El viejo roble: Ken Loach ubica en un pub inglés su más reciente fábula sobre los valores y el cinismo contemporáneo
Cierre de la trilogía que comenzó con Yo, Daniel Blake y Lazos de familia, el film ambientado en el norte británico, acechado por la ruina económica, el desempleo y la xenofobia busca respuestas tradicionales a problemas actuales
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El viejo roble (The Old Oak, Reino Unido/2023). Dirección: Ken Loach. Guion: Paul Laverty. Fotografía: Robbie Ryan. Edición: Jonathan Morris. Elenco: Dave Turner, Ebla Mari, Claire Rodgerson, Trevor Fox, Chris McGlade. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 113 minutos. Nuestra opinión: buena.
A sus 88 años, Ken Loach se ha consolidado, aun con sus altibajos, como uno de los últimos exploradores de la Inglaterra escondida, aquella olvidada en los relatos de prosperidad e integración. Sus personajes habitan en las regiones periféricas, en zonas mineras o industriales del norte que en los tiempos que corren han quedado como huecos de la historia oficial. Y si bien su cine asoma más declamativo y subrayado que el de su compañero de generación, el gran Mike Leigh, ambos interesados en la realidad social -Loach desde el documental; Leigh, desde la impronta teatral-, sigue insistiendo con sus máximas: solidaridad, fuerza y resistencia. Tal reza el estandarte de los protagonistas de esta nueva historia de encuentros posibles, de salvaciones conjuntas.
En un poblado costero del condado de Durham, al noreste del país, las cosas no están nada bien. La pobreza, la desocupación y las tensiones sociales, persistentes desde hace años debido a la desaparición de la explotación minera y la ausencia de empleo sustituto, se agrava con la llegada de colonias de refugiados a la zona, depositados allí por las autoridades del gobierno. Para la mirada de los locales, los extranjeros son destinatarios de una caridad que ellos no reciben y los brotes de xenofobia no tardan en propagarse.
El eje del relato es TJ Ballantyne (Dave Turner), un hombre solitario que regentea el pub “El viejo roble”, refugio de bebedores que encuentran en ese salón descascarado su última pertenencia. Pero TJ también colabora con la asistencia social a los recién llegados y poco a poco entabla diálogo con Yara (Ebla Mari), una joven siria refugiada allí con su familia luego de la desaparición de su padre a manos del islamismo. Una amistad que reconcilia a TJ con sus recuerdos, a través de la fotografía y del espíritu solidario que resiste en el pueblo, pero que también coloca a “El viejo roble” en el centro de la disputa.
Loach confirma que le importa más lo que dice que cómo lo dice, y el descuido de la estructura formal de sus películas es quizás el único punto a favor de sus detractores, aquellos que vislumbran bajo la apariencia dramática un precario equilibrio entre el compromiso civil y el discurso político. Pero Loach es más que eso, pese a la previsibilidad de su andamiaje narrativo, a veces demasiado preocupado en propiciar la reflexión del espectador que en confiar en su capacidad para alcanzarla. Y es más que sus evidentes intenciones porque es capaz de construir personajes loables, que habitan más allá de la pantalla, de dotarlos de una humanidad dolorosa, sufrida, endurecida. Eso es TJ, cabizbajo frente a la barra y las bocanadas de odio disimulado que a veces expulsan sus conciudadanos, muchos de ellos amigos de toda la vida. Sus angustias asoman en su mirada, y sus únicas alegrías provienen de su perrita Marra, de providencial aparición y destino, y ahora de Yara, esta amiga inesperada que renueva su fe en la humanidad.
El viejo roble cierra una trilogía sobre asuntos contemporáneos –escrita junto a Paul Laverty- inaugurada con Yo, Daniel Blake (2016) sobre las penurias de los pensionados, seguida por Lazos de familia (2019), sobre la precarización del empleo, y clausurada ahora con la situación de los migrantes.
Este cine crepuscular de Loach exige, aún más que su obra previa, un salto de fe: quizás no el mismo que nos demandan los directores más audaces en las formas, como los ha tenido el cine inglés en su etapa glam, con Nicolas Roeg o Ken Russell. Nos exige la creencia en esa humanidad presente tras el andamiaje de la ficción, en la validez de sus historias, aún enredadas en alguna explicación de más, pero que sacuden toda comodidad, toda cínica afirmación de una conciencia social sin que los actos sean revisados.
El itinerario de TJ, impregnado de una compasión tan extraña estos tiempos, es quizás aquel al que nos invita la película, el que nos convence de seguir pese a todo escepticismo.
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