El legado de Giorgio Strehler
Giorgio Strehler fue el más grande director teatral italiano de la segunda mitad del siglo XX. Unicamente tuvo un par. Luchino Visconti. Entre ambos se cubre, con estatura gigantesca, el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Dimensión que desborda la península y se extiende al mundo. Compartieron un lugar de vida y de trabajo, Milán, y un credo político, ese izquierdismo que en Italia puede asociarse con la riqueza, el título nobiliario y el preciosismo cultural.
Strehler fundó el Piccolo Teatro de Milán y con él vino a Buenos Aires, en gira, en 1951. Años gloriosos aquéllos, cuando los jóvenes amantes del teatro podíamos ver aquí, casi al mismo tiempo a Jean-Louis Barrault y a Madelaine Renaud, al Teatro Nacional Popular con Jean Vilar y María Casares, al Piccolo de Milán, a la compañía de Diana Torrieri con Vittorio Gassman, a la Compagnia dei Giovani: Romolo Valli, Giorgio di Lullo, Rosella Falk, Ana Maria Guarneri...
El corazón del repertorio era la versión, antológica, de "Arlequín servidor de dos patrones", de Goldini, con el Arlecchino más extraordinario de esta época, Marcello Moretti. Con ella debutaron en el escenario ilustre del Odeón, ante una sala colmada en cuyas alturas, ansiosos, los jóvenes amantes del teatro esperábamos el milagro. Y el milagro se hizo. No era una reconstrucción arqueológica, todo lo contrario. En la mitad del siglo XX, una pieza del siglo XVIII, interpretada con brío y la travesura originales, resplandecía como una creación absolutamente contemporánea. Sin una sola grosería, ni gesto equívoco, ni el desenfreno payasesco de algunas versiones actuales. Y si bien Moretti era el jefe del espectáculo, el resto del elenco estaba a la altura, engarzado en un marco de belleza incomparable.
Luego fue el deslumbramiento total con el "Julio César" de Shakespeare. Texto arduo si los hay, donde absolutamente todos los papeles exigen primeros actores -o actores de primera, que no es lo mismo-, donde la justeza histórica (según conocía el autor) alterna con fantasmas y agorerías, donde la palabra es suprema, vigorosa (la oración fúnebre de Marco Antonio ante el cadáver de César) y a la vez sutilísima. ¿Y cómo resolver la escena de la batalla de Filipos? Las batallas son un problema en el escenario, porque hoy deben competir con las superproducciones cinematográficas, imbatibles en cantidad de caballos, armas, polvareda y estruendo.
Astuto, Strehler optó por un tratamiento cinematográfico. En el escenario a oscuras, sucesivos pantallazos de fragmentos de lucha daban la ilusión de una actividad violenta, a partir, en realidad, de cuadros estáticos compuestos con una meditada plasticidad. Era como transcribir los frisos del Partenón que, bien mirados, son un antecedente del cine. Quien recorre hoy las salas del Museo Británico y logra abstraerse del lugar e imaginarse en lenta caminata alrededor del templo termina -si está predispuesto- por experimentar la sensación física del paso de la procesión de Panateneas, desde el tumulto y la urgencia de las últimas filas, todavía en tren de ordenarse, hasta el pausado andar ceremonial de las doncellas portadoras de ofrendas. Strehler hizo algo equivalente en "Julio César", con la ventaja de que el espectador de teatro había comprometido ya su credulidad al entrar en la sala y asistir a una representación en vivo.
Hace poco tuvimos aquí un último encuentro con el genio de Strehler. Fue durante el Festival Internacional de Teatro, cuando Milva interpretó canciones de Brecht puestas en escena por el director italiano. Brecht era una de las pasiones de Strehler, cuya versión de "La ópera de dos centavos" pertenece también a la historia del teatro. El espectáculo de Milva demostraba que para un gran director y una gran actriz no hay género pequeño.
Por cierto que no debe olvidarse en esta reseña a Paolo Grassi, el administrador del Piccolo, asociado a Strehler en esa aventura maravillosa y encargado de aliviar al director artístico del peso agobiante de los números. Entre ambos engendraron una criatura teatral que acaso no sobreviva a la desaparición de sus creadores (Grassi murió hace ya unos años), pero cuya huella perdurará en la historia de la cultura. Quienes tuvimos la fortuna de asistir a ese milagro hemos quedado marcados por él para siempre.
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