelew.
Lo segundo que hizo Rollie –con ayuda de Claudio Manzolillo desde Houston– fue convencerlo para que se quedara por lo menos tres meses en Fargo por una razón: para no morir.
A mediados de marzo, estaba listo para volver al ruedo. Alistó el carricatre y empezó a caminar a Pembina, la frontera con Canadá. Cuando llegó se enteró de que le faltaba un documento y no pudo cruzar. Entonces estalló el Covid. Las agencias de migraciones cerraron, el mundo se volvió incierto y Alaska se convirtió en una sortija imposible.
Echegaray no se dio por vencido y se quedó varios meses más. Le dio tiempo al corona para que pasara. Esperó y esperó, pero no pasó.
–Estaba convencido de llegar a Alaska –dice Rollie antes de despedirse para llegar a tiempo a su clase–. Él es ¿cómo se dice? obstinadou como mula.
–¿Le quedó una espina, Martín?
–No, yo creo que realicé lo que quería, que era caminar mucho. Pensaba llegar a Tok y, si podía, a Caballo Muerto, el fin de la carretera. Pero igual me siento satisfecho.
–¿Le gustaría volver alguna vez y tocar la meta?
–Eso no se sabe, quizás tengo la suerte de que me invitan y me voy.
–¿Va a seguir trabajando como molinero?
–No, ya no tengo la fuerza de los cuarenta años. Yo soy técnico constructor y hago mantenimiento de vivienda: puedo arreglar un vidrio, cambiar una cerradura, instalar circuitos eléctricos.
–¿Qué otra caminata le gustaría hacer?
–La Muralla China, India. Como te dije antes, para achicarse hay tiempo.