Después de un fin de semana signado por el escándalo, la escena se empapa de acciones y declaraciones políticas
El fin de semana aparecieron dos videos (que se pueden ver abajo) señalando a Miguel del Pópolo, cantante de La Ola Que Quería Ser Chau, como autor de reiteradas vejaciones sexuales y abusos psicológicos. La noticia tuvo una alta viralización y, de arrastre, trajo un escrache del año pasado a Cristian Aldana, de El Otro Yo, y un confuso testimonio periodístico que Ciro Pertusi, por entonces en Attaque 77, le ofreció a una radio hace casi dos décadas. En apenas dos días, el rock argentino se convirtió en un pandemónium de desaforados sexuales.
Más allá de los titulares urgentes de impacto periodístico, esos hechos y denuncias activaron un cisma interno respecto del imaginario cultural que se tiene y espera sobre el rock y su sexualidad, un detalle que hace a su esencia y lo sensibiliza. Entre sus narrativas fundantes y vigentes, el rock tiene una de carácter hormonal que propició y propicia desde bellas canciones hasta horrores intracamarines. Un impulso que crea y, a la vez, legitima su propia creación (el supuesto asesinato de Sid Vicious a Nancy Spungen es entendido desde las páginas culturales, no policiales). El rock, preciado de contracultural, generó, al menos desde el ideario social, un sistema regido por sus propias lógicas. Lo que para las reglas es inconveniente, puede resultar normal(izado) en la película del rock.
La potencia de estas denuncias desplazó a los que, se esperaba, iban a ser los sucesos rockeros del fin de semana: la vuelta a los escenarios de La Renga en Córdoba y la convocatoria de Las Pastillas del Abuelo en Ferro. Ambos shows quedaron en un discretísimo segundo plano mientras la escena local iba cayendo bajo el efecto dominó de estos WikiRocks que merodeaban en uno de los últimos lugares inviolables del rock: los camarines. Al rock, que le sobran tantos libros, le falta uno que hable sobre lo que sucede allí adentro y lo que significan y representan tanto para las visitas como para los anfitriones. Pero uno que hable de verdad, yendo al hueso y no al plato. Tratando de explicar cómo esa simbología sexual fundante y vigente del rock puede volverlo machista, violento, incluso misógino.
Walas, cantante de Massacre, hizo un chiste bajo esa última lógica en un show del sábado por la noche y jamás imaginó tener que salir a pedir disculpas y a decir que no había sido así, cuando ya todo era tarde. Fue él quien demoró en entenderla y no aquellos a los que quería hacer entender. Pero más vale tarde que nunca: ahora Walas agregará nueva info a las causas de defensa de género que confesó abrazar.
No debe sorprender esta anécdota. Tal vez se trate de un rasgo generacional. Es decir: nadie sale ileso de la película del rock, ni siquiera los que creen no haberla rodado nunca, jamás. Sí, en cambio, llama la atención y de manera positiva la reacción de las bandas más jóvenes, a lo mejor no tan relevantes en convocatoria como sus renombradas predecesoras, pero respetablemente activas en redes sociales y canales de comunicación alternativos. Por empezar, la propia Ola: dos de sus músicos anunciaron su salida del grupo, se solidarizaron con las víctimas y, además, difundieron información útil sobre violencia de género.
Fue la última generación de rockeros la que, independientemente de la derivación periodística de cada denuncia, aprovechó la repercusión del asunto para divulgar canales de denuncia y asistencia relativa a situaciones de violencia de género. El concepto de #NiUnaMenos entendido como una militancia que va más allá de un cartelito, que es de hormiga y ocupa algo de cada día. Así lo pensaba alguien que sabía poco de rock pero mucho de militancia. Y que ahora, ya no vivo más que por su legado, indica la clave por la que puede ir este nuevo rock que aún carga la aspiración contracultural que sus fundadores sugerían medio siglo atrás.
Por Juan Ignacio Provéndola
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