El show que Truman nunca quiso disfrutar
"The Truman Show" ("The Truman Show", EE.UU., 1998), presentada por UIP -Paramount-, en inglés. Guión: Andrew Niccol. Fotografía: Peter Biziou. Música: Burkhard Dallwitz, Philip Glass. Diseño visual: Dennis Gassner. Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris, Laura Linney, Noah Emmerich, Natascha McElhone. Dirección: Peter Weir. 102 minutos.
Nuestra opinión: muy buena.
El hombre puede vivir preso a causa de muchas circunstancias: de sí mismo o de la presión de otros. Truman Burbank descubre un día que ha vivido preso treinta años de un programa de televisión del que es protagonista: la cámara, que lo mostró al nacer, tampoco tiene escrúpulos si debe registrar su muerte. Esa vez llega a Truman la conciencia, gracias a que se desatan en él unos recuerdos y sueños imprevistos. Antes, su productor, Christof, el creador del programa, dijo de Truman que "no tiene libreto: es una vida".
El resultado de esta realización del australiano Peter Weir es muy inquietante, su forma de alegoría tiene gracia y fuerza y lo acompaña una apreciable belleza plástica. Creer que sólo trata sobre la sociedad contemporánea sometida por los medios de comunicación sería minimizar el humanismo romántico de un héroe múltiple en contenidos.
La realidad de Truman es vista desde los objetivos de cinco mil cámaras estratégicamente colocadas. El artificio sirve para instalar la acción en un punto de vista variable, casi siempre ajeno a la mirada natural del cine y habitualmente forzado. La enunciación se multiplica de ese modo en un discurso deliberadamente impertinente. El comienzo es fragmentario y unos títulos extravagantes -en realidad, los del programa, el "Truman Show"- reemplazan a los de la película: los fragmentos no le impiden al espectador atar cabos de a poco y llegar algo antes que Truman (Jim Carrey) a la conciencia de la construcción, una telenovela eterna, en la que ha sido alojado.
El formato expresivo, según señalamos, es el de la alegoría, con su retórica de las semejanzas tácitas en la correspondencia entre ideas e imágenes. El mérito de Peter Weir es sostener el procedimiento sin que se le agote. Otra valía de la realización es la vuelta del director a un estilo del que, hace años, cuando se estrenaron sus singulares realizaciones australianas "Picnic en las rocas colgantes" (1975) y "La última ola" (1978), decíamos en esta misma página que vienen impregnadas de una atmósfera que late fuera de la realidad y que crea la sensación de que los hechos desarrollan un clima que flota más allá de la capacidad del hombre para torcer su conducta a voluntad.
Mientras allí los personajes se sumergían en la niebla mágica de lo desconocido para gozarlo, en "The Truman Show" el protagonista quiere retornar de la voluntad enajenada al propio arbitrio. La realidad figurada le ofrece finalmente una puerta de salida, pero Truman sabe ya que si la escoge irá a parar a un mundo que carece de salidas, aunque el film no lo diga literalmente.
En su recorrido por la ciudad, tan aséptica como una maqueta, Truman huye hacia ninguna parte. La realidad se halla al otro lado de los televisores, donde multitudes siguen su desconocida pero previsible andanza de muchacho feliz y conducta previsible, hasta que deja de serlo. El único horror de Truman al vacío se produce cuando advierte detrás de los brillantes objetos los gastados forillos de un estudio de TV.
La espléndida coherencia de la realización consigue que la estructura narrativa del film desnaturalice la linealidad artificial ni bien Truman entra en crisis y se produce la emergencia de los puntos de vista ya citados. Hay que hacer elogios de Jim Carrey, que aporta su cara de estropajo y la dentadura de cotillón.
El trabajo de Weir, calculado al milímetro, no se niega a la emoción y hay momentos en que el espectador acompaña generosamente la manipulación de los sentimientos, a pesar de que, contrastantes, el productor, Christof, se hace oír para endulzar el momento y la voz figurada del director, Peter Weir, para distanciarlo.
Cuatro espacios
El film construye por lo menos cuatro espacios artísticos: 1. el del productor-creador del "Truman Show", un formidable Ed Harris (Christof, nombre más que elocuente), con la felicidad frankensteiniana de su criatura; 2. el de Truman, con su lugar real y su lugar interior, o sea el espacio manipulado -el show- y el espacio del alma, que demarca la progresiva conciencia que se despierta en recuerdos (flashbacks culpables sobre la presunta muerte del padre, con cierta textura naturalista que los diferencia de la realidad sólo aparente del show): los recuerdos son, por fin, la memoria del personaje, es decir su inserción en la Historia, que es la evidencia del ser humano y su transcurrir; 3. el de los públicos receptores dentro del film (espectadores del Show en cafés y casas de familia); y 4. el del público exterior a la película, nosotros, que vemos a Christof acariciar a su criatura (Truman) sobre el vidrio de la pantalla, y que simultáneamente sorprendemos a la víctima en su andar y que detectamos los mecanismos de la trampa.
Como les ocurre a cierto sabio de Borges y a la letra con que el sentimiento trágico de don Miguel de Unamuno evoca la creación, sólo nos falta intuir en los hechos la certeza de que alguien, Otro u otro, nos está pensando sólo para tener certeza de la vida: el espejo circular de pensar en alguien para que nos piense podría multiplicarse al infinito. Está en el ánimo nada infantil de "The Truman Show".
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