La docuserie completa el agrio retrato de la monarquía británica en la ficción: el exilio de los duques de Susex y las revelaciones sobre el racismo en el palacio ponen en crisis la mitología de los Windsor
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“Cuando piensas en los problemas que enfrentarás en el cargo de primer ministro” –reflexiona John Major (Jonny Lee Miller) en el final del primer episodio de la quinta temporada de The Crown– imaginas sesiones complicadas en el Parlamento, la economía en caída libre, una guerra. No imaginas esto”. “Esto” es el panorama que se le presenta luego de un coqueto baile en uno de los palacios, signado por las ambiciones de Charles (Dominic West), el príncipe de Gales, de sortear la maldición del hijo de la reina Victoria que llegó al trono demasiado tarde. O la agenda de la reina (Imelda Staunton) respecto de la restauración del yate Britannia, la embarcación insignia de su reinado. O los problemas maritales que Diana (Elizabeth Debicki) le confiesa como un secreto a voces. “La casa Windsor debería unir a la nación”, continúa el funcionario elegido para reemplazar a Margaret Thatcher durante una de las recesiones más profundas que atravesó el Reino Unido. “Deberían dar el ejemplo de una familia idealizada. En vez de eso, los miembros centrales de la realeza parecen desconectados de la realidad. Y los más jóvenes son irresponsables, altaneros, y están perdidos”.
La reflexión inicial de John Major puede funcionar como una clave de lectura para esta nueva temporada, que recorre la década de los 90, con hitos como la separación de Charles y Diana, la consiguiente pérdida de popularidad de la Corona y la trágica muerte de la princesa, pero que al mismo tiempo intenta entender qué cambió en ese período para la monarquía, y cómo se transformó la serie en consecuencia. Ese estado de ánimo expectante marcó la recepción de este nuevo capítulo en la historia de los Windsor. La mayoría de las críticas de la prensa especializada alrededor del mundo fueron apáticas, desilusionadas, severas. El cuento de hadas había llegado a su fin de la manera más prosaica, con el retrato de las fábulas más anodinas y la puesta en escena menos elegante de aquella familia que había sostenido su poder en el glamour y en las intrigas palaciegas. ¿Qué hizo que nada de los que revela Peter Morgan en esta antesala del final resulte tan interesante como cuando la joven Elizabeth (Claire Foy) era coronada? ¿O incluso cuando disputaba en el dormitorio el compromiso de Philip (Matt Smith), siempre con el objetivo de sostener esa imagen pública por sobre cualquier amenaza?
The Crown y el cambio de época
Quizás cambiaron los tiempos y la cercanía de una historia que fue narrada en vivo y en directo por los medios en las últimas décadas quitó la sorpresa y erosionó esa distancia que había preservado su atractivo. Además, la serie debió lidiar con la reciente muerte de Isabel II, final simbólico de toda una era, un reinado longevo que atravesó infinitos cambios, desde la posguerra al siglo XXI, con altibajos en su popularidad, exigencias de modernización, transformaciones en su rol político y en su protagonismo mediático. Y sumado a ello, el último condimento: la renuncia del príncipe Harry a la línea sucesoria, empujado por la insidiosa persecución a su esposa Meghan Markle desde los medios sensacionalistas y la solapada discriminación puertas adentro del palacio. Ese tópico también ganó titulares el año pasado con la entrevista de la pareja con Oprah Winfrey y llegó a la pantalla de Netflix esta semana con los dos primeros episodios de la docuserie Harry & Meghan, que ofrece la versión de los duques de Sussex sobre su salida de la familia real.
Las costuras de esa realeza tan prolijamente edificada en la cima del poder simbólico a lo largo del siglo XX han quedado al descubierto. Y Peter Morgan ha asumido ese tono para su ficción, ofreciendo en este tramo final de la epopeya real el retrato más pedestre posible. Si bien la reina sigue siendo el eje de la serie, en esta temporada su figura queda relegada al desfile de sus parientes y accesorios: Charles, Diana, Dodi Al-Fayed, el periodista Andrew Morton. Y su presencia insiste una y otra vez con ese espejo que le ofrece Victoria, una reina estricta e influyente, pero también una monarca adherida a un fin de siglo que llevó su impronta. “¿Podrá Isabel II dar identidad a su era?”, parece preguntarse el creador. ¿Cuáles han sido los símbolos y los méritos de su reinado?
La disputa entre la reina y Lady Di había asumido otra dimensión en la pasada temporada, sobre todo en el pasaje de la inicial convicción familiar de que Diana sería la esposa ejemplar para el heredero y el descubrimiento posterior de su persistente rebeldía frente al rol asignado. Aquí, en cambio, se deja el lugar a otra antinomia, la que se juega entre la tradición y la modernización. Una y otra vez asistimos a esa disputa, en la voz de Carlos y sus ambiciones de dar un paso hacia el futuro en la sucesión de su madre, o en la voz de Felipe (Jonathan Pryce) y su afirmación de un pasado dorado cuyo enclave es un barco, un carruaje o los méritos de su renunciamiento a una vida propia. En ese terreno, Diana es tanto la víctima de la rigidez del “sistema” que representa el apellido Windsor y del desamor de quien se cree un visionario, como, al mismo tiempo, es la responsable de poner a la Corona contra las cuerdas. El cuento de hadas no solo revela su condición de impostura, sino que lo que deja al descubierto es quizás más predecible que aquellos misterios imaginados. Una realeza que oscila entre su deseo de aferrarse a los retazos del pasado y los intentos de reinventar su presente de cara al futuro.
Viejas mitologías y el nuevo cuento de hadas de Harry y Meghan
The Crown ha creado su propia mitología y parece intentar volver a ella para sostener este proceso de deconstrucción. En el inicio del primer episodio de la anteúltima temporada vemos a la joven Isabel (interpretada por Claire Foy) inaugurar el yate real HMS Britannia, que luego en su quinta década de reinado la monarca reclamará como última expresión de su gestión. La presencia de ese recuerdo en blanco y negro funciona como un arraigo fuera y dentro de la ficción, porque la mirada hacia atrás recuerda tanto a los súbditos como a los espectadores el peso del camino recorrido. Y en ese juego de espejos y duplicaciones, no solo la reina se mira a sí misma siendo joven, sino que Felipe aconseja a Diana con la réplica su experiencia, Margaret (Lesley Manville) reprocha a su hermana la pérdida de su amor como en todas las temporadas, y Diana y Charles exponen una ajada versión de un matrimonio en crisis en el que la resolución no es el compromiso y el sostenimiento del imaginario público sino la búsqueda de la felicidad aún a costa de romper las normas.
Con la conciencia de que llega casi como corolario de este crepúsculo de The Crown, Netflix presenta en Harry & Meghan el trasfondo de la salida de la pareja de la órbita real en sintonía con el renunciamiento de Lady Di tras su divorcio. Este nuevo material (fotos y declaraciones de la pareja, un diario visual de su vida en California, entrevistas a sus amigos más cercanos), que para muchos no es novedoso sino que supone abrir la última puerta que quedaba de su intimidad en virtud del contrato firmado con la empresa de streaming, ofrece la reinvención del cuento de hadas ahora fuera del paraguas de la realeza pero con el glamour que da la televisión. Harry & Megan surge ante la declarada necesidad de los protagonistas de dar su versión de los hechos -respecto de los entretelones de su salida de los deberes reales de la monarquía y su mudanza a Estados Unidos-pero al mismo tiempo para construir su propia mística, la del romance ideal.
En entrevistas a cámara cuentan cómo se conocieron vía Instagram, cómo comenzaron a salir en secreto y sortearon la marea de la prensa fortaleciendo su vínculo. Muestran fotos de su intimidad, videos con sus hijos, escenas incómodas de escape de los implacables paparazzis. La estructura del documental tiene el espíritu de la contraversión -de cualquier historia oficial ya sea dada por la Corona como propagada por los medios sensacionalistas-, al mismo tiempo que intenta ironizar sobre ese lugar que han dejado atrás (quizás aquí como mérito del trabajo de montaje de la directora Liz Garbus). Es interesante -e incómodo- el relato de Meghan del momento en que conoce a la reina y el contrapunto de la mirada de Harry, la tensión entre su crianza familiar y las decisiones de su vida adulta. El cuento de hadas existe para ellos en tanto rompieron lazos con la Corona, un camino similar al que intentó Ladi Di al buscar su felicidad separada de su marido. Harry repite en ocasiones los rasgos de carácter que comparten su madre y su esposa y cómo la difícil decisión de dejar atrás a los Windsor fue imprescindible para no repetir una historia tan trágica.
Lo que sí ha logrado la serie de Peter Morgan en este final desprovisto de la magia y los sueños de antaño es conectar el derrotero de las recientes generaciones de la familia real con el presente del Reino Unido. La década de los 90 resulta quizás el último momento en el que la barrera entre la imagen pública y la vida privada tenía visos de existencia y función, y las transformaciones forzosas realizadas por la realeza –desde la transformación de Camilla como consorte hasta la flexibilización en los permisos matrimoniales para William y Harry y la posibilidad de que sus hijas mujeres retuvieran sus derechos al trono a la par de sus hermanos–, o los silencios sobre aquellos temas espinosos –desde el mencionado racismo en la aristocracia británica, que hace pocos días provocó una renuncia en el palacio, hasta las historias oscuras sobre el príncipe Andrés– ponen en evidencia que todavía estamos ante un territorio conflictivo. La mirada política ofrecida por Morgan no deja de estar definida por la vida íntima de sus protagonistas, desde la incomodidad de Major al lidiar con los asuntos de alcoba de sus soberanos, la publicación del infame “Tampongate” con declaraciones de Charles sobre las relaciones con su amante, y sobre todo el anhelo de una simbología imperial que queda reducida a un yate de lujo o un carruaje remodelado.
Cierta modernización ha sido inevitable, no solo por exigencia de la opinión pública luego de la muerte de Diana sino por la demanda de los jóvenes integrantes de la monarquía, pero entre sus consecuencias está el reclamo de una mística que se ha ido extinguiendo. En ese sentido, es claro que el mismo público británico que miró con entusiasmo los funerales de la reina y siguió ávido el protocolo para la proclamación de Carlos III, es el mismo que percibe con reparos la decisión de alejamiento de Harry de Inglaterra o extraña el colorido celebratorio de la era Foy en The Crown. De hecho, las críticas también vinieron desde algunos protagonistas, como en la voz del príncipe William, del ex primer ministro Major y de la actriz Judi Dench, cercana a la reina, quien consideró que la serie era “injusta con la familia real y perjudicial para la institución que representa”. Por su parte y ante el estreno de la serie documental Harry & Meghan, un periodista de Vogue con cierta “mórbida fascinación por la familia real” se lamenta de haber pasado de saber poco a saber demasiado.
En la era de las redes sociales y la exposición de la vida privada, no queda demasiado espacio para la intriga ni para el misterio. Ya ni siquiera los paparazzis son los que roban fotografías e invaden la intimidad sino que los ciudadanos comunes captan con sus celulares el mundo a su alrededor y las figuras públicas empaquetan su intimidad y la venden como contenido para el streaming. The Crown ha intentado, en esta quinta temporada, combinar el detrás de escena de los escándalos y las tragedias de la monarquía con el rostro íntimo de una institución ya despojada de misticismo. En ese espacio cada vez más exiguo para la ficción, Peter Morgan ha batallado por humanizar a sus criaturas hasta el punto de mostrarlas demasiado parecidas a quienes todavía esperan el renacimiento de esa mitología perdida.
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