El poder lúdico de los recuerdos de la infancia
El amante de los caballos / Basado en: un relato de Tess Gallagher / Dirección y adaptación: Lisandro Penelas / Intérprete: Ana Scannapieco / Asistencia de dirección: Ricardo Vallarino y Julieta Timossi / Asesoramiento coreográfico: Sabrina Camino / Escenografía y vestuario: Gonzalo Córdoba Estévez / Iluminación: Soledad Ianni / Asistencia de iluminación: Carolina Rabenstein / Música: Hernán Crespo / Sala: Moscú Teatro, Camargo 506 / Funciones: sábados, a las 20 / Duración: 45 minutos / Nuestra opinión: muy buena.
De entre los múltiples hechos teatrales, aquí es el unipersonal el que se presenta con fuerza y contundencia, en un espacio que lo contiene de manera maravillosa y que preserva esa intimidad necesaria para sumergirnos de manera amable, pero cercana a las vivencias y recuerdos de esta joven mágica y sensible que encarna Ana Scannapieco.
La protagonista buscará en su infancia y en los relatos de su madre las historias para poder armar el mapa familiar, para poder entender algo de ese pasado que se presenta tan misterioso y abrumador y así despedir a sus muertos, a ese abuelo amante de los caballos y a su padre. En su propio ser tiene de esos hombres mucho más de lo que se cree. A su vez, ambos, corridos del deber ser. Un padre jugador que encontraba en las cartas respuestas existenciales. Un abuelo susurrador de caballos, una persona especial con un don de lo más raro. Los susurros se convierten en este cuento en una pieza fundamental.
El amante de los caballos no intenta narrar una historia, sino que se acerca a los hechos pasados mediante imágenes que llegan de quién sabe dónde en esa mezcla de realidad con magia, pura poesía. Cargado de una gran imaginería, se construye como un relato poético y mágico. En un intento de exploración de otra capacidad teatral, poco transitada en la cartelera porteña, que no intenta educar, ni narrar hechos concretos, sino adueñarse de las herramientas teatrales para jugar entre lo posible y lo mágico. Y lo logra.
Ana Scannapieco y el director Lisandro Penelas hacen un trabajo grandioso; se ponen uno al servicio del otro para arrojar la mejor de las opciones. Una dirección cuidada que está en todos los detalles y una actuación majestuosa que responde a la perfección.
La escenografía de Gonzalo Córdoba Estévez es otro punto destacable en esta puesta, atestada de objetos que remiten a aquel universo, mezcla de campo con recuerdo, con olor a establo. Asimismo, el chamamé se cuela por los intersticios del discurrir del relato y ayuda a generar el ambiente de caballeriza. El diseño lumínico de Soledad Ianni echa claridad sobre objetos, les hace primeros planos para ponerlos en relieve y ubicarnos aún más de lleno en ese universo. El texto es otro de los aciertos de esta puesta; como adaptación de un relato de Tess Gallagher, se carga de poesía y aprovecha este unipersonal para explorar sus más bellas posibilidades. Los movimientos de la actriz son tan precisos que, por un momento, el espectador olvida que el caballo no está en escena, y puede jugar e imaginar que ese baile y ese amor entre ambos es tan cierto como la vida misma.
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