El trueno musical de Chaliapin
Esta semana se cumple el aniversario del nacimiento de un personaje musical integrante de un grupo de intérpretes que se mantuvo al margen del promedio, gracias a una actitud artística insumisa y fuera de molde. Se trata del bajo ruso Fedor Chaliapin, que nació en Kazán el 13 de febrero de 1873, el mismo año que el memorable tenor italiano Enrico Caruso, caprichosamente marcado con similares características.
Los comportamientos de estos artistas, contribuyeron al crecimiento de una mitología que los separó del resto de sus colegas y los convirtió en una especie de seres semimágicos. Categoría que, por cierto, en el mundo fantasioso de la ópera no resultaba nada extraña.
Con sus diversas peculiaridades, también María Callas, Jussi Bjorling, Arturo Toscanini, Plácido Domingo, entre no muchos otros, responden a esta clasificación. Aunque como enriquecedores del interés musical tienen en común la cualidad de ser el número uno en su especialidad, muy por encima de sus colegas.
Sin embargo, los une cierta condición que Chaliapin describió con meridiana claridad. Una vez que le ofrecieron papeles en obras del bel canto, dijo: "Pensé en los magníficos cantantes que conocía, tan bien preparados que podían cantar piano o forte, pero que entonaban notas sin asignar importancia a las palabras".
Fuera de que cada uno de estos artistas tan excepcionales luce medios vocales muy valiosos, originales y bien diferenciados en la historia del canto, otra de sus particularidades es la intensidad de su expresión dramática. Sería imperdonable que el Boris Godunov de Chaliapin, con sus acentos emocionales, no figurara en todas las antologías de la escena operística. Otra omisión histórica se produciría si no se abriera espacio especial a sus dos films, Iván el Terrible, la película muda de 1915 dirigida por Alexander Ivanov-Gai, y Don Quijote, de Pabst (1933), con la estremecedora confesión que hace el hidalgo en su agonía.
La voz de Chaliapin era un grito entonado por un bajo que medía más de 1,90 metros de altura y hacía parecer más pequeños a los integrantes del elenco de su entorno escénico. Era hiperactivo y todo lo que sucedía en el sitio en que él estaba merecía su opinión. Por lo general, lo asistía razón. Pero sus intervenciones estremecían a los presentes. Porque su voz sonaba como un trueno que hacía temblar las paredes.
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