Nicole Kidman parece haber vivido muchas vidas en pantalla. Su primer renacimiento –de incontables que lo seguirían– marcó la bisagra entre sus deslucidos primeros años en Hollywood –luego del furor australiano de Terror a bordo (1989) que la llevó a los Estados Unidos– y el éxito de Todo por un sueño (1995), giro escénico que la revelaba como una actriz de inesperado talento y notable capacidad de autoparodia. El segundo fue aquel que dejó atrás el controvertido divorcio con Tom Cruise y definió su despegue con Moulin Rouge (2001) y la consagración gracias al Oscar por Las horas (2002). Y ahora, nuevamente, después de algunos fracasos y el maltrato de la crítica de los últimos años, llegó su triunfo en la televisión con el fenómeno de Big Little Lies –que estrenará este año su segunda temporada por HBO–, su regreso al mundo de los superhéroes como la reina de la Atlántida en la reciente Aquaman, y su gran interpretación –con nominación a los Globos de Oro y promesa de Oscar incluida– en Destrucción, la reciente película de Karyn Kusama (Jennifer’s Body), que se estrena el jueves en nuestro país.
A sus 51 años, Kidman ha sobrevivido como un camaleón en una industria competitiva en tiempos de éxito y despiadada ante el horizonte del fracaso. Su papel en Destrucción condensa en su transformación exterior ese desafío que siempre decidió asumir como actriz. Con el rostro ajado y el pelo entrecano, su Erin Bell –una policía de Los Ángeles asediada por los fantasmas del pasado– carga en su vida errante de mal sueño y febriles adicciones los años de una condena nunca declarada. Acostumbrada a los pesados y complejos maquillajes –recordemos la famosa nariz postiza de para encarnar a Virginia Woolf en Las horas–, esta vez Kidman tuvo que sumergirse en horas de transformación –de la mano del ganador del Oscar, Bill Corso– para ser parte de ese mundo gris y crepuscular que Kusama delinea en su película. "Cuando me veían maquillada, mis hijas (Sunday, de 10 años, y Fifi, de 7), me llamaban abuelita. ‘Ahora sos nuestra abuelita’, me decían", contaba recientemente en una entrevista con Los Angeles Times.
El gusto de Hollywood por las mutaciones físicas, los aumentos bruscos de peso y el deterioro artificial de la apariencia siempre ha resultado una mágica estrategia para la conquista de una interpretación galardonada. En el caso de Kidman, el ejemplo fue que sus logradas interpretaciones en Moulin Rouge o Los otros (2001) no tuvieron los aplausos que consiguió su breve aparición en Las horas, sumergida en ese halo mortuorio que envolvió a los días finales de la escritora británica. Allí la nariz postiza suplementó los minutos en pantalla y consiguió el aval de una industria que hasta entonces se mostraba reticente. Su aparición había sido muy repentina, la llegada de Australia y el inmediato matrimonio con Tom Cruise la desviaron de ser una actriz en ascenso a convertirse en la esposa de una de las estrellas más poderosas del momento. De hecho, hace unos meses ella misma reconoció que el poder de su marido de entonces la preservó de posibles acosos y le permitió "vivir protegida del lado oscuro de la industria".
La figura de Nicole Kidman en los años 90 fue algo extraña. Lánguida y desgarbada, esa apariencia frágil y cubierta de pecas le daba una sensualidad atípica, alejada de los cánones tradicionales, susceptible a interpretar papeles de poco peso o en extremo secundarios. Fue Gus Van Sant quien descubrió ese nota dark en su humor bajo la apariencia de una chica de provincia, y la convirtió en una presentadora de televisión enajenada por la ambición y capaz de los más siniestros crímenes por unas horas en pantalla. Todo por un sueño abrió la puerta a algo que hasta entonces no había aparecido en su carácter, a aquello que Stanley Kubrick exploró con astucia en Ojos bien cerrados (1999). Teñida del morbo de ser la radiografía descarnada de un matrimonio en descomposición –en la ficción y en la realidad–, la última película de Kubrick destila un veneno inteligente y sutil que hace de la aparente frialdad de Kidman su mejor instrumento.
Enseguida llegaron los 2000 y con ellos la controversia de la separación, el destino de los hijos y la cienciología, todo mezclado con ese extraño resurgir que Kidman se regaló desde las incandescentes cenizas de su propia caída. Al desparpajo que asomó en Moulin Rouge, con sus musicales al estilo Madonna y un furioso cambio de look –que dejaba atrás los tímidos rulitos anaranjados para sacudir una cabellera bermellón–, le siguieron la grabación de "Something Stupid" con Robbie Williams –y el juego a ser cantante y vivir un romance con aire de despecho-, el trabajo con el español Alejandro Amenábar en Los otros (cuya interpretación recordaba a la de Deborah Kerr en la genial The Innocents, también inspirada en Otra vuelta de tuerca de Heny James), y la tentación del prestigio con Dogville (2003) del danés Lars von Trier. Fueron tiempos de un protagonismo repentino, intenso y fugaz, que moldeó su figura a contrapelo de esa anterior inocencia, ávida de una madurez artística que sentía imprescindible. "A los 32, 33 años salí de una burbuja. Crecí de golpe".
Los años que siguieron estuvieron marcados por su matrimonio con el cantante de country Keith Urban , el nacimiento de sus dos hijas menores, su vida en Nashville, cierto retiro de los flashes, del asedio de la prensa y las presiones del día a día del espectáculo. Sus decisiones de ese tiempo fueron eclécticas: películas indie como Margot y la boda (2007), la incursión en el mainstream infantil con La brújula dorada (2007), su reencuentro con Baz Luhrmann en la excesivamente digital Australia (2008), apuestas incomprensibles y fallidas como Nine (2009), algunas interesantes y arriesgadas como Rabbit Hole (2010) o Stoker (2013). En este tiempo, las dudas y los desafíos artísticos se cruzaron con el peso de los años y las exigencias de eterna lozanía que siempre demanda a las mujeres la industria cinematográfica. "Es difícil hablar de eso cuando vas envejeciendo. Antes eras el ‘sabor del mes’ y luego ya no. Ya nadie estaba interesado", reflexiona en la entrevista con LA Times. "Entonces piensas que has perdido tu talento. Pero siempre está ahí, si los sigues alimentando. Y eso es lo que estuve haciendo. Pese a lo frustrante que haya sido la experiencia".
Como consecuencia de esas frustraciones Kidman pensó seriamente en dejar la actuación. Las burlas en el estreno en Cannes de Grace de Mónaco (2014) fueron el más cruel termómetro. Su imagen se desdibujaba, varios ejecutivos se resistían a contratarla, sus dudas la paralizaban. Sin embargo, Garth Davis decidió desoír las sugerencias de la producción e insistir en su participación en Lion (2016) y ese fue el primer paso. Luego, John Cameron Mitchell la sumó a su última extravagancia, How to Talk to Girls in Parties (2017), el griego Yorgos Lanthimos la hizo parte de su moderna versión de la tragedia de Ifigenia en El sacrificio del ciervo dorado (2017), y Sofía Coppola la redescubrió con su personalísima versión de la Guerra de Secesión en El seductor (2017). En el lapso de un año y medio, Kidman exploró dispares y corrosivos personajes, se vistió de sureño decadentismo y encarnó la pétrea tragedia de los sacrificios modernos, jugo a ser madre y protectora, a ser villana y despiadada. Otra vez había renacido, del fracaso y las burlas, del miedo y el olvido.
La televisión y el streaming la pusieron de nuevo bajo la mirada pública. Pero una mirada más cercana, que se complementa con su divertida presencia en Instagram, con la autoconciencia de esta etapa madura de su carrera, con el deshielo definitivo de esa gélida distancia que había usado como protección en sus inicios. El éxito y el reconocimiento que cosechó Big Little Lies, compartidos junto a Reese Witherspoon, Shailene Woodley y Laura Dern, señalaron a Kidman como uno de los highlights de la serie de HBO , que promete redoblar su apuesta en esta segunda temporada con la estelar incorporación de Meryl Streep. En el futuro le espera una nueva colaboración con el creador David E. Kelley, y una película ya casi terminada bajo las órdenes de John Fowley (Brooklyn), ambas para Amazon.
El inminente estreno de Destrucción, que se suma a la presencia en cartelera de Aquaman y a la próxima llegada de Amigos por siempre y Boy Erased, muestra que hay Kidman para rato. Es raro pensar que hace apenas unos años fantaseó con convertirse en una señora de Tennessee, dedicada a la vida de campo y la filantropía, y fue su madre en Australia, quien la educó en la persecución de los ideales y el desafío a los mandatos sociales, quien le dijo que no se rinda. "Recuerdo haberle dicho a mi madre que estaba cansada, que quería dejarlo todo. Y ella me dijo: ‘Mantén los dedos en el agua. Eso es lo que quieres’. Me alegro que me lo haya dicho. Porque probablemente hoy estaría demasiado triste si lo hubiera dejado todo".
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