El ocaso de la Era Dorada de Hollywood
No deja de ser una ironía del destino que Elizabeth Taylor haya recibido el salario más jugoso de su carrera en la película que marcó su despedida del cine. Cobró dos millones y medio de dólares por una aparición que tuvo mucho más de grotesco que de digno en el penoso tránsito al cine de Los picapiedras , estrenada en 1994. En ese momento, y con ese film, la más grande estrella que dio la llamada Edad de Oro de Hollywood anunció que se retiraba de la pantalla grande. En su ánimo debe haber pesado la sensación de que con apariciones de ese tipo no haría otra cosa que prolongar una sensación de decadencia que su condición de estrella jamás podría tolerar. Pero mucho más fuerte debe haber sido en ella la convicción (la seguridad, más bien) de que pertenecía a otro tiempo y que el Hollywood que la había convocado para vestir el disfraz de un personaje de Hanna-Barbera era muy diferente del que la hizo brillar desde su primeras apariciones en los años 40, cuando era una niña prodigio y todos le auguraban un futuro extraordinario.
Arropada por un contrato a largo plazo con la Metro Goldwyn Mayer, aquel estudio que se jactaba de contar con más estrellas que el cielo, Liz fue pura emoción y candidez en los primeros tramos de su extraordinaria carrera gracias a Lassie y a las historias de época ( Jane Eyre , por caso) en el que mezclaba la elegancia que había traído desde Londres (su ciudad natal) con el natural romance que se había establecido entre ella y la cámara, condición esencial para alcanzar rápidamente un estrellato al que jamás renunció. Al fin y al cabo, Liz decidió voluntariamente, delante de las cámaras y mucho más detrás de ellas, vivir una auténtica vida de película.
Supo conmover y hacer reír ( El padre de la novia , La última vez que vi París ), transmitir al público intensas emociones dramáticas ( Gigante ) y llevarnos de a poco hacia esas historias complejas de relaciones humanas que la mostraron en su esplendor como actriz y, de paso, también le abrieron la puerta a una vida privada generosa en problemáticas relaciones amorosas. Su tormentoso romance con Richard Burton (que incluyó dos de sus ocho matrimonios registrados) fue la frutilla del festín que durante larguísimos años los medios indiscretos se hicieron con las apasionadas y angustiosas fórmulas que sólo parecía tener a mano Liz para relacionarse con los hombres. Cómo olvidar, por ejemplo, el ruidoso distanciamiento con su antigua y entrañable amiga Debbie Reynolds, cuyo marido, Eddie Fisher, la dejó tras quedar rendido ante los irresistibles encantos de la diva de ojos violeta.
Tan fuerte resultó la conexión de Liz Taylor con esa edad dorada de Hollywood representada en el poderío de los grandes estudios, que inclusive se convirtió en la gran estrella de lo que finalmente podría verse como el canto del cisne de aquélla época. Cleopatra fue, en 1963, la apuesta más fastuosa de la Meca del Cine y, a la vez, su más ruidoso fracaso, al punto que esa colosal y desmesurada superproducción que costó 44 millones de dólares de entonces (295 millones de hoy, a valores constantes) casi provoca la quiebra definitiva de los estudios 20th Century Fox. Como no podía ser de otro modo, Liz fue allí la reina en la más acabada y amplia definición del término.
Seguramente por eso, cuando Hollywood se transformó y aquella edad de oro quedó atrás, Liz Taylor mantuvo esa condición sin necesidad de pasearla por la pantalla grande. Con su glamour intacto, con sus joyas, con su compromiso humanitario expresado en fiestas y encuentros a los que nadie quería faltar, con su rosario de matrimonios que inició junto al heredero de un imperio hotelero (Conrad Hilton Jr.) y culminó al lado de un obrero de la construcción (Larry Fortensky). Liz fue la última gran estrella del Hollywood clásico y, seguramente, la más grande de todas. Un título nobiliario que ya no existe y que seguramente desaparecerá junto a ella.