Hunter Thompson ha sido como una cruz para mí, y a la vez una bendición. No le importaba un carajo si me quedaba toda la noche en vela trabajando o me pasaba el día entero pensando qué iba a hacer. Pero me agradecía los dibujos cuando se los entregaba. Por supuesto, si le parecía que un dibujo era una mierda, me lo decía. Por lo general, lo que quería decir era que el texto que había escrito era una mierda, y que lo que yo había dibujado no terminaba de levantarlo. Hunter no quería un fotógrafo. Quería a alguien que pasara a formar parte de la nota. A Hunter le encantaba que alguien como yo trabajara con él. Le gustaba jugar conmigo y llevarme al límite y ver qué hacía yo, pero me hacía volver antes de que me fuera de mambo. Al final, hicimos seis tapas juntos, pero nos sentíamos un dúo desde el primer momento: Batman y Robin, o quizás Laurel y Hardy. Hunter pensaba que mi modalidad de trabajo era más rara que la suya. Yo me sentaba y dibujaba gente. A eso, él lo llamaba mi "mala costumbre".
Una noche, en Rhode Island, donde estábamos cubriendo la America’s Cup para la revista Scanlan’s, Hunter compró dos latas de pintura en aerosol, una roja y una negra, y me encargó la tarea de escribir algo "artístico" sobre el flanco de un velero. Así que me llevaron en un bote, pero yo en ese entonces tenía algunos problemitas con los alucinógenos. Veía el agua roja, y tiré toda la pintura en el aire. Cuando me trajeron de vuelta, un grupo de rock se había robado mi valija. No tenía más que lo puesto, y el pasaporte y el pasaje de vuelta en un bolsillo. Hunter se había quedado con mis zapatos.
Volví a Nueva York descalzo y le di a un taxista toda la plata que tenía, que eran veintitrés dólares, para que me llevara a un pub irlandés en Times Square. Había un irlandés muy buena onda con el que había estado hablando antes del viaje. Me dijo: "Parecés hecho mierda". Al final, dormí como un día entero.
Seis meses después, hice catarsis en Londres: me estaba purificando de una experiencia feea, que contaminaba mis dibujos. Me hizo dar cuenta de que podían pasar cosas muy fuertes en un dibujo, pero que uno tenía que estar mentalmente preparado para eso. Luego me di cuenta de que Rhode Island había sido un ensayo general para lo que sería "Pánico y locura en Las Vegas". Yo no habría podido ir al viaje de "Pánico y locura en Las Vegas". Hunter viajaba con Oscar Acosta, que era su abogado; fue una buena idea, la verdad. Supuestamente, iban a ilustrar el artículo con souvenirs del viaje, como recibos de vestidores. Pero después Hunter se acordó de mi existencia y me mandó el manuscrito. Yo nunca había oído hablar de Rolling Stone; en Inglaterra todavía no se conseguía en todas partes. Pero me puse a dibujar como loco. Hice un paquete y lo mandé a Rolling Stone, y como me contó Hunter en una letra, "les partieron la cabeza, loco":
Cuando llegaba a alguna parte que quería dibujar, dejaba de leer y lo dibujaba ahí mismo. Es como llegar a un bar o a una parada de camiones: uno se detiene ahí, forzosamente. Nada de lápices, porque de lo contrario se pierde la espontaneidad. Usé una pluma, aunque a veces pasaba el pincel por la página, cuando quería un manchón, porque explota en la página. Los dibujos eran del tamaño que aquí llamamos A-1, es decir, ocho veces el tamaño carta de los Estados Unidos. La idea de la tapa era una moto volando sobre unos periodistas en un bar. También había un paisaje, un pedazo de cielo. Pero el motociclista estaba completamente pegado a la moto, como si la caja de cambios se lo estuviera chupando. La segunda tapa, para la segunda parte de "Pánico y locura", la revista eligió la foto del texano de 120 kilos besuqueándose con su mujer en los asientos del fondo. Con esos dos números, Rolling Stone descubrió una nueva veta: no sólo se ocuparía del rock and roll, sino también de lo social y lo político. Fue maravilloso editar algo tan primitivo, y finalmente que te dieran un trabajo donde te pidieran que fueras raro.